Según muchos investigadores, el frontis de la Catedral de Notre Dame -que resistió las llamas del incendio reciente- esconde uno de los más grandes secretos de la arquitectura antigua: el de las proporciones áureas. Sin embargo, las voces escépticas al respecto no son pocas…
Seducidos, exasperados, no logramos
hacer nuestra la relación armónica.
Tú crees que es el cuerpo el que apeteces.
¡Gusano, son los números!
Amemos con furor, odiemos con vehemencia,
5 es a 8, 5 es a 8… rápido, rápido,
hagamos música y locura.
¡Te danzo, sección áurea!”
La historia se remonta al tiempo de los antiguos griegos: el matemático Hipaso de Metaponto habría sido lanzado desde un barco a las aguas del Mediterráneo por los miembros de la escuela pitagórica, lo que lo convierte en el primer mártir de la ciencia. ¿La razón? Hipaso habría revelado a miembros de otra escuela matemática los secretos del número áureo…
Esta historia es referida en varias fuentes históricas (unas más serias que otras), siempre de manera diferente. En algunas se señala que, en realidad, el número revelado habría sido la raíz cuadrada de 2; en otras, que Hipaso no fue lanzado a las aguas, sino que se habría suicidado (¿forzadamente?) ahogándose. Finalmente, hay quienes señalan que todo se debió al celo del mismo Pitágoras, que envidiaba el talento de Hipaso. Así, lo del número revelado habría sido tan solo una excusa para justificar el crimen (porque, efectivamente, revelar la naturaleza de los números irracionales era un real crimen para los pitagóricos…)
Varios siglos más tarde, ya nada de esto era un misterio, pues era exhibido magistralmente por Euclides en sus Elementos (uno de los libros más importantes de la historia de la ciencia, comparable solo con obras de la talla de los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton o El origen de las especies de Darwin). Euclides hablaba de la ‘’división en media y extrema razón’’, aludiendo con ello al corte de un segmento cualquiera en dos pedazos de modo que la proporción entre las longitudes del segmento total y la del trozo más largo sea igual a la de este y la del trozo más corto. El sabio helénico revelaba, además, cómo hacer este corte usando la única herramienta tecnológica de la época: una cuerda (ancestro de los ya olvidados regla y compás de la escuela). Junto con ello, sentenciaba que dicho corte se da en un punto exacto, en una proporción igual a
Desde principios del siglo XX, dicho número pasaría a ser denotado con la letra griega φ y llamado número áureo o dorado. Pero sigamos en orden.
Otro de los grandes avances de Euclides es el trazado de un pentágono regular (es decir, de lados de igual medida y ángulos iguales), algo en lo que las civilizaciones anteriores habían fallado. Sucede que el pentágono se relaciona directamente con el número de oro, pues la proporción entre las longitudes de su diagonal y la de su lado es necesariamente igual a φ.
Por cierto, tras el avance de Euclides hubo que esperar más de dos mil años para que el genio alemán Karl Gauss revelara la construcción de los polígonos regulares de 17, 257 y 65537 lados. Junto con los de 3, 4 y 5 lados, además de sus combinaciones (por ejemplo, el de 15 lados, pues 15 = 3 x 5), estos son los únicos conocidos a la fecha. Pero esto es otra historia…
El fuego marca un hito en los albores del oscurantismo europeo. En efecto, el incendio de la Biblioteca de Alejandría y su posterior decadencia (incluida la destrucción de la biblioteca hermana de Serapeo) sigue siendo hasta hoy la mayor tragedia cultural de la historia. Si bien no existe una versión oficial (ni fechas claras) para lo acontecido, pareciera ser que la instigación cristiana (copta) jugó un papel importante tanto en esto como en el asesinato de Hypatia, el mayor genio de la humanidad por ese entonces (por cierto, se trata de una mujer, pero la regla obliga a nombrarla en masculino cuando se la compara también con colegas de dicho sexo…). Sin embargo, también hay algo de mito en todo esto. Carl Sagan recoge magistralmente algunos fragmentos de la historia de Hypatia y la biblioteca en su serie Cosmos. Tal como él menciona, “solamente conocemos los atractivos títulos de los libros que fueron destrozados; en la mayoría de los casos, ignoramos los títulos y los autores”.
