Es un libro entretenido, ágil, contemporáneo y cosmopolita, que nos habla de incertezas, extrañezas, viajes físicos y personales que se truncan, que no reflejan sino los tiempos líquidos, y más aún los amores líquidos, siguiendo a Zygmunt Bauman, aunque no por ello menos intensos y angustiosos.
La locura no se puede encontrar en estado salvaje. La locura no existe sino en una sociedad, ella no existe por fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y de las formas de repulsión que la excluyen o la capturan.
Michel Foucault.
Amaya Tripet abrió un ojo y luego el otro, desorientada, raquítica, apenas pudiendo levantar los brazos, entre tubos y miradas sorprendidas de doctores, una enfermera y…sus padres. Despertó en la UCI de un hospital primermundista, muy lejos de su país, con una maraña de sombras por memoria, y recuperada de “algo” que nadie terminaba de entender. Así comienza La trayectoria de los aviones en el aire de Constanza Ternicier (Santiago, 1985), libro publicado por la editorial catalana Comba en 2016, y que hoy aparece bajo el sello de Libros del Fuego (2018).
[cita tipo=»destaque»]Desamparo, vulnerabilidad, la hipocresía familiar, hay un guiño que mira con cierta admiración y perplejidad las prolijidades, limpiezas y protocolos de un país moderno inserto en el Viejo Continente, un territorio extranjero que marca sus diferencias sociales, económicas, culturales, en cada interacción, diálogo, zozobra. Lejos y tan cerca de los aviones, que funcionan más como metáfora de libertad que como meros vehículos de desplazamientos.[/cita]
Con una narración rápida y descripciones certeras, la novela va adentrándose en el pasado de Amaya, reconstruyendo mediante fragmentos dispersos los sucesos, o más bien itinerarios, que llevaron a la protagonista a tal estado. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ocurrió? ¿Quién era Aleix, ese misterioso hombre serbio que conoció? Así transcurren pensamientos, monosílabos, hostilidades, que van reflejando su estado de ánimo. ¿Locura? ¿Delirio? ¿Paranoia? ¿Una extraña enfermedad? De lo que sí se está claro es que el viaje se interrumpió, que las cosas no ocurrieron como debieran haber ocurrido, y que todo se sumerge en una oscuridad a dilucidar.
“De pronto te vinieron un par de flashes que no lograste encajar del todo. Una torre gigante que estaba llena de turistas, una rueda de la fortuna que cambiaba de colores por la noche, un mercado interminable de ropa de segunda mano al que todo el mundo iba con su mejor look, un castillo plantado en el medio de un jardín excesivamente verde y blanco, las tantas veces que casi te atropellaron por no mirar en la dirección correcta, los puestos de fruta que parecían de mentira. Algo te decía que se trataba de dos lugares diferentes que se mezclaban molestos en alguna parte insólita de tu memoria” (pág. 11).
“Hay enfermedades que solo consumen el espacio. Dejan el tiempo estacionado” (pág. 17).
“Resultaba irónico, Amaya. Era el trip más extremo que te podrías haber pegado. La locura es un exilio y esta extraña enfermedad también” (pág. 78).
“En la sala donde le hacían el examen de los cables de colores había un cartel que ilustraba las distintas partes del cerebro. Lo habían puesto justo enfrente de la camilla de los pacientes que se recostaban en ese lugar para saber cómo les iba con sus cabezas. Bastante coherente. El caso es que a Amaya no le sucedía nada coherente o, más bien, no recordaba nada que lo fuera” (pág. 21).
Desamparo, vulnerabilidad, la hipocresía familiar, hay un guiño que mira con cierta admiración y perplejidad las prolijidades, limpiezas y protocolos de un país moderno inserto en el Viejo Continente, un territorio extranjero que marca sus diferencias sociales, económicas, culturales, en cada interacción, diálogo, zozobra. Lejos y tan cerca de los aviones, que funcionan más como metáfora de libertad que como meros vehículos de desplazamientos. Y siguiendo con el título, una libertad puesta en suspensión, sumada a desplazamientos truncados. Hacia qué. Hacia dónde. Amaya solo tiene la certeza del presente, del que se aferra para comprender, para recordar después de un coma inducido que se prolongó más de medio mes.
“(…) Se presentó como alemana, pero hablaba perfecto el español. Luego supiste que había estado en unas misiones, medio cristianas, medio socialistas, o quién sabe, en Latinoamérica. Esa gente siempre acaba llevándose la mejor impresión del continente, la pobreza les hace gracia y se sienten muy orgullosos de salir en las mismas fotos con unos niños mocosos y descalzos” (pág. 12).
“En tu país, aunque fuera carísimo, convenía ir a una clínica porque, de lo contrario, era altamente probable que acabaras muriéndote de pobre. La gente en los hospitales se moría de pobre” (pág. 11).
“(…) Un odio adolescente hacia ese maldito país (Chile) donde te miraban con desconfianza si no hacías lo que ellos querían, donde era normal que alguien te envolviera con miles de bolsas plásticas las compras del supermercado, donde tener una casa y un auto asegurados contra robos, incendios y penurias era fundamental, donde si una AFP y un ahorro previsional voluntario eras un perfecto imbécil, a pesar que no te aseguraban ni la respiración, donde la gente se enorgullecía al decir al final del día que andan ´full pega´, porque el trabajo los dignificaba de una manera ridícula, a lo Monseñor Escrivá de Balaguer, donde nadie puede permitirse pasar por alto lo que se dice en la tele y el que está al lado, y al lado del de más al lado, donde el paseo de fin de semana está lejos de ser la calle de los museos gratis, donde se fuma muchísima marihuana porque no hay manera” (pág. 120-121).
