Aunque estrenado en 2016, solo lo conocí hace muy poco en la Cineteca Nacional. Un documental impactante, conmovedor, hondamente humano en el sentido de asomarse a esos espacios del alma que no siempre se visitan. La historia nos habla de tres sepultureros del Cementerio General, que conocieron lo que pasó en el tristemente célebre Patio 29. Poco a poco, la realizadora Elvira Díaz –que no aparece cámara, y solo a veces se escucha su voz, contribuyendo al diálogo– se va ganando la confianza de estos sepultureros, quienes relatan lo que ocurrió principalmente en los tres primeros meses después del Golpe en 1973. Otros desistieron de participar en el documental, por amenazas, por miedo aun cuando habían pasado más de cuarenta años desde los hechos. Uno se suicidó, otro no volvió a trabajar nunca más y se encerró en su casa para siempre. El alcohol hizo su parte.
[cita tipo=»destaque»]La realizadora –nacida en Francia, hija de un exiliado político chileno–, sutil, muchas veces pone el foco de su cámara en alguna parte del paisaje, en unas gotas de lluvia, en parte del follaje verde o florido, en unos insectos que viven entre las tumbas. En un perro que vive en el cementerio. El contraste entre la vida y la muerte, entre la belleza y el horror.[/cita]
No hay escenas “fuertes” en la película, son los sepultureros que hablan de lo que vivieron, y su relato se transmite con mucha fuerza, la que proviene de una experiencia límite, y se va viendo, también, el trabajo de un panteonero joven, que se inicia en el oficio, cavando la tierra, encontrándose con huesos que respeta como parte de seres humanos. Es el trabajo, allí, donde la muerte se ha vuelto natural. Los viejos sepultureros, ya con más de ochenta años, siguen contando lo que vieron en aquel tiempo, lo que los ha acompañado desde entonces. Saben que conocen mucho, pero que no lo saben todo. Recuerdan los muertos que venían desde el Instituto Médico Legal, los NN recogidos de la calle o del río Mapocho, cómo los sepultaban, a veces de a tres en unas cajas que hacían de urnas.
Ellos saben de lo efímero de la vida humana, en qué nos convertimos y se convierten nuestros orgullos, talentos, miserias y bienes, y saben una parte de la historia de Chile que, seguramente, más allá del temor, los llevó a dejar su testimonio a través del documental. Esto es rememorar el pasado, pero está también el presente. Hay una escena de una marcha por los detenidos desaparecidos, que termina con la represión policial. Ese es el no olvido. El joven y uno de los viejos sepultureros arreglan el nicho de Víctor Jara, que alguien, consciente o inconscientemente, dañó durante la manifestación. Sin decir dónde exactamente, un panteonero lleva a la solitaria, olvidada y casi anónima tumba de Osvaldo Romo, el “Guatón Romo”, el torturador. Todo eso es presente. Hay una escena conmovedora, tremenda en su humanidad, cuando una familia, una hija y el resto de ella, reciben el esqueleto casi completo de su deudo, para darle sepultura después de tantos años. Una potente interpelación al intransable derecho y valor de honrar a nuestros muertos. La pequeña sala del microcine de la Cineteca era un silencio sobrecogedor.
La realizadora –nacida en Francia, hija de un exiliado político chileno–, sutil, muchas veces pone el foco de su cámara en alguna parte del paisaje, en unas gotas de lluvia, en parte del follaje verde o florido, en unos insectos que viven entre las tumbas. En un perro que vive en el cementerio. El contraste entre la vida y la muerte, entre la belleza y el horror.
Un documental que hay que conocer, el que más allá de la historia que sabemos o desconocemos, es la visión no de las víctimas directas o sus familiares, ni tampoco de los victimarios, sino la de los sepultureros que en aquel tiempo debieron encargarse de los cadáveres que llegaban al Patio 29, sin posibilidades de negarse a hacer otra cosa sino cavar las tumbas anónimas, de prisa, bebiendo para tratar de contrarrestar el espanto. Sobrevivientes ellos de una experiencia límite, conservando con todo el sentido del humor del chileno, poseedores de un conocimiento que frena la soberbia y de un saber grabado en la retina y el corazón de lo que ocurría en el Patio 29 y sus alrededores. Desde esa vivencia, la vida es ciertamente otra.