A mediados de los años cincuenta en EE.UU. se popularizó un espectáculo que es propio de una crónica anómala, que podríamos llamar el gran espectáculo del fin del mundo. El poder atómico trajo consigo una fascinación que maravilló a los seres humanos desde los primeros años del siglo xx, había algo en el brillo radiactivo que era hipnótico, una suerte de brillo condenatorio que lentamente se entendió el daño que provocaba. No solo la gran Marie Curie sufrió los efectos del polonio y el radio tras sus investigaciones, sino que incautos consumidores estadounidenses en los años veinte y treinta absorbían esos isótopos radiactivos a través de pasta de dientes, tratamientos de belleza e, incluso, en algunos comestibles como chocolates, cerveza o mantequilla. Esta fascinación moderna por el poder atómico se cristalizó en agua con el poder radioactivo para beber diariamente, pinturas fluorescentes para decorar relojes y con ello ver la hora en la oscuridad, ornamentos para prendas haciendo destacar a su portador del resto de las personas, también, era el radio el que iba a poder luchar contra el cáncer o la anemia.
El poder atómico se figuraba como ese componente divino propio del poder de esos dioses que guiaban las mentes crédulas —como probablemente habríamos sido nosotros mismos— de muchos de esos habitantes de las pujantes y condenatorias —entre otro sentido— ciudades estadounidenses. Esta «sociedad del consumo» —idea que nos tratan de convencer que solo es propia de la era neoliberal— atómico estaba preparando una de los espectáculos más inexplicables que se puedan recordar, sobre todo tras los efectos de las bombas atómicas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki. En Nevada las pruebas nucleares de los militares de EE.UU. eran parte del paisaje de una serie de pueblos que se veían iluminados por el brillo atómico, sin tener ninguna protección contra la radioactividad, víctimas colaterales, como también aquellos militares que eran expuesto a la radioactividad después de las explosiones para que se acostumbraran a sus efectos. Pero el tema de esta crónica anómala no radica en otra prueba más de que los gobiernos y los estados no tienen en el centro las preocupaciones de las mayorías, sino de que esas pruebas se transformaron en sí en grandes espectáculos.
Tenemos noticias de estas pruebas porque existen filmaciones sobre las mismas, en nuestra memoria —o por lo menos en la de algunos— se encuentra como la onda expansiva de estas explosiones destruían pueblos recreados en el desierto con sus propios habitantes maniquíes que salían despedidos por los aires o el solo hongo nuclear recortado en un páramo. El solo hecho de su filmación para el estudio militar —más de 10 mil películas—, suponía no sólo un equipo de filmación —vale la pena decir que tenían pocos o casi nulos medios de protección— sino que también el hecho de que esas imágenes se masificaran, tenía una lógica necesariamente de exponer el poder destructor de la gran potencia, aunque fuese en retrospectiva —como si fuese necesario después de las huellas mudas en las ciudades japonesas— debíamos ser espectadores de la capacidad de la destrucción del mundo.
Pero digamos que esta forma de espectáculo se mantiene en un régimen protegido de la sala de cine, televisión y, en la actualidad, de las plataformas digitales, lo que podríamos decir es la representación de una experiencia. Pero la fascinación atómica iba mucho más allá de su representación, su poder debía ser vivido —como planteábamos a propósito de los productos del consumo—, para ello se organizaban pequeños teatros al aire libre donde ver desde una supuesta protección distante el brillo atómico, ahí radicó el verdadero espectáculo del fin del mundo. En estructuras especialmente hechas en pleno desierto que tenían butacas acondicionadas por los espectadores, los que portando gafas polarizadas que los «protegían» del resplandor comían palomitas de maíz, hot dog y dulces, veían ante sus ojos el hongo radioactivo levantarse en el cielo de Nevada.
Junto a la «sociedad del consumo» pareciese devenir necesariamente la «sociedad del espectáculo», como forma de representación estética de la cotidianidad consumista, que, en este caso, incluso tenía consigo una competencia de belleza femenina: miss bomba atómica. Los hoteles de los alrededores habilitaban zonas para que sus pasajeros vieran el «espectáculo» que inevitablemente iban a experimentar tragando y absorbiendo el polvo radiactivo. La experimentación atómica se plegaba también entonces a las formas de la atracción turística, donde consumo, espectáculo y turismo se trenzaron en el devenir atómico.
El espectáculo del fin del mundo tuvo sus imágenes, una de ellas hombres y mujeres con sus tenidas veraniegas, en sus manos palomitas dirigiéndose a la boca y en sus gafas polarizadas el reflejo del hongo atómico, el resplandor de la muerte.
José M. Santa Cruz G.