El autor de este libro es un hombre complejo, sensible, delicado, sorprendente, apasionado, obsesivo, atosigante; a veces oscuro, por momentos pleno de lucidez. Continuando con el repaso y examen de su vida que iniciara en su anterior Memorias para Cecilia (Lumen, 2016), Armando Uribe ofrece ahora Vida viuda (Lumen, Santiago 2018; 339 páginas), obra que incursiona con originalidad en temas de persistente y necesaria actualidad. Su lectura es como estar con él en su escritorio escuchándolo contar su vida, o las muchas historias, situaciones, anécdotas, vivencias que han ido jalonando su existencia, criticada por él mismo, y también explicando su pensamiento, sus ideas sobre una multiplicidad de asuntos, sus posiciones sobre el pasado y sobre el presente, sus visiones críticas ya inveteradas acerca de Chile, de la realidad nacional, de sus decepcionantes protagonistas, de la claudicación general tácita a un cierto modelo de convivencia que no es sólo económico, sino vital.
Esta obra tiene mucho de entrañable (palabra que su autor, desde luego, deplora), es el relato de una parte de su vida que está muy lejos de exhibir éxitos en el sentido a que los chilenos de hoy están acostumbrados, pero que sin embargo, muestra una trayectoria personal de alto interés, infrecuente podría decirse, con vivencias intensas, con intervención relevante en la vida pública, estadías circunstanciales y obligadas en países extranjeros; con una visión del mundo bien afincada en alguna raigambre cultural precisa, desusada en estos tiempos de globalización, con un aprecio olvidado o extinguido en nuestra tierra por el sentido profundo de la vida en común, del valor de la historia y del destino trascendente a que está llamada esa entidad histórica que es la nación.
La obra refiere la vida del autor desde su regreso a Chile desde el exilio, a fines de la década de 1980, hasta el tiempo reciente. Expone su posición, clara, crítica, enérgica, exenta de ambigüedades, sobre el discurrir de nuestra vida colectiva desde el retorno a la democracia en 1990, mostrando no sólo su visión crítica de lo sucedido estos años, como podría hacerlo cualquiera de quienes hoy exhiben un marbete de cientista político, que en los últimos años han proliferado de manera tenuemente sospechosa sobrepoblando los medios de comunicación, sino una auténtica desazón vital por el quiebre profundo de una cierta continuidad histórica, de una identidad colectiva, sobre todo en el plano cultural, que estos años de optimismo a veces estridente no han conseguido restablecer.
Uribe, en este orden de cosas, observa, disecciona, explicita e incluso denuncia un acomodo, una complacencia, una especie de adocenamiento de las actuales elites políticas, culturales y económicas con los criterios más significativos que determinan el diseño de la economía. O sea, una cierta claudicación de toda la vida nacional, con su expresiva diversidad y vitalidad, a las directrices económicas dominantes. Y no se crea que con este planteamiento el autor sólo hace una crítica a los sectores derecha, conservadores o liberales, que por cierto también puede advertirse en el texto, sino que su reproche más profundo, incisivo y severo se dirige a los partidos políticos, y sobre todo a los dirigentes, con nombres y apellidos, de los gobiernos de la Concertación que asumió el control del Estado en 1990.
[cita tipo=»destaque»]En el marco del sentimiento de fatalidad que transmite el autor a lo largo de estas memorias, se advierte de manera persistente su sentido de la precariedad de la condición humana, de la inexorable defección de los empeños más sentidos del hombre, de la debilidad irredimible de las personas, de las trampas malévolas que gasta el inconsciente a los seres humanos, de la inconmensurable realidad del pecado y, finalmente, del hecho rotundo de la muerte. El autor dice haber vivido en compañía de la presencia de la muerte, la ha sentido cercana, agazapada, rapaz, maligna y mezquina; y sin embargo, la aguarda con serenidad, con madurez, con reflexiva esperanza, en un retiro que ya se prolonga por años y que defiende y mantiene con plena convicción.[/cita]
En general, su visión de la vida es sombría, pesimista, tributaria de un cierto fatalismo. Eso, según él mismo explica, es una apostura vital que ya se fue configurando en su niñez y que lo ha acompañado durante toda su vida adulta. Ello se acentúa cuando esa matriz pesimista se complementa con su visión del país desde el año 1990 en adelante, de una decepción que quizá, para algunos, puede parecer exagerada, inmotivada, llena de voluntarismo, pero que tiene un punto de interés y de sentido relevante, cuando se atiende a su idea de que el Chile de entre 1940 y 1970, aproximadamente, era en muchos respectos, una sociedad más estimulante, creativa, diversa, interesante y con sentido humano que el país actual. Hay no pocos testimonios de políticos, intelectuales, escritores, artistas, que apuntan en la misma dirección.
