Se dice que comenzó su errancia por el centro de la ciudad cuando se incendió su casa en 1982, que estudió literatura en Valparaíso y después computación en Santiago, que tuvo un matrimonio e hijos y que alguna vez fue un ciudadano corriente, antes de transformarse en ese artefacto andante al que tantas veces lo vi enrostrar verdades tan certeras como psicóticas.
En un cuento de Roberto Bolaño titulado “El gaucho insufrible”, un circunspecto y sofisticado abogado de Buenos Aires decide, un día, cambiar su confortable vida y largarse a la Pampa. Las razones no son muy claras en el cuento. Lo tenía prácticamente todo (aunque el fantasma de su esposa, muerta tempranamente, lo acechaba y machacaba a diario), dinero, un buen departamento en el centro de la ciudad, un circuito de amistades burguesas que “le alimentaban el intelecto”, dos hijos que lo querían y admiraban -uno escritor-, aventuras amorosas itinerantes, en fin, todo el stock necesario para hacer de la viudez una pesantez digerible. ¿Qué lo llevó a cambiar los trajes finos y los zapatos de cuero italiano por los bombachos de gaucho y las botas de cuero de potro? ¿Por qué cambiar los bares porteños y las conversaciones intelectuales por un páramo del fin del mundo en donde apenas lograba darse a entender con la población local? ¿Por qué, finalmente, decidir dejar de ser lo que se es para aventurarse en otra nueva forma de ser?
“El instante de la decisión es una locura”, escribe Kierkegaard.
Y es desde aquí que quisiera intentar una respetuosa imaginería en torno a la figura del Divino Anticristo, de lo que podría denominarse su impacto o herencia. Incorporo la palabra “respeto” porque dirigirse a la locura, hablar de ella o interpretar algo en su nombre es un ejercicio delicado, riesgoso y muchas veces pedante, sobre todo cuando se le aborda desde una cierta posición de “normalidad”. Sin embargo, José Pizarro, el Divino Anticristo, no podría sino ser considerado como un personaje marginal, situado al borde, habitante de la periferia de la razón pero que, no obstante, hizo de la ritualidad urbano-barrial su ecosistema, su espacio y su lugar. Diríamos, simplemente, que todo el despliegue de su diagnosticada locura no estuvo encerrada, no nos privaron de verla (aunque ciertamente tuvo importantes períodos de encierro), era más bien una sinrazón en desplazamiento, móvil, dinámica y estética a la cual nos enfrentábamos día a día todos los que vivimos o frecuentamos alguna vez el radio Forestal-Lastarria.
Se dice que comenzó su errancia por el centro de la ciudad cuando se incendió su casa en 1982, que estudió literatura en Valparaíso y después computación en Santiago, que tuvo un matrimonio e hijos y que alguna vez fue un ciudadano corriente, antes de transformarse en ese artefacto andante al que tantas veces lo vi enrostrar verdades tan certeras como psicóticas. No pondré en duda estos datos que han sido, de alguna manera, documentados y entregados por familiares del mismísimo. Pero sí pongo en duda el instante en que decidió cambiar de domicilio, de pasarse de lo corriente a lo espectacular, de lo común a lo extraordinariamente bizarro, o dicho de otra forma, pongo en duda el instante en que dejó de formar parte de la cultura formal y empezó a gozar su síntoma (S. Zizek), callejeando y creando, insultando y escribiendo, falseándolo todo al tiempo que vociferando todas las verdades del mundo. No sé, al final del día, cuándo ni cómo se volvió loco.
Sería arriesgado decir que fue el primer transformista chileno, esto habría que investigarlo. Lo que no es arriesgado es confirmar la potencia de su estética, la que no sólo era violenta y desconcertante, sino que también ética. Hablamos entonces de una estética-ética que desbordaba por sí sola los límites de una performance. El Divino Anticristo no era simplemente un viejo vestido de vieja que deambulaba por las calles y vendía objetos raros, obsoletos tecnológicamente al tiempo que sin valor de mercado. Él era un relato, una visión de las cosas, del mundo y de la realidad. En su sideral desconexión insistía en leer la contingencia, la política chilena, los avatares del mundo y los apocalipsis por venir que le habían sido revelados por divinas confidencias. Todo esto lo hace mucho más enigmático, insondable. Más allá de la precisión del diagnóstico psiquiátrico: esquizofrenia crónica, su conexión con la contingencia era absoluta, muchas veces delirante, ciertamente, pero al día, precisa, fechada y argumentada con datos reales. Escritos tales como La danza de los billones de dólares o ¿Cómo quitarle la plata al BCI?, son ejemplos de este vínculo y de esta atadura al presente que se atrincheraba, sin embargo, en el más profundo delirio. El Divino Anticristo fue eso, una desquiciada y ética lectura de la realidad.
Fue también, pienso, para el barrio Forestal-Lastarria, una suerte de agente pulsional, un destructor de modas y un poderoso perturbador de poses. Para nadie es novedad que estos barrios han sido gentrificados progresivamente por artistas, intelectuales y gente famosa, los que entienden que ser es ser percibido, apreciado. Por lo tanto soy el lugar que vivo. Esto vale tanto para el imaginario de la gente que habita en la Legua de “emergencia” como para aquellos que han hecho del barrio Forestal-Lastarria un espacio de distinción, preñándolo de símbolos y fetiches que hacen del sector una zona especial, chic, snob, fronterizo respecto del otro Santiago, el del centro, mucho más rasca, “sin onda” y repleto de oficinistas incultos.
Me niego a creer que la elección de este Barrio por parte del Divino Anticristo fue al azar. Creo que fue más bien reflexiva y arbitraria. Como si hubiese querido transformarse en una bomba de tiempo que, sin explotar nunca, amenazaba y acechaba con hacerlo permanentemente. Entonces hablamos de una bomba sin tiempo, de un loco que con su ropa sucia y aspecto desaseado, se pensó a sí mismo como un insulto a tanta higiene snobista, como una psicótica y despiadada carcajada a la pulcritud artístico-intelectual de un barrio que sin él, justamente sin él, no tendría el más mínimo de los sentidos.
Lo trágico en toda esta historia, es que como todo loco considerado genial pasará a ser fetichizado y transformado en objeto de consumo cultural, formando parte de esa industria de la que nos hablaba Walter Benjamin en donde el arte, por más al borde que haya permanecido, terminará siempre sucumbiendo a las exigencias de un mercado tan abrazador como desnaturalizante. Pasará poco tiempo antes de que proliferen las poleras con su cara envuelta en su hermoso pañuelo de campesina soviética, menos para que se editen sus obras en editoriales independientes, esas con tanta sensibilidad a promover la literatura del margen. Probablemente un bar del barrio Lastarria llevará su nombre e incluso sofisticados nuevos tragos o platos gourmet se llamarán “El Divino Anticristo”.
Yo, particularmente, me quedo agradecido por todo lo que sintomatizó y por cada una de las peroratas que le escuche lanzar como granadas a los conscientes snobs (porque no incluirme). Agradezco ese carro de supermercado, extensión de su cuerpo, repleto de objetos bizarros que funcionaba, también, como su propio inconsciente, es decir, como una dimensión caótica, inclasificable y desde donde emergía la luminosa locura de un hombre-borde. No será lo mismo Santiago sin él.
Finalmente agradezco que haya muerto en el lugar que más amó, en su propio teatro, en su propio taller, en su propio escritorio: la calle.