Con cada vez mayor frecuencia se entablan demandas por plagio. Si no hay nada nuevo bajo el Sol y todos creamos sobre la base de lo hecho por terceros, ¿no atenta el blindaje de los derechos de autor contra el progreso?
«Todo el mundo ha robado, pero los grandes robaron genialmente”, dijo una vez el compositor y dirigente estadounidense Leonard Bernstein, aludiendo al uso que un músico hacía, en su propio trabajo, de material concebido por otro. Bernstein esgrimía que, cuando los virtuosos plagiaron, terminaban produciendo una obra muy superior gracias al valor de su propio aporte creativo. Él se refería a los nombres ilustres de la música clásica y consideraba la «calidad” como criterio decisivo. Sin embargo, sus reflexiones sobre la materia pueden aplicarse a todos los géneros musicales. ¿O no? Melodías, secuencias de armonías o patrones rítmicos de una obra suelen ser usados en otras; con frecuencia, sin que a los autores se les pida permiso.
Con cada vez mayor frecuencia se entablan demandas por plagio y las sumas exigidas como compensación por derechos de autor presuntamente violados son cada vez mayores. En diciembre de 2018, el abogado general del Tribunal de Justicia de la UE reforzó la noción de derecho de autor al pronunciarse sobre una querella que ha ocupado a diferentes cortes y ha acaparado la atención internacional desde hace más de veinte años: el grupo alemán de música electrónica Kraftwerk demandó al compositor y productor Moses Pelham por extraer un segmento percusivo de dos segundos de su tema Metall auf Metall, de 1977, y convertirlo –sin autorización– en la base rítmica de la canción Nur mir, grabada por la rapera alemana Sabrina Setlur en 1997.
Se espera que estalle un acalorado debate cuando el veredicto del caso Kraftwerk versus Pelham sea leído en 2019. Sus implicaciones para el arte de la grabación y la industria discográfica son muy importantes. Después de todo, copiar, alterar y reutilizar sonidos previamente grabados es la esencia de ese instrumento conocido como sampling. Parafraseando la cita de Bernstein: si no hay nada nuevo bajo el Sol y todos creamos sobre la base de lo hecho por terceros, ¿no atenta el blindaje de los derechos de autor contra la libertad artística y la mismísima noción de progreso? Muchos están convencidos de que los tribunales no son los lugares pertinentes para dirimir el asunto, que involucra a decenas y decenas de obras, unas más trascendentales que otras.
La Escuela de Derecho de Columbia, en Nueva York, documenta más de cien pleitos por presuntos plagios musicales en sus archivos. El más famoso y más largo –27 años en total– fue aquel en torno a la pieza My sweet lord, de George Harrison. Al final, el exguitarrista de Los Beatles se vio obligado a pagarle 1,6 millones de dólares a los miembros de la banda The Chiffons por haber copiado una de sus canciones. El artista estadounidense Johnny Cash tuvo que pagar 100.000 dólares porque su canción Folsom Prison Blues era demasiado parecida a Crescent City Blues de Gordon Jenkins. El grupo Led Zepellin estuvo a punto de ser llevado a juicio por una disputa sobre la originalidad de su legendario tema Stairway to heaven.
Las acusaciones de plagio han llovido sobre divas como Madonna, Beyoncé y Rihanna; bandas como The Beach Boys, Nirvana y Coldplay; y hasta sobre aquellos cuya reputación descansa sobre sus talentos como autores, como Bob Dylan, Paul Simon y Adele. En la mayoría de los casos, las discordias surgen por melodías robadas y esa tendencia llevó a que ingenieros informáticos programaran aplicaciones para el reconocimiento de plagios. Pero un pleito prominente se concentró en aspectos más abstractos de una composición en disputa: en el dejo, la cadencia, la vibración, la atmósfera o el sentimiento compartidos de las canciones Blurred lines (2013), de Robin Thicke, T.I. & Pharrell Williams, y Got to give it up (1977), de Marvin Gaye.
Los herederos de Marvin Gaye terminaron recibiendo 7,4 millones de dólares de Robin Thicke, T.I. & Pharrell Williams y luego, en 2018, demandaron a Ed Sheeran, acusándolo de haber usado el ritmo y la melodía de Let’s get it on (1973), otro tema de Gaye, en su canción Thinking out loud, de 2014. A Sheeran se le ha pedido pagar 100 millones de dólares por la infracción que se le imputa; y es que, con más de 2.000 millones de clicks en el portal de videos YouTube, Thinking out loud parece ser la canción más oída de todos los tiempos. En entrevista con Deutschlandfunk Kultur, el investigador Nate Sloan sostiene que es precisamente la capacidad de cuantificar el consumo electrónico de la población lo que aumenta la disposición a denunciar los plagios.
Por otro lado, la facilidad con que pueden ser analizados los componentes de una canción popular, gracias al desarrollo tecnológico de la industria discográfica, también propicia la reiteración, la cita, la repetición de combinaciones melódicas y rítmicas ya conocidas. Sobre todo en el ámbito de la música pop, cuyos criterios estilísticos son relativamente estrechos, entre otras razones, por motivos económicos asociados a su modo de producción y distribución. ¿Se le acaba la materia prima a la música pop? «No lo creo”, dice Sloan. «En términos meramente matemáticos, sigue habiendo un sinnúmero de constelaciones de tonos, ritmos y arreglos disponibles esperando para ser convertidos en canciones”, agrega el experto.
“Al mercado le interesa que el pop sea fácil de digerir y atractivo para las masas”, comenta Sloan. Es por eso que las canciones pop son “desarrolladas” en equipo, como si fueran producidas en serie, explica. Eso no impide del todo que surjan ideas originales, pero atribuírselas a una persona se hace más y más difícil con el paso del tiempo y la sofisticación de los procesos industriales. Pero, ¿dónde termina la inspiración y dónde empieza el plagio? ¿Acaso al tener eso claro empezará la nueva era de la creatividad? ¿Puede el temor a las querellas terminar atrofiando la labor creativa de quienes no tienen suficiente dinero para asumir ese riesgo? ¿No atenta el blindaje de los derechos de autor contra el progreso? De momento no hay certezas.
Como problema, el plagio aflige a los cultores de todas las artes, pero también a los académicos y a los científicos. Como base para la adquisición de nuevos conocimientos, el acceso a los hallazgos de los unos es vital para todos. Eso sugería el físico inglés Isaac Newton al decir: “Yo pude mirar más allá porque se me permitió pararme sobre los hombros de gigantes”.