Alexievich es reacia a demonizar al presidente. Lo que más le preocupa es el “Putin colectivo”, la profunda sensación de orgullo nacional herido y el desprecio por valores liberales, que ahora se encuentran arraigados a Rusia y Bielorrusia. Ella dice que del 60% al 70% de la población tiene tales puntos de vista – y eso es un desafío para la minoría asediada de los liberales pro-occidentales de los cuales ella es parte. “Una cosa es estar en conflicto con las autoridades” dice ella, “pero estar en conflicto con tu propia gente es realmente horrible”.
Le cuento que llegué como periodista en 1991, mismo año en el cual se intentó un golpe de Estado en contra de Mikhail Gorbachev, y también cuando colapsó la Unión Soviética. “Bueno, entonces sabes exactamente sobre qué estoy escribiendo,” dice ella.
En el año 2015, Alexievich ganó el Premio Nobel de Literatura adulando gente para que así le contaran sus vidas. Ese es el secreto tras la “novela documental” sobre la vida Soviética, publicado hace más de tres décadas, el cual la ha hecho conocida. Estos complejos collages, creados a partir de miles de entrevistas realizadas a personas comunes y corrientes viviendo en tiempos extraordinarios, comprenden una obra descrita por el comité Nobel como «un monumento al sufrimiento y valentía en nuestro tiempo».
La sensación que tengo al estar bajo su mirada penetrante, es tal cual como se deben haber sentido sus entrevistados cuando esta mujer bielorrusa, de 69 años, los entrevistó. Ese debe ser el por qué estas personas divulgaron todos sus secretos, los cuales habían estado escondidos por décadas como una carga o una mancha vergonzosa en su historia.
Tiene algo que ver con sus suaves rasgos, el tono íntimo de su voz, su empatía que es casi palpable y su normalidad. Vestida con un poncho de lana marrón, Alexievich, que se encontraba planchando en el momento que el comité del Nobel llamó a su puerta, no se ve ni se oye como una celebridad literaria. Aún vive en el estrecho departamento de la era soviética, ubicado en la capital bielorrusa, Minsk, que ha sido su hogar durante años.
Hoy día nos encontramos en el comedor del Literaturhotel, un retiro literario en el barrio Friedenau en Berlín, decorado con muebles estilo Biedermeier, espejos con marcos de oro y alfombras orientales. Alexievich, quien se hospeda aquí en sus continuos viajes a Berlín, inicialmente sugirió que nos juntáramos en una marisquería ubicada en la ostentosa calle Kurfürstendamm. Sin embargo, se encuentra agotada luego dar sesiones de lectura de su obra en Bamberg, Lübeck y Hamburgo en menos de una semana.
La gerente del lugar, Christa Moog, nos sirve té verde y se jacta de la ilustre herencia literaria de Friedenau, en donde se ubica el hotel. Tres ganadores del Premio Nobel han vivido aquí: Günter Grass, Herta Müller y la mismísima Alexievich, que pasó dos años en Berlín durante un largo exilio autoimpuesto en Europa occidental, durante el año 2000. En ese momento, Moog se excusa para preparar la cena: usualmente no se sirve comida pero, ante una invitada tan especial, esta vez hará una excepción.
Desde la Reina de Inglaterra, pasamos a hablar de otro gobernante con una larga trayectoria: Vladimir Putin, cuya presencia parece ensombrecer la tarde entera. La gran obra de Alexievich, llamada “El fin del Homo sovieticus” (publicada en Rusia en el año 2013), es un intento de entender de dónde vino Putin y por qué tiene tanto control sobre el pueblo ruso.
Alexievich es reacia a demonizar al presidente. Lo que más le preocupa es el “Putin colectivo”, la profunda sensación de orgullo nacional herido y el desprecio por valores liberales, que ahora se encuentran arraigados a Rusia y Bielorrusia. Ella dice que del 60% al 70% de la población tiene tales puntos de vista – y eso es un desafío para la minoría asediada de los liberales pro-occidentales de los cuales ella es parte. “Una cosa es estar en conflicto con las autoridades” dice ella, “pero estar en conflicto con tu propia gente es realmente horrible”.
