El artista se declaraba una persona profundamente superficial y, por años, su obra fue considerada banal. A treinta años de su muerte, sin embargo, sus notables trabajos se contemplan bajo otro prisma, calificados como anticipos de la sociedad actual.
Andy Warhol (Andrew Warhola, 1928–1987) estaba ávido de celebridad; su narcicismo y su búsqueda de atención eran síntoma de su profunda inseguridad. En los inicios de su carrera diseñó vitrinas para tiendas neoyorkinas –un dato relevante considerando que él mismo optó por ¡“vivir en vitrina”!–. No solo eso, sino que se interesó como ningún otro en inmortalizar a los hiperfamosos, que vivían en situación de “vitrina” –bajo la curiosa y permanente mirada del público–, como Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor, Jaqueline Kennedy, Mick Jagger y Michael Jackson, sus rostros preferidos. “Lo que vende es el éxito”, afirmaba, queriendo, obviamente, ser él mismo exitoso. Y una manera de conseguir dicho propósito fue vinculándose a todos quienes “brillaban”. Fue así como comenzó a crear, literalmente, su “galería de la fama” o “Hall of Fame”, parte de la cual está expuesta en el Centro Cultural La Moneda.
El público se encontrará allí con muchos rostros conocidos, pues a los ya mencionados se suman Mao Tse Tung, Sylvester Stallone, Liza Minelli, Prince e incluso Miguel Bosé. Muy en el espíritu warholiano, algunos muros se cubrieron con papel plateado. Y como Warhol “reflejaba” los intereses del abundante público que él necesitaba, hay trabajos sobre espejos en los cuales los espectadores pueden mirarse.
El artista se declaraba una persona profundamente superficial y, por años, su obra fue considerada banal. A treinta años de su muerte, sin embargo, sus notables trabajos se contemplan bajo otro prisma, calificados como anticipos de la sociedad actual. Así por ejemplo, fue premonitorio al anunciar que en el futuro todo el mundo tendría derecho a “quince minutos de fama” –una de sus “frases para el bronce” que le gustaba pronunciar–, y basta echar un vistazo a las redes sociales para constatar que millones reclaman hoy “sus” minutos de notoriedad. Junto con ser unánimemente considerado como el padre del Pop Art americano –y, por de pronto, su figura más controvertida–, es también, en mi opinión, padre del trending topic. Fue tal su obsesión por trabajar a partir de las tendencias (locales y mundiales), que si hoy estuviese vivo, “tuitearía” sin pausa, de la misma forma en que realizaba infinitas copias de sus serigrafías –técnica que privilegió sobre todas las otras.
En la exposición del Centro Cultural La Moneda se permite al visitante tomar fotos –era que no, si la reproducción y la réplica fueron esenciales en la obra de Warhol–. Y es interesante notar que la mayoría de los espectadores se detiene a fotografiar la única serigrafía de la muestra con el rostro de Michael Jackson. ¡Que mejor!: registrar cómo el padre del Pop Art retrató al Rey del Pop. El 19 de marzo de 1984, la revista Time dedicó su artículo principal al cantante; en ese momento era ídolo indiscutido tras haber presentado su álbum Thriller en 1982. Pero lo notable es que en la portada no se colocó una foto de Jackson sino una de la obra de Warhol en la cual el icónico rostro sonriente del músico se recorta contra un campo amarillo fosforescente (la serigrafía que se expone actualmente en Chile pertenece a esa serie). La decisión de Time subrayaba la condición de ídolo de masas de Jackson y era a la vez un gesto de reconocimiento a Warhol que, ya se sabía, identificaba certeramente a quienes dejarían una huella indeleble, y era muy bueno inmortalizándolos.
La obra de Warhol es un agudo comentario visual acerca de una sociedad seducida por el exitismo y la abundancia, e inundada por imágenes que se reproducían ya hasta el infinito, convertidas en un bien de consumo en el más amplio sentido. Así por ejemplo, realizó en 1963 una obra titulada «Thirty are better than one» (Treinta son mejor que una), en la que reproducía treinta imágenes en blanco y negro de «La Gioconda» sobre un soporte bidimensional. ¿Por qué lo hizo? Porque a principios de aquel año, la obra maestra de Leonardo Da Vinci era trending topic, con la inauguración el 8 de enero de la exposición «Mona Lisa» en el Metropolitan Museum de Nueva York. Seducidas por el aura de los Kennedy, las autoridades francesas habían permitido que la pintura dejara por unas semanas el museo del Louvre y “viajara” a los Estados Unidos. De esta forma, Jacqueline Kennedy, la mujer más famosa y glamorosa de la época, pudo posar sonriente para los fotógrafos al lado del ícono femenino más célebre de Occidente. Al día siguiente, la imagen ocupó todas las portadas, mientras miles de neoyorkinos y turistas hacían fila sin importar el frío para ver por unos segundos la pequeña tabla de Leonardo. Warhol fue testigo de ello y no dudó en hacer su “comentario visual”: era esa su modalidad de operación.
