En «Chicos de Varsovia», que ya va por su cuarta edición, viaja a Polonia, la tierra de sus antepasados, para rescatar una historia sangrienta ocurrida en plena Segunda Guerra Mundial, donde murieron varios parientes suyos. «El pasado no pasa, lo llevamos con nosotros, en la sangre, en lo que heredamos culturalmente pero también de nuestra familia, nuestra historia», asegura.
El pasado siempre nos alcanza. Llevamos la sangre derramada por nuestros antepasados en nuestras venas. No podemos escapar de esto, aunque queramos.
Al menos eso piensa Ana Wajszczuk (Buenos Aires, 1975), una poetisa y periodista argentina. Acaba de publicar un libro sobre un viaje que realizó a Polonia con su padre para indagar en el levantamiento de Varsovia contra los nazis de 1944 -aplastado ante la mirada impasible de los soviéticos que estaban literalmente a tiro de escopeta- y que mató a parte de su familia.
«Chicos de Varsovia» (Editorial Sudamericana, 2017, 398 páginas) es un contraste entre el presente pacífico de la Polonia actual y aquella bajo el yugo nazi y el acoso estalinista de los años 40. La Polonia de hoy todos los años honra religiosamente en agosto a los héroes del levantamiento (no confundir con el del guetto de la misma ciudad, ocurrido en 1943). La Polonia de ayer huele a pólvora, a bombas, a sangre, en fin, a los olores de la Segunda Guerra Mundial.
El Armia Krajowa (Ejército Territorial), brazo armado del gobierno polaco en el exilio en Londres, se levantó en Varsovia un 1 de agosto de 1944 y resistió hasta un 2 de octubre del mismo año. El objetivo era expulsar a los alemanes -que ocupaban el país hace cinco años- y también plantar cara a la Unión Soviética, cuyo Ejército Rojo estaba en las puertas de la ciudad, en medio de una histórica rivalidad ruso-polaca.
Fue la mayor insurrección civil contra los nazis en toda la guerra. Los polacos pagaron cara su osadía: La rebelión terminó con 250 mil muertos y con Varsovia destruida en un 85%. Miles de civiles fueron trasladados a campos de concentración. Unos pocos sobrevivientes de esta carnicería emigraron a Argentina, entre otros países, en la posguerra. Los que se quedaron se resignaron a una dictadura comunista que duraría cuarenta años.
En la rebelión murieron también murieron tres hermanos, jovencísimos, primos del abuelo de la autora: Antoni, Barbara y Wojciech.
Hasta el 2000, Ana Wajszczuk ignoraba gran parte de su historia familiar. Su vida eran sus estudios de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, sus poemas, el carrete, el amor. Como la mayoría de los sobrevivientes de una guerra, su abuelo hablaba poco de la Segunda Guerra.
Todo cambió cuando ese año la contactó Waldemar, un primo de su abuelo. Waldemar vivía en Estados Unidos y estaba armando un árbol genealógico de su familia. Ahí supo que «tres primos de mi abuelo habían peleado y muerto durante esa gesta».
«Para la misma época mi hermana, después de viajar a Polonia, compró Varsovia, 1944, de (el historiador británico) Norman Davies, que por alguna razón quedó en mi casa pero no lo leí hasta 2014″. Ese mismo año, cuando se cumplieron 70 años del levantamiento, escribió un artículo al respecto para el diario argentino La Nación y entrevistó a varios sobrevivientes en Argentina, aunque su historia familiar quedó afuera de la nota.
Hasta este libro, de enorme éxito: ya va por su cuarta edición.
«Creo que el libro tocó una fibra común a casi todos los argentinos y muchos latinoamericanos en general: muchos venimos de esas historias de guerra, hambre y muerte que sucedieron en Europa durante el siglo XX, la Segunda Guerra, la Guerra Civil Española, las persecuciones en Rusia… Me escriben muchos lectores emocionados, con muchos recuerdos de sus propias historias familiares aunque no vengan específicamente de Polonia».
Incluso le han escrito muchas personas de la colectividad judía, aunque el libro habla en su mayor parte de un Levantamiento donde muy pocos judíos pudieron participar, porque para 1944 ya casi habían sido exterminados por los nazis en su totalidad.
«Me parece también que el viaje a los orígenes es un tema universal, mas allá de mi historia particular: todos somos hijos, todos queremos investigar, en algún momento, de dónde, de qué historias venimos».
La autora explica que el Levantamiento de Varsovia no es muy conocido fuera de Polonia, y tiene sus razones.
«Por un lado porque hasta 1990, bajo el régimen comunista, no estaba bien visto -y fue perseguido, muy cruelmente sobre todo hasta la muerte de Stalin- hablar de ese movimiento que fue esencialmente nacionalista y pro democrático. Y muchos ex insurgentes recién ahí se animaron a hablar o a escribir sus memorias», dice.
Por otro lado, agrega, el papel de las potencias aliadas, especialmente Estados Unidos, pero también Gran Bretaña, «fue casi de una traición ante un país que había combatido a la par de ellos». Porque mientras Varsovia luchaba con pistolas y ametralladoras contra tanques y aviones, Occidente miraba impasible.