Es particularmente difícil para Alexievich porque estas personas son la fuente de su trabajo. Cada uno de sus libros es un denso tapiz tejido de los encuentros con los atrapados en los acontecimientos históricos, partiendo desde la segunda guerra mundial, hasta el desastre de Chernóbil en el año 1986. Ella es como un doctor examinando la cicatriz de una nación traumatizada- una tarea peligrosa en un país que está ocupado tratando de olvidar por completo el gulag, y cuyo presidente alguna vez describió el colapso de la Unión Soviética como la “catástrofe geopolítica más grande del siglo 20”.
En su discurso en los Premios Nobel de diciembre del 2015, Alexievich describió a Rusia como “un lugar de amnesia total”. La forma en que lo plantea, pareciera ser que las cosas se están poniendo peor. “Los legisladores dicen que deberíamos mandar a juicio a Gorbachev, un monumento de Solzhenitsyn ha sido vandalizado, y están levantando más y más estatuas de Stalin”, dice. “Pero no es Putin el que le dice a la gente que haga esas cosas – la iniciativa viene de las raíces”.
El interés que siente Alexievich por la vida de la gente común y corriente, comenzó en su infancia. Nacida en el año 1948, hija de dos profesores en el pueblo ucraniano de Ivano-Frankivsk, ella creció en un lugar en donde gran parte de la población masculina había muerto en la guerra. Cada tarde, las mujeres se sentaban en las bancas y conversaban, mientras que los niños escuchaban con entusiasmo sus palabras. “Hablaban sobre amor, la guerra, de cosas terribles”, dice. “La gente hablaba sobre la muerte todo el tiempo y esto quedó grabado en mi memoria”.
Ella consideró escribir novelas, pero rápidamente se dio cuenta que historias reales, de personas de carne y hueso, era mucho más poderosas. Dice: “¿por qué inventar héroes cuando las cosas que estas personas dicen son mucho mejores?”.
Svetlana menciona un ejemplo de su libro “Voces de Chernóbil”, en el cual nos relata la falla del reactor ocurrida hace tres décadas atrás, que contaminó grandes partes de Ucrania y Bielorrusia, dejando inhabitables cientos de pueblos en ambos países. En este, ella cita a la esposa de unos de los bomberos que ayudó a apagar la conflagración en el reactor y que fue transferido a un hospital de Moscú, en el cual murió por la radiación.
“Los doctores le dijeron que no se acercara a él. No podía besarlo ni abrazarlo. También le dijeron que ese no era el hombre al que ella amaba, sino que era un objeto contaminado”. Esas declaraciones sorprendieron a la autora. “Pensé: esto es Dostoyevski puro”.
Alexievich también quería escaparse de los enfoques convencionales usados a la hora de contar una historia. “Existe una tradición, que se remonta a la época de Tácito y Plutarco, en donde la historia pertenece a los héroes, los emperadores,” dice. “Pero crecí entre gente sencilla y sus historias me destrozaron por completo. Fue doloroso que solamente yo estuviera escuchándolos”.
Nuestra entrada llega a la mesa – un simple plato con champiñones en escabeche y huevos duros rellenos con gambas. Moog nos sirve un vaso de vino blanco, mientras charla con Alexievich, hablando con un ruso chapurreado – está claro que son cercanas, a pesar de la barrera lingüística. “¿Sabías que Moog también es escritora?” me dice la entrevistada.
Posteriormente encuentro dos de sus novelas en Amazon, ambas publicadas en la década de 1980.
El primer libro de Alexievich, llamado “La guerra no tiene rostro de mujer” (1985), está armado con entrevistas realizadas a soviéticas sobrevivientes de la guerra. Alexievich dice la perspectiva femenina era importante, ya que las mujeres nunca han visto la guerra como algo heroico. “Ellas siempre lo ven como asesinato,” dice. Su propósito era apoyar los clichés soviéticos de aquellos tiempos y encontrar la verdad sobre “cosas concretas”.
Como un ejemplo que ella cita, las mujeres soldados sólo fueron capaces de acceder a ropa interior y tampones, luego de que el Ejército Rojo atravesara el borde occidental de la Unión Soviética, “de esa manera no se exhibirían en frente de los extranjeros”.
El libro explotó los mitos Soviéticos – especialmente al que se refería a “la guerra como algo hermoso”. “No lo es, es algo espantoso” agrega la autora. En el libro “Los muchachos de zinc” (1991), ella perforó el mito más grande de todos: uno que involucraba la intervención de la Unión Soviética en Afganistán, en el año 1980. Alexievich recuerda haber entregado ositos de peluche en un pabellón infantil de un hospital en Kabul, y se sorprendió al ver que uno de los niños tomaba el regalo con sus dientes: su madre lo destapa y le muestra que no tiene brazos ni piernas. “Estos es lo que tus soviéticos hitlerianos hicieron” le gritó la mujer.