Warhol manejaba muy bien el color. Ha legado obras que parecen alegres por sus vivas tonalidades. Su inclinación por “lo popular” lo hizo optar además por lo figurativo y la simplificación, concentrándose nada más que en lo esencial. Pero su interés por los problemas del fetiche y de la memoria hace que sus propuestas visuales sean mucho más complejas de lo que aparentan a primera vista: si bien su catálogo está lleno de rostros glamorosos, la muerte y la tragedia son el verdadero motivo de su obra.
En el Centro Cultural La Moneda, un sector completo está dedicado, precisamente, a “la muerte” –lo que se destaca de manera un tanto obvia por muros pintados de negro–. Warhol contaba que, mirando la televisión, se dio cuenta de que todo y, más aún, “todo lo que estaba pintado”, tenía que ver con la muerte. Dos autorretratos suyos con una calavera sobre su cabeza son una metáfora; son su propio vanitas, y la evidencia tanto de sus repeticiones como de su temor o fascinación por el tema.
Marilyn Monroe (Norma Jean Mortenson) falleció el 5 de agosto de 1962, en un deceso que conmocionó al mundo. Apenas sucedido, Warhol comenzó a trabajar a partir de la foto de la diva con que se había promocionado «Niágara», la película que la llevó al estrellato en 1953. Ahora muerta, la mujer más deseada del planeta, la que marcaba tendencia, se convertía en la obsesión del artista. «Golden Marilyn» (1962, MoMA) permite admirar y recordar el rostro sonriente de la actriz que “flota” al centro de un enorme campo dorado; o sea, Warhol la representa como una suerte de madonna contemporánea. Aunque no se incluye en la muestra, valga recordar su «Marilyn diptych» de 1962 (en la Tate Modern), otro trabajo de la serie sobre la artista. En formato de díptico, el lado izquierdo de la obra muestra, una al lado de la otra, 25 reproducciones a color del rostro de la rutilante figura del star system, mientras que el lado derecho exhibe otras 25 reproducciones en blanco y negro y sometidas a un efecto de borradura. En un excelente resumen de la corta vida de la estrella –que transcurrió entre la luz (los focos, los flashes) y la sombra (la soledad y la depresión)–, Warhol trabajó a partir de la noción de contraste, enfrentando la imagen pública con el drama privado. “Lo que cuenta no es quién eres, sino quién creen que eres”, advertía Warhol. El público quería ver a la Marilyn “en color” y sonriente, pero él sabía que tras su sonrisa perfecta se escondía la angustia, por lo cual decidió ofrecer también la contemplación del “lado oscuro”. En un leguaje simple, como si pintase en 140 caracteres, se refirió así al “precio de la fama.”
Revisemos otras de sus denominadas “postales desde el infierno”: el 22 de noviembre de 1963, el presidente Kennedy fue asesinado en Dallas. Su muerte causó impacto mundial y marcó un hito, pues por primera vez en la historia, más gente se enteraba de una noticia por la televisión que por la prensa escrita. Una vez más, Warhol se hizo eco y cargo del “tema de la década”; en esta ocasión, realizó varias obras a partir de una foto de Jacqueline Kennedy donde se la ve vestida de riguroso luto y observando impávida el lento paso del féretro de su marido. En inglés, blue es sinónimo de tristeza, y él opta por cubrir la silueta de Jackie con un campo azul, duplicando la emocionalidad. Emulando a los canales de noticias que –igual como hoy– repetían hasta el cansancio las imágenes de la tragedia, desgastándolas y banalizándolas, Warhol reitera la imagen cuatro veces y más de Jackie e idea una obra que propone reflexionar sobre las consecuencias de la sobreexposición mediática que, inevitablemente, conduce a la obsolescencia de la tragedia.
Lo suyo fue la estética de la repetición, insistiendo y reutilizando imágenes que le permitieran comentar acerca de la muerte. En su serie de 1963 sobre “La silla eléctrica” , muy bien representada aquí en Santiago, se hizo eco de las protestas por dos ejecuciones que, mediante este instrumento, tuvieron lugar en el estado de Nueva York. Más aún, en los sesenta los accidentes automovilísticos ya eran pan de cada día, y Warhol seleccionó fotos de la prensa sensacionalista para realizar otra serie titulada “choques de auto”. Él no sabía conducir, y resulta interesante notar que los automóviles representaban para él a algunos Expresionistas Abstractos que conducían a gran velocidad para demostrar su virilidad –el 11 de agosto de 1956 había fallecido Jackson Pollock, “padre” de dicho movimiento en Estados Unidos, en un accidente de su Oldsmobile convertible que conducía en estado de ebriedad y con su amante al lado.
De niño Warhol fue enfermizo y, obligado al encierro, se entretenía leyendo comics y revistas del corazón. Tras su muerte a los 58 años, dejó un cuerpo de obras que colaboran a inmortalizar a las celebrities, y que dan cuenta del morbo de la masa. Sobre todo, sin embargo, operan como el retrato de una sociedad y de sus “imágenes del momento”; son éstas las que lo harían memorable. Sobre un muro del Centro Cultural La Moneda, y en grandes letras, se consigna su lema: “La idea no es vivir para siempre, la idea es crear algo que sí lo haga”.
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Claudia Campaña es Doctora en Teoría e Historia del Arte Contemporáneo. Profesora titular Pontificia Universidad Católica de Chile.