De cierta forma, en el cuento que le da el título al libro, está también cierta clave de lectura de lo que es “Retrovisor”: Un montón de objetos, y tras de ellos, muchos recuerdos, una memoria transformada en souvenir.
“Si no esperas nada de nadie, nunca estarás decepcionado”, Sylvia Plath.
Avanzar para atrás, avanzar para adelante. La literatura de Mónica Drouilly (Santiago, 1980) desplegada e inaugurada en su primer libro, ““Retrovisor” (Libros de mentira, 2017), es un compendio de fragmentos que revelan latencias, fisuras, elipsis y secretos.
No tan solo qué se dice, sino cómo se dice. La forma y no tan solo el fondo. Hay en Drouilly una propuesta de exploración, algo que se esconde tras las palabras. Por ejemplo, en el cuento “Antónimos” nunca se revela lo ocurrido a Miguel, pese a que se quedó “un tiempo” en casa de la protagonista y ambos construyeron una cierta complicidad cotidiana, una amistad hermosa “como un abismo”. Esto deriva en cierta obsesión, la curiosidad del cómo y el porqué:
“Mis experimentos no contestaban las preguntas sobre la naturaleza mecánica de la fractura que había sufrido Miguel. Tenía el efecto contrario, cada vez acumulaba más dudas. ¿Qué hay que hacer para que te rompan la cara de ese modo? Lo que le había pasado a Miguel no era un accidente cualquiera, no lo había atropellado un ciclista o se había caído por culpa de una raíz muy crecida. Había un secreto detrás de su lesión y no quería incluirme en él. ¿Qué se siente con un golpe así? ¿Se entumece la cara? ¿Es un dolor agudo? ¿Es intermitente? ¿Hasta cuándo duele? ¿De cuántas maneras? ¿Duele al golpear? ¿Duele la mano, los nudillos, la muñeca? ¿Duele el codo? La mandíbula es dura” (pág. 37).
Una narración en fragmentos, que obliga a los intersticios, a los supuestos y las inferencias, que prescinde de la linealidad, necesariamente implica un lector activo, presente, que vaya descubriendo de a poco. Puesto que cada fragmento no está designado al azar, hay una coherencia, una unidad de sentido, de análisis. Los fragmentos, y aquí se valora el trabajo preescritural tal como reconoce la autora, se van trenzando unos a otros, para armar una globalidad, una estructura discontinua.
“Ganó un caso, vendió el Peugeot, perdió el juicio, tomó su impermeable negro de hombreras anchas y se fue a Moscú. Mi madre. 1994. Dejándonos a mi hermana y a mí solas con mi padre. Sin auto. En pleno invierno”. (pág. 103).
De cierta forma, en el cuento que le da el título al libro, está también cierta clave de lectura de lo que es “Retrovisor”: Un montón de objetos, y tras de ellos, muchos recuerdos, una memoria transformada en souvenir. Literalmente. En este caso, un gatito de fieltro gris y blanco que es la excusa para reconstruir la historia de un término, de un desencanto, la de un hombre que regaló una figurita que tenía sentido y la de la mujer que, de un momento a otro, entendió que ya no importaba. La evanescencia. La inutilidad. Un gatito “sonriente y cabezón” que se llama Mao, pero que dejó de llamarse así en el momento en que la mujer lo tiró a la basura en una bolsa de Jumbo “junto a doce sopas de espárragos vencidas y dieciséis corbatas en distintos tonos azules”, y lo encontró un conserje del edificio. Pero todo parte con ese mismo gatito de fieltro sobre una montaña de peluches, que es una animita en la carretera, la Autopista del Sol, tiempo después, donde “no hay nubes, no hace calor y es primavera”.
“Piensa que durante el último tiempo ha desarrollado un tipo particular de mal de Diógenes que consiste en coleccionar objetos de gente que ya no existe, y que su casa parece una animita de libros y cómics y juguetes antiguos en memoria de lo que han dejado de ser. Una animita hecha por nosotros mismos para nosotros mismos, piensa o tal vez dice en voz alta y sigue con su limpieza” (pág. 16).
Hay mucho de cotidiano en la prosa de Mónica Drouilly. Peluches, tortas de cumpleaños, invitaciones, un cartel de “Se busca” pegado en un poste de luz, un curso de Arte Oriental, piezas chicas, conversaciones nocturnas. Pero también hay pequeños discursos, microejercicios políticos como cuando en el cuento “Mujer con torta de mil hojas”, la protagonista excusa las fallas narrativas de los Thundercats, comparándolas con “los problemas de continuidad que tiene la Biblia”; o en “Retrovisor”, cuando la mujer decide botar el gatito de fieltro, decide no hacerlo junto a “cuatro botellas de cerveza belga”, para evitar ensuciar más, puesto que “una cosa es ser consumista, otra muy distinta es ser desconsiderada”. O bien, en el cuento “Cosmogonía invernal aún en tránsito”, el valor del automóvil para el padre, vendido para financiar el viaje de la madre a Rusia, como símbolo falocéntrico, como “proyección material de la masculinidad”.
“Retrovisor” tiene de eso y mucho más. Por ejemplo, personajes perdidos, frágiles, incómodos, demasiado imperfectos, que no se encuentran o que se encuentran pero que no llegan a conocerse realmente, donde la empatía muchas veces queda suspendida, limitada o cercenada. Personajes sometidos a la rutina, el tedio, el consumo y la hipocresía, como dogma de las relaciones interpersonales. ¿Acaso la madre del cumpleañero de “Mujer con torta de mil hojas” desea realmente invitar a los amiguitos del colegio? ¿Acaso Ana de “Domésticos” desea realmente recuperar a Samy, su perro perdido? Personajes a la espera de algo, necesitando algo original, indispensable (¿un dolor exquisito?, ¿un viaje?), que no alcanza a mostrarse del todo.
“Pienso en ese momento que yo aún no llego a ser. Que no he encontrado mi rostro, uno hecho por mí misma. Que llevo una cara que me dieron, la primera que encontré” (pág. 74).
“Si Ana hubiera conocido a Lucas, detectaría en él un aire de fragilidad, de vulnerabilidad estructural. Una persona capaz de desvanecerse con una brisa leve, como el recuerdo de los sueños poco después de despertar” (pág. 66).
“Si Lucas hubiera conocido a Ana, pensaría que a ella no le importa tanto que la quieran como que la comprendan. No podría verla con claridad: como si la hubiesen escrito con tiza sobre una muralla hace mucho y solo quedase un trazo demasiado tenue que habría que mirar con atención, muy a pesar suyo” (pág. 68).
En definitiva, saludables son escrituras como la de Mónica Drouilly que proponen una forma distinta de relatar, que instigan zigzagueos y cierto caos, que utilizan operaciones casi quirúrgicas en los pliegues temporales de una historia con el afán de precipitar a un lector al compromiso, a la tarea siempre democrática de encontrar sus propias respuestas. Es de esperarse que la autora prosiga en ese camino propio, íntimo, diferente.
Por Francisco Marín Naritelli