Muy probablemente, en esta destrucción se perdió la obra más visionaria de Arquímedes, «El Método». Una copia de esta fue hallada en Constantinopla a inicios del siglo XX en forma de un palimpsesto (es decir, había sido borrada para escribir sobre ella otro texto -en este caso, uno religioso-). Al descifrarlo se comprobó que allí estaban desplegadas las ideas básicas del cálculo integral, concebidas por el genio de Siracusa casi dos mil años antes que Leibniz y Newton. Permítanme soñar: si «El Método» no se hubiese perdido, muy probablemente la fotografía del primer agujero negro la hubiésemos captado hace un par de siglos, y estaríamos ya aventurándose en la colonización espacial. Pero esto también es otra historia…
Hacia el siglo V, gran parte del saber clásico había sido desterrado de Europa. Durante siglos, la ciencia se trasladó a la India, Persia y el mundo árabe. Cuando este último se extendió hasta cubrir la Andalucía actual (el Al-Ándalus de la época), comenzó un curioso flujo cultural: los antiguos textos regresaron a Europa a través de retraducciones hechas (desde el árabe al latín) a partir de libros que contenían anotaciones y extensiones de sabios como Al Juarismi (el inventor del álgebra). En medio de ellos venía el secreto de Euclides para la división en media y extrema razón, de la cual se conservaba solo un pálido registro.
Fue el matemático y fraile franciscano Luca Pacioli quien, durante el Renacimiento, otorgó una connotación sagrada a la división de Euclides, y plasmó esta idea en su insigne obra La Divina Proporción (disponible aquí). Es muy probable que este sea el libro más hermoso de toda la historia de la matemática, pues fue ilustrado por su gran amigo Leonardo da Vinci. Entre los dibujos del libro destaca el de abajo, un perfecto icosaedro truncado (figura de base de un balón de fútbol actual…). ¿Por qué incluirlo allí? Porque, tal como mostraba Pacioli, en los poliedros regulares y semirregulares -especialmente el icosaedro- las proporciones áureas aparecen por doquier entre distintas componentes, pues siempre tiende a haber una geometría pentagonal escondida.
Por cierto, los cinco poliedros regulares ya eran objetos venerados por los antiguos griegos, quienes veían en ellos propiedades místicas. Así, cuando Johannes Kepler propuso su primer modelo de sistema solar erró profundamente, pues estaba tan impregnado de este misticismo geométrico que pensó que los planetas hasta entonces conocidos debían encajar de acuerdo con las formas de dichos objetos, tal como se ilustra abajo. No fue sino hasta que tuvo acceso a los datos del movimiento de Marte que comprendió su error. Se desdijo y, de paso, formuló sus célebres leyes de los movimientos planetarios. En fin, no olvidemos tampoco que quien corroboró estas leyes, aquel ‘‘que en genialidad superó a toda la humanidad’’ (Isaac Newton), era -además de físico y matemático- un asiduo alquimista…
La denominación ‘’número de oro’’ o ‘’áureo’’ para la sección divina es muy posterior. Ella nació en un libro de 1931 del príncipe rumano y matemático Matila Ghyka, quien recogió la teoría del filósofo alemán Adolf Zeising según la cual este número es una regla estética universal, respetada además por la naturaleza. Comenzó entonces una búsqueda frenética de proporciones áureas en todas las obras de arte de la antigüedad griega. Se la situó también en las pinturas de da Vinci, quien supuestamente la usaba como código secreto (he ahí el origen del título hábilmente escogido por Dan Brown para su best-seller). Y, por supuesto, apareció en las mediciones de las catedrales góticas, entre ellas la de Notre Dame (en su frontis) y la de Amiens (en su nave). Lo primero habría sido corroborado por Eugène Viollet-le-Duc, el arquitecto que restauró el templo de París en el siglo XIX e hizo erigir la aguja que sucumbió al incendio de hace unos días.
Un bonito y simpático recuento de todo esto aparece en la película Donald en el País de las Matemáticas, producida por Walt Disney y ganadora de un premio Oscar en 1959 (vea aquí, minuto 2:43).
Grandes celebridades del mundo cultural de principios del siglo XX sucumbieron a los encantos de las proporciones áureas. Sin ir más lejos, Le Corbusier las plasmó en una teoría de reglas estéticas que comprendía la creación de un sistema universal de unidades de medición: el Modulor. Si observa el billete de 10 francos suizos reproducido abajo, podrá apreciar los famosos esbozos circulares de la teoría del gran arquitecto helvético.