La ayuda fue prácticamente inexistente. El libro cuenta que en medio del asedio, los ingleses lanzaron algunos pocos pertrechos en forma de armas, y los soviéticos algo de pan duro. Pero en general, la capital polaca quedó abandonada a su suerte.
«La partición de Polonia se ‘arregló’ con Stalin un año antes del Levantamiento, en la conferencia de Teherán. Creo que por eso tampoco ocupa mucho espacio en los anales de la Segunda Guerra desde el punto de vista occidental».
Para escribir este libro, la autora viajó junto a padre, que ofició de traductor, a Varsovia en 2015. Y gracias a la ayuda de su tío Waldemar («mi Sherlock Holmes privado») tuvo la posibilidad de conocer «a muchas personas relacionadas con mi familia y con el Levantamiento, además de entrevistar a gente del Museo del Levantamiento, ex insurgentes, familiares, periodistas, sociologos, cineastas que habían tratado el tema…».
«Fue un viaje increíble. Me afectó de muchas maneras: por un lado, fue una manera de ‘reconciliarme’ con la historia de mis abuelos -ya fallecidos-, de entenderlos, de crear un lazo con ellos que no se había construido durante mi infancia».
«Por otro lado fue entender que de alguna manera este libro cerraba la puerta de mi juventud a la vez que abría a mi padre la puerta ya cerrada de su infancia: él volvió a hablar el idioma, viajó conmigo, investigó su historia, recordó a sus padres, las comidas que le preparaban… No nació en Polonia sino en Inglaterra después de la guerra, y llegó a la Argentina con menos de dos años, pero su primera infancia de alguna manera fue un pedazo de Polonia implantado en la Argentina», cuenta.
A ese lugar -la infancia- es donde él volvió con este viaje. Un viaje que ayudó a Ana a «entender un poco la historia de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial, que es una tragedia y que aún hoy se sigue debatiendo».
Lo controvertido -y presente- de este pasado se ve, por ejemplo, en ese familiar que expresamente se negó a hablar con la autora para este libro.
«Creo que en este caso particular, esa persona que no quería hablar conmigo me veía como una extraña, a pesar de compartir el apellido. No le parecía bien que yo me fuese a ‘meter’ con una historia que yo no había vivido y que durante muchos años fue tan peligroso para los polacos defender».
«Me dijo ‘dejá a los chicos (sus tíos muertos durante el Levantamiento) en paz’. Eso es lo que me manifestó, aunque sus reparos -y su enojo para conmigo- de todas maneras nunca me quedaron claros».
Una forma en que Ana se explica esta reticencia es así:
«Cuando leí Patria, el libro de Fernando Aramburu, también una saga familiar, pero ubicada en el País Vasco durante la época de ETA, leí algo que me resonó: uno de los protagonistas va a un encuentro de familiares de víctimas de ETA y piensa que mientras los escritores publican libros y ganan premios con historias trágicas como la suya, él se queda con el peso de la tragedia encima. Tal vez hay algo de eso».
El libro mezcla relatos en primera persona, testimonio de sobrevivientes en Polonia y Argentina -donde la comunidad polaca es enorme, la tercera más importante después de la italiana y la española- poemas, cartas y reflexiones personales.
«(Barbara) no está sola/yace enterrada con una amiga/que murió junto a ella/quién sabe si realmente serían amigas/o si solo murieron tomadas de la mano por pura desesperación», por ejemplo, es uno de los versos que se lee en este libro.
«La decisión de emplear varias estrategias -y combinar el periodismo y la poesía, de donde vengo- fue un poco intuitivo y un poco dado por el oficio: estoy acostumbrada a leer mucho, investigar mucho para una nota, pero también sabía que me estaba metiendo con un tema -el pasado- que es de por sí imposible de atrapar, es una ficción que vive en el presente, que cambia, que se mueve a medida que lo invocamos», dice.
«Había 70 años, un idioma y una cultura que me separaban del Levantamiento y lo que se vivió allí, e incorporar poemas, cartas, mails, fotos, noticias de diarios, todo con las estrategias de una novela pero para contar una no ficción era una manera de acercarme a él desde distintos costados, de rondar ese agujero negro, ese ‘pasado que no pasa nunca’, como invoca Javier Cercas a Faulkner en sus últimas novelas».
«‘El pasado no pasa nunca’. Es una frase, como ya nombré, de Faulkner que retoma Javier Cercas en su libro El impostor (sobre un supuesto ex priosionero español de Buchenwald que no era tal). Es una frase que me rondó durante todo este trabajo».
«Yo creo en esa idea: el pasado no pasa, lo llevamos con nosotros, en la sangre, en lo que heredamos culturalmente pero también de nuestra familia, nuestra historia. No creo en su determinismo pero sí en su influencia. En el caso de Chicos de Varsovia, ese pasado que mi familia no me había contado, creo que operaba en mí, lo supiera yo o no. Siempre es mejor saber, sin duda».