Fue un momento decisivo. “En la Unión Soviética todos decían que éramos héroes ayudando a la gente afgana a construir un futuro”. Ella había sido una patriota soviética, miembro leal de la Liga Comunista Juvenil. Ahora toda su fe había desaparecido.
La gerente nos interrumpe cuando nos trae el siguiente plato: salmón cubierto con sésamo, arroz y una ensalada de achicoria, acompañada de una “Salsa de Moog”, un brebaje de cebollas, peras, arándanos y crema, con un toque de azafrán.
Alexievich está encantada. “Es como si te estuvieses hospedando en la casa de alguien, no en un hotel”.
Mientras comenzamos a comer el pescado, ella me explica su método de trabajo. Para cada libro ella realiza miles de entrevistas – aunque sólo 300 de ellas son publicadas. Su propósito, dice Svetlana, es escribir “la historia del alma”. Recitando una línea del personaje Shatov en la obra literaria de Dostoyevski, titulada “Los endemoniados”, ella dice: “somos dos criaturas que se encontraron en un infinito sin límites… por última vez en el mundo. Así que deja de usar ese tono y comienza a hablar como un ser humano. Por primera vez en tu vida, utiliza tu voz humana”. Es poco sorprendente que un retrato de Dostoyevska cuelgue sobre el escritorio donde suele escribir en Minsk.
Sus entrevistados son usualmente personas con las que se encuentra de casualidad en lugares públicos – restaurantes y transporte público. “Comenzamos a hablar y les pido su número telefónico” me cuenta. Ella dice que va a sus encuentros como una periodista, pero que “no es realmente una entrevista- es más que nada como una conversación. Vas como una amiga- como ellos, eres un hijo de tu época. Y si no fuese su amiga, es muy poco probable que me contaran todas las cosas que me han contado”.
La amargura de sus entrevistados está a menudo impregnada con nostalgia por un idilio soviético perdido, y también con una profunda decepción con el capitalismo sin barreras que lo reemplazó cuando la URSS se vino abajo en 1991. Su trabajo más ambicioso, El fin del Homo sovieticus, fue descrito por una cita del artista Ilya Kabakov. “Él dijo, cuando aún era la Unión Soviética, estábamos peleando contra un monstruo, el comunismo, y lo derrotamos,” dijo ella. “Pero nos dimos vuelta y nos dimos cuenta que tendríamos que vivir con ratas”.
Puede que, para los lectores occidentales, esto parezca un poco perverso. ¿Cómo puede alguien sentir cariño por un sistema que creó el gulag? Alexievich dice que esto ignora la atmósfera única del periodo soviético final, una época de igualdad, amistades profundas y amor por la literatura. “A pesar de la pobreza, la vida tenía más libertad,” dice ella. “Los grupos de amigos se reunían en distintas casas, tocaban la guitarra, cantaban, hablaban y leían poesía”. Cuando llegó la democracia, ellos esperaban que la libertad intelectual que anhelaban por fin llegaría, “que todos tendrían la libertad de poder leer Solzhenitsyn”.
La libertad llegó y todas las obras de Solzhenitsyn fueron publicadas – pero, para el comienzo del año 1990, nadie tenía el tiempo o energía para leerlas. “Todos pasaban de largo los libros y se dirigían hacia los distintos tipos de galletas y salchichas” dice ella.
Le digo que me resultaba particularmente difícil leer el testimonio de personas que defendieron la Casa Blanca, el antiguo edificio del Parlamento ruso que se convirtió en un símbolo de resistencia durante el intento de golpe de Estado (1991), por parte de los radicales del gobierno. He estado en esa posición y recordé las conversaciones que sostuve con mujeres mayores, las que decían que preferían ser aplastadas por un tanque a dejar que los comunistas retomaran el poder. Sus esperanzas de ser libres se rompieron en el caos, la hiperinflación y el delito desenfrenado de los años Yeltsin, mientras que una nueva clase de oligarcas voraces tomaban el mando.
“Yo también fui a esas manifestaciones a finales de los ‘80” dice Alexievich. “Ninguna persona de las que marchaba quería a Abramovich,” agrega, refiriéndose al dueño billonario del equipo de fútbol “Chelsea”.