Las ideas de Ghyka tuvieron amplia acogida en Francia luego de que su libro fuera alabado por Paul Valéry. En una carta al rumano -que se transformó en la introducción del libro-, el célebre poeta francés escribía entre muchos otros elogios: “¡Qué poema el análisis de φ!”.
¿Pueden los números ser poesía? Pues nada menos que Albert Einstein afirmaba que las matemáticas son la poesía de las ideas lógicas…
En fin, poemas para φ abundan en castellano. Por ejemplo, Rafael Alberti le dedica su soneto “A la proporción áurea”. ¿Y el poema de cabecera de este artículo? Se trata de un fragmento de «Venus en el Pudridero», de nuestro querido Eduardo Anguita. ¿Y por qué en ella se nombran los números 5 y 8? Porque 8/5 = 1,6 es una de las primeras aproximaciones de φ que entrega la famosa secuencia de números de otro Leonardo, el de Pisa, más conocido como Fibonacci. Dicho sea de paso, esta es la misma secuencia de números que se bosqueja en el Modulor de Le Corbusier.
Pero Anguita no es el único chileno en esta historia áurea. En 1984, Gastón Soublette publicaba La estrella de Chile, obra en que plasmaba sus análisis estéticos y simbólicos de varios emblemas nacionales. El más notable es el referido a la bandera con que se firmó la independencia de Chile, la cual es conservada en el Museo Histórico Nacional (un dato curioso es que, por esos años, la bandera estaba “secuestrada” por el MIR…) Soublette postula que varias proporciones en este emblema son áureas, con lo cual lo inscribe en lo más noble de la tradición estética europea y, a la vez, lo fusiona con la tradición mapuche mediante la estrella de ocho puntas que lleva bordada al centro de la de cinco puntas.
Hace cuatro años realicé un trabajo de reconstitución de un modelo geométrico de la bandera que lleva a las proporciones áureas. Por cierto, había inconsistencias insoslayables en lo postulado por Soublette, pero una vez corregidas brotó un objeto incuestionablemente elegante. Parte de esto puede ser leído aquí.
A fines del año pasado publiqué en El País de España una reseña sobre esta historia. La repercusión de esta nota en los medios locales fue particularmente lamentable: arrastrados por el viejo y torpe chovinismo de siempre, la publicitaron como ‘’la prueba científica definitiva de que la bandera de Chile es la más hermosa del mundo’’. Simplemente, una vergüenza…
Como era de esperar, la sección dorada tuvo amplias repercusiones en la arquitectura del siglo XX. Prueba de esto son los diseños del edificio de la ONU en Nueva York o la Torre CN de Toronto. Pero los exégetas de la razón áurea pronto cayeron en afirmaciones que, pese a su evidente absurdo, han sido difíciles de desterrar. Por ejemplo, se afirmó que está presente nada menos que en las pirámides egipcias (que, como afirman los pseudo-arqueólogos, no habrían podido ser construidas sin la ayuda extraterrestre…). Se la utilizó también para justificar ciertas prácticas eugénicas y racistas (aquel cuyas proporciones corpóreas no son doradas pertenece a una raza inferior). En fin, navegando por internet me encuentro nada menos que con un manual de uso de la proporción áurea en odontología…
En lo concreto, resulta imposible afirmar con certeza la relevancia de la proporción áurea en la arquitectura de la Antigüedad si no se dispone de ningún documento escrito que lo avale. Sin embargo, no deja de ser sorprendente -aunque, para los más escépticos, no concluyente- verla aparecer de manera casi inapelable en numerosas obras: además de las catedrales de Notre Dame y Amiens se cuentan el Palacio Farnèse en Italia, el castillo de Maulnes en Francia, los fuertes de Vauben en Francia y España, numerosos templos en Birmania (como el bosquejado abajo a la izquierda abajo)
y el Taj Mahal de la India (reproducido a la derecha). Para muchos, este último es el monumento más hermoso sobre la faz de la Tierra.
