Los personajes de este libro constantemente venden humo. Venden humo y comen, desaforados, comida chatarra. Venden humo y jotean, apelando a frases copiadas de boleros, de Wikipedia.
“Las cosas se fragmentan; el centro no sujeta; / La pura anarquía recorre el mundo”,
W. B. Yeats.
Con epígrafe de Fernanda Trías, “Se vende humo” (Editorial Narrativa Punto Aparte, 2017) es el primer libro de Joaquín Escobar (Santiago, 1986) y consta de doce cuentos de variada extensión, cuyo alcance se nos vuelve algo resbaladizo, sin un rumbo fijo, claro y estable.
Las historias que se tejen en menos de 200 páginas son tan improbables como impredecibles. Historias que, en el fondo, se relacionan entre sí, como si fueran parte de una historia mayor. Un profesor, apático y desinteresado, que roba libros a sus amantes ocasionales por cábala y que platica de fútbol y filosofía a una clase también apática y desinteresada. Unos seudos revolucionarios, críticos de una izquierda “fogatera”, que, con la excusa de realizar un acto de rebeldía, asesinan, descuartizan y hacen explotar en la puerta de un banco a un millonario (un ficticio Errázuriz-Schultz). Dos ladrones de camisetas de fútbol, gemelos y abandonados al nacer, que traman un sangriento plan para hacerse con la polera que usó el escritor Manuel Rojas en un partido legendario. Un trabajador de call center que se embeleza de una poco convencional mujer, de nombre Darinka, quien le relata una alucinante aventura en medio de la selva. Un ajusticiamiento, elaborado hasta los últimos detalles, con adelgazamiento extremo, con disfraz incluido, todo contra un árbitro injusto. Un tipo obsesionado con el pololo de su examante y a quien se lo encuentra repetidamente en la ciudad, y en un parque de entretenciones, finalmente, en una mixtura de realidad y fantasía. Y más cuentos y más etcéteras, donde los protagonistas, muchas veces escritores, lectores o estudiantes, parecieran ser el mismo personaje, Pratto, un “anagrama de escritor”, un alter ego, siguiendo el modelo bukowskiano.
Hay aquí un ejercicio de simulacro variopinto. Hay referencias políticas (Marx, Engels, el Che, Mao o Pepe Mujica), literarias (Teillier, Galeano, Aira, Murakami, Cortázar, Piglia o Auster), filosóficas (Benjamin, Sartre, Barthes, Foucault o Judith Butler), hasta deportivas (Alexis Sánchez), musicales (Rolling Stones, Creedence, Los Jaivas, Silvio Rodríguez, Buddy Richard, Cerati, Shakira o Chichí Peralta) y misceláneas (Chavo del Ocho, Sábados Gigantes, Jappening con ja, Los Simpsons, películas como “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, “Amelie” o “Beetlejuice”) dispuestas en la narración, como si detrás de cada acción o diálogo hubiera una excusa intelectualoide para justificar (se), como la aparatosa defensa de una razón perdida, entre sexo y balas, y más sexo y balas. Pero los personajes constantemente venden humo. Venden humo y comen, desaforados, comida chatarra. Venden humo y jotean, apelando a frases copiadas de boleros, de Wikipedia. Venden humo y escuchan a Salvatore Adamo. Venden humo y entran en parajes imposibles, fantásticos. Venden humo y viven (o imaginan o sobreviven) en un país distópico donde se prohíbe el libro y cualquier acto de lectura es considerado como sabotaje y resistencia. Muchos de ellos inflan el pecho, apertrechados de verdades, con un sofisticado y envidiable orgullo, levantando estandartes plausibles e insoslayables, pero al poco rato, develan sus reales (y espurias) intenciones, transformando las verdades en farsa, ese pretendido orgullo en supina hipocresía, y los ennoblecidos estandartes en meros panfletos. Apelando al uso coloquial de la oración, Escobar nos demuestra que nada es tan grave ni nada es tan novedoso. Así es la posmodernidad.
“-¿Cuándo estás de cumpleaños?
-El cinco de mayo.
-El mismo día que Carlos Marx.
-Exactamente, el mismo día que Carlitos Marx.
-¿Y qué harás? ¿Alguna celebración?
-Sí, compraré máscaras con caras de Benjamin, Althusser y Engels: tiraré algo más que la casa por la ventana” (Cuento “Se vende humo”, pág, 9).
“-El docente siempre le miraba las tetas a Marcela mientras hacía clases. Muchas veces estuvo tentado de preguntarle si las tenía operadas, pero siempre optaba por seguir hablando del latero de Barthes. Durante las noches se masturbaba pensando en los senos de la estudiante y ahora la tenía ahí, de rodillas, bajándole el cierre. La chica introdujo el miembro blando en su boca. Lo acarició con la lengua lentamente para que se erigiera, pero no lo consiguió. El docente estaba pensado en cómo empezar la clase. Luego de un rato, la Marce se sacó el aparato de la boca, se miró al espejo, acomodó sus tetas y salió sin mirar atrás” (Cuento “A la uruguaya”, pág. 42).