Los intelectuales de su generación no sólo perdieron sus empleos, sus ahorros y sus ideales: tampoco experimentaron catarsis, ya que nadie del antiguo régimen fue llevado ante la justicia. Le pregunto si Rusia podría haber terminado siendo distinta si se le hubiese hecho un juicio al partido comunista. “Estaba convencida de que debieron haber hecho uno,” dice ella. Pero otras personas, incluyendo a su padre, un comunista apasionado, estaban en desacuerdo. Agrega que, “él dijo que podría haber ocasionado una guerra civil”. Como resultado no hubo ajuste de cuentas con el pasado soviético, ni tampoco un Núremberg ruso. “Perdimos nuestra oportunidad” finaliza Svetlana.
Moog llega con el postre, el cual consiste en rodajas de mango y chocolate amargo, y comenzamos a hablar de Ucrania, el país en donde Alexievich nació. Ella condena la “ocupación” de Crimea, y dice que el occidente debería darle armas a Ucrania, para así ayudarlos a combatir contra los separatistas en Donbass, los cuales están siendo apoyados por Rusia. “Aquellos chicos ucranianos están siendo derribados como perdices”, agrega.
Sin embargo, tiene esperanzas por el futuro de Ucrania – es un país que quiere ser parte de Europa, no como su tierra natal, Bielorrusia. “A través de su historia, los habitantes de este país sólo han sobrevivido,” dice la entrevistada. Rusia siempre sospechó de ellos, pensando que estaban colaborando con el enemigo, Polonia, y los sometió a una matanza intermitente “porque estaban en el camino”. “De esa manera su filosofía comenzó a ser una sobre callarse y esconderse”.
A pesar de su ambigüedad con Bielorrusia, se mudó de vuelta ahí hace un par de años atrás, luego de estar 11 años en el extranjero. Sus padres habían muerto y quería ver a su nieta crecer. También tuvo que soportar a Putin y Alexander Lukashenko, el presidente autoritario de Bielorrusia, pero se dio cuenta que “ellos no irían a ningún lado”. Su relación con el mandatario de ese país era tensa: cuando ganó el Premio Nobel, él la acusó de “estar tirándole basura a su país”. Ella también necesitaba volver a casa por el bien de su trabajo. “El género literario demanda que hables con gente a diario – no puedes hacerlo vía Skype”.
Con el dinero del Premio Nobel se comprará un nuevo departamento, tres veces más grande que el anterior, pero en el mismo edificio. Le encanta la ubicación, con vista al río Svisloch y nunca podría dejar ese lugar. En cualquier otro caso, el premio le ha hecho más difícil retirarse al anonimato. Recientemente tuvo una discusión con su nieta de nueve años, Yanna, en las calles de Minsk. En ese momento una mujer le dijo a la pequeña: “niñita, no puedes hablarle de esa manera a tu abuela, ¿acaso no sabes quién es?”
A ella se le hace difícil estar en el ojo público. “Me encanta sentarme a solas y pensar, no que me estén fotografiando todo el tiempo,” ella dice. “No soy un personaje público”.
Durante sus entrevistas, Alexievich suele ser reservada y deja que los entrevistados cuenten sus historias, usando rara vez su voz autoritaria. Sin embargo, hay un par de excepciones. En su libro “El fin del Homo sovieticus” ella cuenta la historia de un viejo comunista quien fue encerrado durante las purgas de Stalin, pero luego fue rehabilitado.
Es convocado después de la guerra y dice que su esposa, que fue arrestada con él, murió en los campamentos. “Me llamaron del comité del Partido y dijeron: ‘desafortunadamente, no podremos devolverle a su esposa. Murió. Pero puede recuperar su honor’. Luego me dieron de vuelta el carné del partido y, ¡yo estaba muy feliz!”
En el libro, Alexievich dice que ella y el comunista discuten, y que él pierde el control. Le pregunto qué pasó. “No podía soportarlo, estaba horrorizada. Le dije, ‘no te entiendo, todo lo que te dieron fue ese pedazo de plástico’. Se puso agresivo y me dijo: ‘jamás entenderás, sólo te importa la ropa y tu estómago. Pero nosotros tenemos ideales nobles. Éramos persona de fe”.
TRADUCIDO POR DWAN MIRANDA, TRADUCCIÓN INGLÉS ESPAÑOL, UNAP.*