En concordancia con lo anterior, resulta también imposible corroborar la presencia de la proporción áurea en nuestra bandera de la Independencia si no se dispone de ningún documento oficial sobre su origen. Al respecto, una tarea para historiadores sería procurar en los archivos de la Escuela Militar o la Academia Naval algún registro de nuestro primer emblema, pues se sabe que su confección en las proporciones originales se difundió hasta fines del siglo XIX (prueba de ello son las banderas conservadas en el Museo Histórico y de Armas de Arica y en el Museo Marítimo Nacional de Valparaíso).
Sobre el valor estético inherente de la proporción áurea, esto tampoco es científicamente corroborable. Si bien al respecto se han llevado a cabo varias experiencias (comenzando por las de Gustav Fechner en el siglo XIX), nada es totalmente concluyente. Existe consenso, sin embargo, en que una afirmación de este tipo debiera ser campo de estudio para las neurociencias en un futuro no muy lejano.
Finalmente, sobre la presencia de la proporción áurea en la naturaleza, esta es imposible de desmentir. Numerosos procesos ocurren siguiendo patrones que desembocan inapelablemente en dichas proporciones, lo cual puede ser explicado mediante modelos matemáticos ad hoc. Ahora bien, tal como señala el célebre geómetra canadiense Harold Coxeter, se trata más bien de una tendencia, y no de una ley excluyente.
Al contrario de lo que opinan los escépticos de todo lo que gira en torno a la sección áurea, el número sí tiene una importancia capital en matemática, pues aparece (‘’mágicamente’’) en las más diversas situaciones. Para concretizar, voy a tratar de explicar tan solo una.
Como es bien sabido, la raíz cuadrada de 5 es un número irracional, y por lo tanto, también lo es φ. Esto significa que no puede ser escrito como la división a/b entre números enteros a y b. Sin embargo, puede ser aproximado, por ejemplo, por los cocientes de Fibonacci (si no conoce la regla de la secuencia de abajo, entonces ¡descúbrala!):
2/3, 3/5, 5/8 (Anguita), 8/13, 13/21, 21/34, 34/55 …
Ahora bien, cualquier aproximación por fracciones de un número irracional conlleva un “costo”: la diferencia entre el número original y su aproximante a/b es cercana a 1/b2. ¿Qué tan cercana? Pues depende del “nivel de irracionalidad’’ del número. Un teorema probado en 1891 por Adolf Hurwitz afirma que, en este ránking de irracionalidad, ninguno supera a φ: ¡este es el más irracional de todos los números! Ciertamente, Pacioli hubiese pensado esto como una confirmación del carácter supremo y divino de la proporción áurea.
Para convencerse de la actualidad científica de lo anterior, remito a la conferencia plenaria dictada por el gran matemático brasileño Carlos Gustavo Moreira en el último Congreso Internacional de Matemáticos, que es, por lejos, el encuentro más importante de la matemática mundial (ver a partir del minuto 42:10). En fin, si todo esto parece muy complicado, le dejo la fórmula más hermosa del número de oro para simple contemplación:
Más allá de su cuestionable pertinencia técnica y científica, el mito de la divisón áurea parece haber triunfado por hacer vibrar una hebra fundamental del ser humano: su aspiración a una realidad superior. Pacioli encontraba esa realidad en el paraíso de Dios; Paul Valéry y Le Corbusier la hallaban en la estética y las formas; Newton la procuró a través del lenguaje universal de la matemática.
Independientemente de su raíz católica, la catedral de Notre Dame es también un símbolo de esta aspiración, y la presencia de la razón áurea en ella (ya sea genuina o forzada) no es sino una manifestación de ello. Las llamas se llevaron ahora parte de su estructura y sus tesoros; afortunadamente, ellas no podrán borrarlos para siempre -como, lamentablemente, sí lo hicieron las llamas de Alejandría con su biblioteca-.
La reparación de una obra como esta es cuestionablemente costosa, aunque ciertamente necesaria. Pero obviamente, con igual intensidad debieron habernos movilizado cientos de otras pérdidas recientes en el mundo (Nínive, Palmira, los budas de Bamiyán, el Museo Nacional de Brasil…), así como otras más cercanas: ¿qué hacemos frente al retroceso sostenido de nuestros bosques de araucarias -el paraíso mapuche, parafraseando a Soublette-?; ¿no será ya hora de restaurar el carácter simbólico de nuestra bandera áurea original?; ¿por qué no destinamos más recursos para reparar varios de nuestros propios edificios patrimoniales abandonados desde hace años?