“Rosario y Florencia llegaron vestidas de escolares. Traían en sus mochilas un neceser donde guardaban maquillaje, dildos y vaselina. No saludaron a Tomasi. Lo tendieron en la cama y se fueron directo a sus labios. Luego de desnudarlo, pudieron comprobar que su miembro permanecía inmóvil, estático. Las pendejas le hicieron de todo, incluso lo mearon, pero su miembro seguía paralítico. Optaron por conversar y fumar marihuana. Tomasi contó algunas historias que vivió en la clandestinidad y las peloláis lo escucharon con incredulidad, como si todo lo que relataba se lo estuviese inventando. Para darle otra oportunidad al glande del comunista, Florencia comenzó a lengüetearle el clítoris a Rosario y, lejos de dejar pasar otro vagón del polvo, el miembro de Tomasi se levantó. Cuando se arrimó para penetrarlas con una sonrisa en los labios, Rosario le pidió que eyaculara afuera porque no estaba tomando la pastilla” (Cuento “La 3 de Manuel Rojas”, pág. 64-65).
No hay un ánimo de denuncia. Aunque el autor se las ingenia, dentro del marco de la ficción, para trazar líneas críticas y contingentes. Cómo no, si los personajes deben lidiar con una vida descreída, muchas veces apática, en medio del descrédito de las instituciones, de lo chic y lo snob, todo ese neoliberalismo devenido en naturaleza y transparencia. Hay una desacato, claro está. Más bien, un desencanto. Rabia. Mucha rabia. Una necesidad fragorosa y febril, que se vuelve muchas veces tediosa e insistente, quizá porque muchos de esos signos explotan por todas partes, resonando estridentes, pero vacuos y sin sentido.
“-Parece que los escritores no bailan –me dijo, riéndose.
-No soy escritor. Escritor era Bolaño. Yo soy un pobre huevón que intenta redactar cuentos sin tantos gerundios” (Cuento “Sé que viniste a mi casa con la intención de darme un beso y follarme, pero no lo voy a hacer, porque me bastaron dos piscolas para darme cuenta de que si lo hago te vas a enamorar”, pág. 87).
“Bajé a caminar por la madrugada santiaguina. En la plaza Ñuñoa estaba presentando un libro de poesía. El autor cerraba los ojos para recitar de memoria sus versos. Los asistentes miraban la escena serios, dándole una solemnidad absurda al momento. Estallé de la risa y todos dirigieron sus miradas hacia mí. ‘Respeta el arte, bestia-animal‘, me gritaron. ‘Chupen la que cuelga, giles culiaos’, les devolví. Nunca he entendido esa estupidez de sacralizar la obra literaria” (Cuento “Un laberinto sin coincidencias”, pág. 110).
“Volvimos caminando a El Tabito. En la micro dejamos olvidado el libro de Coetzee. Al abrir la puerta de la cabaña, fuimos poseídos por un fétido olor a encierro y transpiración. Mientras preparábamos unos huevos con tomate, irrumpieron ruidosamente las amistades: Kruchosky al baño, el Nomo jugando con unos dados, Roco prendiendo un cigarro, Melina y Barca jalando sobre mi libro de Carver” (Cuento “El transformador”, pág. 128).
Joaquín Escobar acierta con aquel mundo inverosímil, hablando desde y por la literatura. Y no solo eso. La triada sería: literatura, fútbol y política. Porque allí se juega el encuentro entre lo sacro y lo profano, la cultura de libros y lo popular, lo decadente, lo grotesco. Falla, sin embargo, en la construcción de los personajes. Esto es, la ausencia de una trayectoria psicológica que los revele en su densidad, capaz de balancear los aciertos y desaciertos, los claroscuros, las múltiples caras que le permitan al lector empatizar, congeniar, entender. Bien podríamos justificar esto precisamente en el contexto de una sociedad de mercado, teñida de un neobarroco exasperante, que engendra sujetos sin profundidad ni carácter, absurdamente contradictorios, ¿pero no es acaso tarea de la literatura, sin la exigencia de lo imposible de por medio, convocar al lector a reflexiones, introspecciones, incomodidades, que lo sacudan de su zona de confort?
En definitiva, “Se vende humo” es un libro sobre el exceso, la plétora nauseabunda, el triste espectáculo cotidiano, donde el saldo no es precisamente el encanto de las cosas, sino su opuesto, quizá, la maravilla del absurdo, del horror, de la soledad, del consumismo desenfrenado, de las bajezas y las obsesiones humanas. Para resumir: un libro posmoderno, sobre historias posmodernas, en un realidad posmoderna.