“Todo se trataba de ganar o perder puntos, de trazar recorridos largos por el mapa hasta la zona más austral, que casi queda fuera de plano. Dentro del baño se sentía segura, resguardada de la mirada de los otros. Pero tenía que salir y saber resignarse a la idea de volver al último lugar que hubiese querido volver: su país” (pág. 54).
“Alguna vez habías leído que las raíces de los hombres son los pies y ellos son móviles, cambiantes, dinámicos. Ellos serían capaces de trasladarte de un lugar a otro, allí donde justamente querías estar” (pág. 61).
En términos de organización de la historia, cada capítulo corresponde a un nuevo día, y cada día tiene su “banda sonora”. First Breath After Coma de Explosions in the Sky, Fantasma de Gustavo Cerati, Right on de The Roots, Nolicom de Aoki Takamasa, Home de Edward Sharpe and The Magnetic Zeros, Blackbird de The Beatles, Pieces de Bonobo, Language is a virus de Laurie Anderson, por mencionar algunas referencias musicales que ayudan a configurar el mundo emocional de la protagonista. Un mundo (de nuevo) a punto de colapsar, que pende de un hilo, producto de la presencia fantasmagórica de Aleix que la embarga, seduciéndola en introspecciones que había juzgado suspendidas por el largo sueño de la inconciencia en su estadía en el hospital.
“Oscurecerse”, así lo llamaba.
“Acto seguido, con inusual pertinencia, pensó que por tanto debía volver a esa ciudad con mar donde, estaba casi segura, se había sentido inmensamente feliz. Tal vez esos niveles de felicidad son peligrosos en personas inherentemente oscuras. Algo la había hecho sentir, en el transcurso de esos días, que había algo profundamente oscuro en algunas partes de su cuerpo. Amaya era un claroscuro que radiaba con los extraños matices luminiscentes y lóbregos de Aleix” (pág. 46-47).
“(…) Solo tenía ganas de aparecer en un vídeo como el de la canción y correr por lugares insólitos con la gente que más quería, pero con Aleix siempre cerca, diciéndole cuán profundo era lo que estaba sintiendo, que se sentía sobre una nube, muy lejos de tierra firme. Pero, al parecer, era inevitable que alguno de los dos se terminara cayendo. Solo con el tiempo se daría cuenta de que esa ciudad con mar en realidad no era su hogar. Su hogar no estaba en ningún sitio en particular. A lo sumo en el aire, ahí donde los aviones hacían sus trayectos” (pág. 69).
“A Aleix ya lo empezabas a sentir como un miembro fantasma, como esa parte del cuerpo que ha sido amputada así, en un zas, de un momento a otro y que sin embargo se siente a ratos como si siguiera estando allí. Un recuerdo obsesivo que no aliviaba ninguna anestesia, pero que poco a poco te darías cuenta de que era imposible recuperar” (pág. 135).
Es interesante el uso predominante pero no exclusivo de un narrador en segunda persona, que interpela la protagonista desde una posición más cercana, cómplice, para examinar lo que va ocurriendo, permitiéndole al lector involucrarlo en un rol más activo, que discute, que descifra, que también reconstruye. Pues la historia acontece más en la esfera mental, en los sentimientos y las sensaciones, que en la esfera exterior. Protegida, más bien aislada por sus padres y el personal médico en el espacio opresivo del hospital; el afuera, lugares y personas, se nos figura como un espacio demasiado grande, atractivo, veleidoso y enigmático para Amaya. No deja de llamar la atención aquí la manera parca y distante que tiene la protagonista para referirse a sus progenitores. “Madre” o “padre” son más bien categorías generales, que enfatizan los roles más que la materialización afectiva de la seguridad o la confianza.
“La enorme ventana les recordaba que existía un mundo afuera y que, si bien no iba a detenerse por ellos, seguiría estando disponible para volver a él. No siempre se puede decir lo mismo de los lugares, y mucho menos de las personas. Al menos el mundo, por ahora, no parecía estar fallándole a nadie. O sí. Fallaba tanto en cada esquina, en cada uno de sus rincones ignorados, que ni siquiera se hubiese podido esperar demasiado de él” (pág. 19).
“Habría querido dejarlos solos y salir ella a buscarse la vida” (pág. 45).
“¿Qué les estaban haciendo aquí dentro y por qué sus padres se sentían tan incapaces de darle una explicación? ¿Por qué estaba tan aislada del resto del mundo? ¿Qué podía estar pasando allá afuera? (pág. 85).
La trayectoria de los aviones en el aire es un libro entretenido, ágil, contemporáneo y cosmopolita, que nos habla de incertezas, extrañezas, viajes físicos y personales que se truncan, que no reflejan sino los tiempos líquidos, y más aún los amores líquidos, siguiendo a Zygmunt Bauman, aunque no por ello menos intensos y angustiosos.
Constanza Ternicier, La trayectoria de los aviones en el aire. Ed. Libros del Fuego, 2018. 160 páginas.