Se ha dicho que «Lo que el dinero sí puede comprar» de Carlos Peña, es una especie de respuesta al libro del filósofo estadounidense Michael Sandel “Lo que el dinero no puede comprar”, en el cual este establece ciertos criterios éticos para delimitar la naturaleza de los bienes que pueden intercambiarse en el mercado.
Un completo y muy bien documentado examen del mercado, el dinero y el consumismo es lo que ofrece el último libro del profesor Carlos Peña, “Lo que el dinero sí puede comprar” (Taurus Ediciones, Santiago de Chile, 2017; 285 páginas), que ya va en su cuarta edición, en el que expone y polemiza con varias teorías y planteamientos económicos, sociológicos, políticos y filosóficos. Se ha dicho que esta obra es una especie de respuesta al libro del filósofo estadounidense Michael Sandel “Lo que el dinero no puede comprar”, en el cual este establece ciertos criterios éticos para delimitar la naturaleza de los bienes que pueden intercambiarse en el mercado. Efectivamente, una parte importante del libro está dedicada a discutir esas ideas, pero en verdad el trabajo de Peña es mucho más amplio que una mera polémica o refutación de ese planteamiento; es un verdadero panorama de la evolución y situación actual de las principales ideas y teorías que explican esos fenómenos, al menos desde el siglo XVIII hasta nuestros días, con pertinentes e ilustrativos racontos enfocados en el legado aristotélico o dirigidos al pensamiento clásico.
Es importante e interesante la polémica intelectual sobre ideas económicas, sociológicas, incluso sobre los ineludibles alcances filosóficos que ellas denotan y transmiten, y en este sentido hay que decir que el trabajo del autor roza lo notable; su dominio de las ideas, su manejo de autores, su capacidad para transitar con soltura de una visión de las cosas a otra, de relacionar puntos de vista de épocas diversas, de entregar ejemplos ilustrativos, de arrancar consecuencias de ciertos postulados, en fin; todo el empeño y capacidad intelectual que Peña ha empleado en este trabajo son dignos de ser resaltados. Sobre todo en un país como el nuestro, que no se caracteriza por la abundancia de planteamientos de este tipo ni menos por la discusión de esta clase de asuntos con semejante nivel de información, bien seleccionada y procesaba. Por ahí se ha dicho que el volumen de información y la enorme cantidad de citas de autores y obras presentes en el libro tienden a dificultar la lectura, a hacer abstrusa y trabajosa la comprensión del texto; es una visión que pudiese ser plausible, pero en todo caso esa peculiaridad del texto habla bien del autor.
Igual hay que decir que, en general, la prosa se despliega fluida, se nota un esfuerzo por presentar los argumentos con nitidez y mostrar de manera didáctica su encadenamiento y sus consecuencias. Lo anterior, en cualquier caso, no obsta a que el texto, por momentos, en ciertos pasajes, desprenda una cierta solemne aura profesoral, lo que de ninguna manera es un demérito, sino simplemente una característica que distingue al autor y su obra. Es reconocible, con todo, un genuino intento por conseguir esa añorada claridad que tanto celebraba el gran filósofo José Ortega y Gasset, a la cual identificaba como “la cortesía del filósofo”, lo cual sin duda se agradece.
En alguna parte del texto el autor recuerda unas palabras del presidente Patricio Aylwin contra los malls y contra el consumismo. Puede que sean pertinentes en el contexto de este ensayo, pero lo son mucho más aquellas con las cuales el ex Mandatario fijó su posición frente al mercado, cuando afirmó derechamente que “… el mercado es cruel”. Esta afirmación, mucho más que la citada por Peña, envuelve un nítido juicio moral y una aproximación humana sensible frente al fenómeno del mercado y de la exclusión que normalmente acarrea para amplios sectores de la sociedad, cuando se lo deja entregado sin más a su propia lógica. En buenas cuentas ese es el problema, en el fondo. De hecho el dinero podría comprarlo todo, pero la cuestión no radica ahí; lo que hay que analizar y dilucidar es precisamente un asunto de orden moral, no económico ni sociológico, pues atañe a si la sociedad va a consentir en adherir a unos valores compartidos y si considerará que vale la pena bregar por la consecución de un bien común, que por cierto no es contradictorio con perseguir el interés individual, pues son esas consideraciones las que determinarán si, desde el punto de vista de la integración social, es lícito que todos los bienes posibles queden entregados a la lógica del intercambio dinerario.
Por otro lado, la cuestión envuelta en el consumismo, tema al que Peña también dirige sus cavilaciones, parece ser sensiblemente distinta; no dice relación directa con el alcance que tenga el dinero en cuanto a su potencialidad para intercambiar bienes, sino que más bien alude a una cierta obsesión de tipo cuántico en relación con el despliegue de conductas de compra. Así, el consumismo viene a ser un fenómeno de alto interés para la psicología, por cuanto en muchos casos revela la manera como se expresa la externalidad de ciertas pulsiones, la inclinación a veces compulsiva y obsesiva hacia ciertos objetos, y el desplazamiento como mecanismo de sustitución y gratificación de insatisfacciones, frustraciones, anhelos, vacío.
El texto deja planteada la gran interrogante acerca de si es o no pertinente introducir límites o consideraciones de carácter moral en el desenvolvimiento del mercado, en el contexto de la modernidad y del capitalismo avanzado. Cabe, por cierto, examinar y cuestionar los alcances morales del mercado, por varias razones. Desde luego, todo lo humano admite una consideración de orden moral; otra cosa sería concebir ciertos fenómenos propios de la humanidad, sea de la persona o de la vida en sociedad, como meros artilugios o constructos transidos de maquinismo, de automatismo. Allí donde hay libertad y autonomía siempre resultará pertinente y hasta deseable la introducción de una clave moral.