La obra muestra la constatación de una degradación de las clases dirigentes, que incluye a políticos, intelectuales, académicos, empresarios, líderes sociales, que en cierto modo ha tenido efectos duraderos en la declinación del talante de la vida colectiva y en las motivaciones de las personas. Habría que añadir, completando este panorama, el papel para nada estimulante que en este período han cumplido los medios de comunicación social, especialmente la televisión, dirigido más bien hacia la distracción respecto de los asuntos importantes, que al conocimiento de temas y problemas relevantes de la vida colectiva por parte de las audiencias.
El autor de este libro se presenta de una manera más o menos paradojal, en el sentido de que una de las vetas narrativas centrales de la obra es su nutrida labor como escritor, específicamente como poeta, y sin embargo es reiterativo en decir que tiene poca estimación por sus obras poéticas, a veces las refiere hasta con cierta displicencia, dice no acordarse de varias de ellas, como si careciesen por completo de valor. Declara no tener trazas de vanidad en lo que se refiere a su dimensión literaria, y en cambio abrigar alguna respecto de sus escritos en materias jurídicas y políticas. Sin embargo, los textos a que más se refiere en el libro, abrumadoramente, son los de carácter literario. Invade la sensación de que la literatura de su autoría hubiese sido opacada y quedado largamente rezagada respecto de la verdadera literatura, a la cual se refiere con gran competencia, versatilidad y vocación, aludiendo con soltura a autores y obras clásicas y contemporáneas, y de la cual, en muchos sentidos, declara ser absolutamente tributario. En este punto, no puede dejar de hacerse notar que es extraña la relación que el autor de este libro establece con su propia obra literaria, que por lo demás ha sido reconocida socialmente con premios y distinciones más que relevantes.
En el marco del sentimiento de fatalidad que transmite el autor a lo largo de estas memorias, se advierte de manera persistente su sentido de la precariedad de la condición humana, de la inexorable defección de los empeños más sentidos del hombre, de la debilidad irredimible de las personas, de las trampas malévolas que gasta el inconsciente a los seres humanos, de la inconmensurable realidad del pecado y, finalmente, del hecho rotundo de la muerte. El autor dice haber vivido en compañía de la presencia de la muerte, la ha sentido cercana, agazapada, rapaz, maligna y mezquina; y sin embargo, la aguarda con serenidad, con madurez, con reflexiva esperanza, en un retiro que ya se prolonga por años y que defiende y mantiene con plena convicción.
Es cierto que la subjetividad colorea la visión del mundo y de la propia vida que se van forjando las personas, lo que podría dar lugar a una interpretación enteramente arbitraria, caprichosa o antojadiza de la realidad. No obstante, el enfoque deslavado y desalentador que proyecta Uribe en estas páginas encuentra más de algún elemento objetivo, que permite asignarle alguna plausibilidad. Esto es especialmente ilustrativo cuando se refiere a las formas de sociabilidad del Chile de otras épocas, a las décadas anteriores a 1973, año que marca una auténtica cesura en el discurrir histórico de las dimensiones políticas, culturales, económicas y sociales de la sociedad chilena. La gente en Chile se relacionaba de otras maneras, se le asignaba más importancia a la educación, a la cultura, a la motivación y capacidad de tener una mirada reflexiva y crítica sobre el entorno.
Después de ese año comienza a incubarse lo que se ha denominado el “apagón cultural”, que -en la perspectiva de Uribe- todavía proyecta ampliamente su sombra adormecedora sobre la realidad nacional, con sólo muy contadas, distinguibles y dignas excepciones. Es interesante este juicio, porque a lo largo de estos años, como nunca antes en la historia del país, se han asignado ingentes recursos para promover y fomentar la cultura, o al menos lo que las estructuras estatales entienden por tal, y sin embargo los resultados son en verdad poco alentadores. Esto es un indicio de que los recursos financieros por sí solos no producen mágicamente los efectos que, muchas veces de manera voluntarista, se proponen las autoridades; que con más frecuencia de lo que se piensa, las trabas y obstáculos para avanzar hacia fases superiores de desarrollo radican en la forma de hacer las cosas, en las persistentes ineficiencias, en la aplicación de modelos o estructuras que no dan cuenta de la realidad social ni de sus auténticos requerimientos. En la crítica de Uribe se puede reconocer algo de esto, y por ello es preciso atenderla con seriedad y reflexionar honestamente sobre la materia.
Estas memorias dan cuenta de fragmentos de una vida dedicada a la literatura, a la diplomacia, al derecho, a la reflexión política. También de un entorno familiar que habla de las pautas de sociabilidad de un Chile mayormente desdibujado, ido, extraviado en medio de urgencias ya no culturales ni educacionales, sino llanamente económicas. Es, quizá, pertinente y aleccionador preguntarse si el afanoso empeño chileno de alcanzar el desarrollo integral en el horizonte vital de la generación vigente, como lo plantean desprevenidamente algunos dirigentes, podrá sustentarse y sostenerse sólo en el bienestar material, el consumismo, la vida buena en clave facilista, epidérmica, alcanzable a la vuelta de la esquina. Una interrogación que deja pensativo.
Gustavo Adolfo Cárdenas Ortega. Abogado. Comunicador Social