Hubo 1.168 en todo Chile, usados por los distintos organismos de seguridad por días, meses o años. Sólo algunos pocos existen como museos: algunos se reciclaron como lugares comerciales -como librerías o farmacias- y otros desaparecieron con la renovación arquitectónica de las últimas décadas. La política de «dejar las cosas atrás» ha provocado que «hoy en día nadie sepa de su existencia y que simplemente transitamos por fuera sin tener ni idea que en ciertos lugares se torturó», señala un académico.
El destino de los más de mil centros de tortura que funcionaron a lo largo de todo Chile durante la dictadura militar es el objeto del documental «Lugares desaparecidos», presentado recientemente en la Universidad de Santiago.
La obra muestra cómo la mayoría de ellos simplemente son desconocidos como tales, reconvertidos en librerías o farmacias en el centro de Santiago, o cómo simplemente desaparecieron con la renovación arquitectónica de la ciudad (como Agustinas 632 o Marcoleta 190), en medio de una política oficial de «dejar atrás» el pasado.
Sólo los más emblemáticos -como Villa Grimaldi- han sido convertidos en lugares de memoria. Otros subsisten a duras penas o siguen siendo utilizados a diario y normalidad, como el Estadio Nacional, o incluso se usan para realizar fiestas comerciales, como sucedió con la ex Colonia Dignidad .
El documental fue realizado en el marco de un proyecto de investigación FONDECYT de José Santos Herceg, académico e investigador del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA) de la U. de Santiago, donde fue presentado a mediados de mes. Fue dirigido por Iván Iturriaga, producido por Mario Montano y editado por Majo Calderón.
Oficialmente hay reconocidos 1.168 centros que estuvieron ubicados a lo largo de todo Chile. «La verdad, no obstante, es que dado que se trató de lugares ‘clandestinos’, seguramente fueron muchos más y de ellos aún no se tiene noticias y nunca se sabrá», comenta Santos.
Con el tiempo, muchos de ellos desaparecieron con la misma velocidad con que aparecieron, se ve en el documental. Hay casos insólitos: uno que funcionaba en una casa parroquial, al lado de una iglesia (Vicuña Mackenna 61) o aquel donde funcionó la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile (José Carrasco Tapia 77).
Los servicios de seguridad torturaron en casas particulares -como fue la Venda Sexy, en Macul-, o en sedes políticas robadas a los partidos de la UP, como fue el caso de calle Londres 38, que pertenecía al PS. Pero también en oficinas (por ejemplo, en Nueva York 47 o Aghumada 312), lugares donde hoy funcionan farmacias (Bandera 121) o clínicas en el centro (Santa Lucía 162), además de las propias instalaciones militares o policiales.
En el caso de una casa de tortura que funcionó en la calle Moneda 1061, su número simplemente desapareció entre lo que hoy son una librería y una tienda de artículos para bebés.
En el documental, los realizadores entrevistan a un joven que sale de la tienda y que al ser consultado por la «desaparición» del recinto opina que «no corresponde porque es parte de la historia. Como chilenos deberíamos saber lo que pasó. Que hoy acá haya una librería es como querer ocultar más la situación. Obviamente hay un dolo de por medio».
El poeta Jorge Montealegre, por su parte, destaca el vínculo entre estos lugares y sus víctimas.
«Un lugar simboliza a las personas que lo habitaron. Lo más probable es que esa persona, que está desaparecida hace cuarenta años, no aparezca nunca materialmente (…) Entonces a esa persona la van a simbolizar los lugares donde estuvo, donde fueron aplastadas las ideas. Es un tema ético, no arquitectónico», comenta.
Santos destaca como una de las características más destacadas de estos lugares es que se trató de inmuebles ya construidos.
«La dictadura no construyó ningún centro, sino que se toman espacios ya existentes, de cualquier espacio: casas, hospitales, estadios,barcos, salitreras, regimientos, cárceles, casas de fundos, etc», explica. «En algunos casos, se hacían adaptaciones –rejas, torres de vigilancia, etc.- y se usaban para detener y tortura. Dicha utilización era solo temporal. Algunos se usaban por años, meses, otros solo semanas y algunos tan solo unos días. Luego era abandonados, devueltos a sus usos anteriores o transformados en otras cosas».
Para Santos, ninguno de estos lugares ha sido preservado como tal en el sentido de que, por ejemplo, el Estado decida conservarlo en las condiciones en que está y transformado en museo.
«Lo único que existe son algunos de estos lugares que por iniciativa de la sociedad civil, han sido recuperados, que han sido declarados monumento nacional y allí se han construido diferentes tipos de lugares de memoria», dice. «Este es el caso, por ejemplo, de Villa Grimaldi, Londres 38, José Domingo Cañas y tan solo un par más. Lejos lo más habitual, sin embargo, como se muestra en el documental, es la desaparición de estos lugares».
Este hecho no es casual. En sus palabras, en el contexto de la transición a la democracia se instaló en Chile un discurso que exigía “dejar el pasado atrás” para poder mirar hacia delante, hacia el futuro.
«Esta evidente falacia ha tenido como uno de sus efecto nefastos el que simplemente no se ha hecho esfuerzo alguno por mantener, por preservar en la memoria común la existencia de estos centros de detención y tortura. De allí que hoy en día nadie sepa de su existencia y que simplemente transitamos por fuera sin tener ni idea que en ciertos lugares se torturó», lamenta.
«Es lamentable que el Estado no se haya involucrado en la preservación de estos lugares en particular, y de nuestra dolorosa historia, en general. La falacia antes aludida provoca todo lo contrario de lo que promete: dejar el pasado atrás tiene como efecto la imposiblidad de un futuro y el tremendo riesgo de que el pasado se repita. De hecho, no es posible pensar en un futuro mejor sin que ajustemos cuentas con nuestro pasado y ello pasa por reconocerlo, por elaborarlo, por incorporarlo».
«Es evidente que esto merece una discusión expresa, abierta y pública», remata.
Santos, quien destaca en el documental que ni él ni ningún familiar suyo sufrió la represión, quiso explorar este tema porque «me parece indispensable el hacerlo desde un punto de vista tanto intelectual como política».
«No se trata tan solo de ‘querer’ hacerlo, de hecho, no es un tema agradable de trabajar. Hacerse cargo de este tema, me parece, es más bien un deber, así como es un deber, en general, hacernos cargo de nuestra historia».