Ello cobra más sentido cuando la racionalización técnico-económica propia del intercambio mercantil se extiende e invade todos los intersticios (palabra repetida en el libro casi hasta el umbral de la saturación) de la vida individual y colectica, cuando su lógica abrumadora y su instrumento por antonomasia, el dinero, condicionan de manera totalizante y exhaustiva la vida en sociedad, porque en ese escenario es muy previsible que se produzca una distorsión en el gobierno de sí y el ejercicio mismo de la autonomía. La tensión existente entre los impulsos individuales propios de la autonomía, condición que por cierto importa un avance civilizatorio relevante, y los anhelos de comunidad, de vínculos personales y grupales reales, de proyectos que trasciendan el puro afán individualista y tengan impacto y externalidades en grupos, sectores y colectivos, suele inclinarse en favor de los intereses privados, de particularismos y del individualismo. Se resiente de este modo la mínima inclinación hacia la solidaridad y el interés por los asuntos comunes, realidad que lamentablemente se observa en nuestro país cotidianamente. Absolutizar el mercado y concebirlo no solo como mecanismo de libre concurrencia, de intercambio y de asignación de recursos, sino también como instrumento de estratificación social, de categorización de estatus, de distribución de posiciones en el escenario colectivo, incluso de legitimación de la autonomía, ha significado en la práctica el establecimiento de una sociedad altamente insolidaria, que solo parece complacerse con el comportamiento y evolución de determinados indicadores macro, sin atender a lo que acontece en el nivel existencial de las personas que cada día tienen que literalmente luchar por la sobrevivencia. Así, la exaltación del mercado de la manera y con el énfasis que se ha practicado en Chile, por mucho que se celebre la incorporación de segmentos importantes de la población a algunos, no todos, de los beneficios derivados del progreso, también ha dejado un indisimulable lastre de marginalidad, de desencanto con la propia existencia, de desafección, de frustración, en muchos casos de envidia, y de angustia y depresión por la extraordinaria crudeza e insensibilidad de este esquema. Ello tiene como efecto arrastrar a las personas a concentrarse en sí mismas y en sus grupos más próximos, básicamente la familia, desentendiéndose del desenvolvimiento más amplio de la sociedad; así se van disolviendo los grupos de referencia y debilitando los lazos humanos que justifican que se hable de comunidad.
No es de ninguna manera baladí la aproximación que se adopte para comprender la lógica del intercambio, del mecanismo del mercado, de la propia mercancía, y del papel que en esta arquitectura juega el dinero. Siempre podrá inferirse desde esas interpretaciones una determinada antropología y, a partir de esta, extraer y afirmar una cierta toma de partido de orden moral. Lo que se ha presenciado en Chile es prácticamente un caso de laboratorio, que sin duda ha tenido méritos y logros significativos en el plano de la promoción e integración social, pero también ha esparcido una incómoda estela de insatisfacción y ha debilitado los vínculos de sectores no desdeñables con el devenir de la sociedad. A este propósito, es pertinente recordar que el mismo Rousseau, ampliamente citado por el autor del libro, decía que en la sociedad humana nacida del contrato no debían haber hombres tan pobres que se vieran obligados a venderse, ni personas tan ricas que pudieran comprarlos. Es como una alerta prematura acerca del potencial de desigualdad ínsito en el dinamismo sin límites del intercambio. Lo que siempre aparece como más razonable y se recomienda, es avanzar hacia un equilibrio, hacia alguna fórmula racionalización e integración social que signifique huir de los extremos, pues ellos históricamente han demostrado su incapacidad para satisfacer los anhelos de la humanidad.
Es así como, una antropología desacoplada, desafectada, desligada de una concepción del hombre que considere distinciones seguras y constantes que permitan comprenderlo, y que no sólo lo conciba como un ser cuyos atributos esenciales van surgiendo y agregándose al calor del decurso que describan históricamente las fuerzas económico productivas de la sociedad, a la larga resultará frágil e insuficiente para establecer un humanismo en el que pueda fundarse una sociedad y una convivencia integradas. En este sentido, es al menos discutible lo afirmado por el autor del libro, en el sentido que “La libertad no es una condición natural de los seres humanos, sino el resultado de una cierta formación social que al objetivar en relaciones abstractas la vida, la hace posible”. Tal planteamiento, al parecer, descansa en una imagen o visión del hombre tributaria en sus aspectos esenciales del devenir histórico, y muy especialmente del estado por el que atraviesen realidades como la producción, el mercado, el dinero y todo el substrato ideológico asociado con la lógica del intercambio. En el marco de esta mirada, más allá de lo que el dispositivo mercantil y el dinero puedan o no transar, más allá de que quepa hacer consideraciones morales respecto de los alcances del dinero en la economía de los intercambios, lejos incluso de si procede o es lícito desplegar un juicio moral en torno de la relación del hombre con los bienes disponibles, lo que se advierte es una concepción irreductiblemente materialista, que arriesga debilitar o condicionar la posibilidad de una naturaleza humana con rasgos de identidad claros y distintamente asentados.
El bien común de la sociedad y el anhelo de felicidad individual (y grupal), los impulsos hacia la integración social y las exigencias de la autonomía, pueden coexistir y desenvolverse en el plano histórico, pero es necesario no abandonar la perspectiva que deviene de la racionalización moral de las cosas humanas, y no meramente instrumental o técnica, a través de cuya óptica se asoman inevitablemente en la consideración del hombre la libertad, la autonomía, la dignidad y la sensibilidad.
Gustavo Adolfo Cárdenas Ortega. Comunicador Social. Abogado