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Crítica a libro “Sinestesia” de Nicolás Poblete: ¿Es esto Arte? CULTURA|OPINIÓN

Crítica a libro “Sinestesia” de Nicolás Poblete: ¿Es esto Arte?

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La pregunta por el significado del Arte y sus implicancias éticas parece rondar la novela como un mantra que se escabulle, que no se deja dilucidar, todo esto en menos de doscientas páginas, donde el lector puede reír, reflexionar, problematizar, pero también indignarse. 


«Recuerdo que Francis Bacon solía decir que a través de su trabajo le daba al arte aquello que le hacía falta. En mi caso, se trata de lo que Yeats llamaría la fascinación por la dificultad: trato de hacer únicamente aquello que no puedo hacer», Lucian Freud. 

Nagoya. Un artista chileno de apellido Durán. Arte, inspiración, tribus primitivas. Una inocente pregunta al principio que encarna la crítica y la ironía: “¿Qué quiero…? ¿Qué quiero descubrir?” 

Sinestesia (Editorial Cuarto Propio, 2019), el nuevo libro del escritor Nicolás Poblete (Santiago, 1971), indaga en el inquietante mundo del Bio-Art, donde el arte navega entre cuestionamientos, hedonismos, drogas y experiencias “subliminales” y orgánicas. La búsqueda del artista, así como su estatuto, se problematiza no sin sorna, coqueteando entre la trascendencia y el mero turismo.  

 “Durán escucha en la bóveda acústica en la que se encuentra inmerso, sus ojos ahora semicerrados; a pesar de haber experimentado con muchas drogas en su vida, ninguna se compara a esto; su potencia es inmensurable. Hay una dilatación en sus pupilas y una sensación incorpórea a lo largo de sus miembros, no le extrañaría que fuera una antesala a la levitación, sin afán de exagerar” (pág. 16). 

[cita tipo=»destaque»]El autor nos va introduciendo en aquel círculo frívolo y elitista, de galerías y curadores, a contrapelo de las masas, donde el MoMA o el Tate Modern son sinónimo de respetabilidad y estatus; y donde lo confuso es equiparable a lo sofisticado. Quizá lo más abominable sea la banalidad del lenguaje, porque en estos tiempos de resplandores tecnológicos y famas pírricas, todo puede ser dicho sin decir absolutamente nada.[/cita]

“Durán cerró los ojos por un par de segundos. En su labio superior una fugaz vibración; no una risa forzada, ni siquiera sonrisa, sino una alusión a la posibilidad del humor: Es la voluntad para hacerse, para volverse uno completamente libre. Pero quizá voluntad no es la palabra correcta, al final podría llamarlo desesperación, aunque no parezca esto. Un artista realmente bueno tiene que ser capaz de hacer un juego, de transformar el arte en juego, porque ya la fotografía se ha instalado, las grabaciones, la tecnología. El artista está consciente, el hombre ya sabe que es un accidente, que es un ser fútil y que hay que jugar aunque no haya razones” (pág. 94). 

Durán representa un clisé: el artista esnob, siútico pero también camaleónico, polémico, elogiado a nivel mundial, discutiblemente sensible, porque busca conexiones y aprendizajes introspectivos en estados alterados e hiperbólicos; ese que no tiene raigambre filial ni política ni social con su país de origen. Así lo dice Poblete:

“Amalia Lacroze de Fortabat le había preguntado a Durán si su trabajo pretendía ´cultivar un cierto dadaísmo´, y Durán había respondido crípticamente, los párpados superiores semicerrados, iracundos o codiciosos (en realidad más allá de la pregunta), frente a la cara interesada y confusa de Amalia, No exactamente. Mi idea no es provocar un escándalo a cualquier costo, pero eso depende de la sensibilidad de quien observe mi trabajo. Si con lo que alguien considera un escándalo consigo crear conciencia en, por lo menos, una persona, entonces he superado el Dadaísmo, argumentó sin mucha convicción Durán, frente al rostro perplejo pero, sobre todo, respetuoso, de Amalia” (pág. 20).  

“(…) qué fácil para él interactuar genuinamente con un obrero y acomodarse a una lengua proletaria; qué fácil sorprender con sus observaciones a las más advenediza de las coleccionistas del arte santiaguinas. Durán podía ir y volver y parecía ser deseado, disputado por todas partes” (pág. 24). 

“Sí, sí entiendo lo que dices, murmurará Javier días después, cuando Durán relate esa y otras historias, tantas historias, frente al grupo de amigos, en Santiago de Chile, su ´patria´, o su ´lugar de nacimiento´, sí, mejor esa denominación. Difícil llamar ´patria´ a una tierra que rara vez se pisa, salvo en la heterotopia de una galería de arte, en el taller de Daniela, en la sala calefaccionada de una universidad privada, en un restaurant, o en el departamento de un suburbio capitalino” (pág. 16). 

“Ha oscurecido y Durán está solo en el taller de Daniela: está meditando y recordando su paso por Japón. Es probable que más compradores, potenciales clientes, aparezcan, incluso durante la noche. Cuando alguien de verdad llegue, Durán llamará para pedir los precios, es una ridiculez tener que lidiar con eso” (pág. 157).

Escritor Nicolás Poblete

El autor nos va introduciendo en aquel círculo frívolo y elitista, de galerías y curadores, a contrapelo de las masas, donde el MoMA o el Tate Modern son sinónimo de respetabilidad y estatus; y donde lo confuso es equiparable a lo sofisticado. Quizá lo más abominable sea la banalidad del lenguaje, porque en estos tiempos de resplandores tecnológicos y famas pírricas, todo puede ser dicho sin decir absolutamente nada. La forma transfigurando el fondo bajo el amparo posmoderno de discursos críticos. 

Entre diálogos, caretas e imposturas, el mundillo convocado por Durán pareciera asistir al espectáculo de una farsa compartida por aquellos que, como él, aspiran a la excepcionalidad, que no es sino flotar en un aire egocéntrico y autosuficiente, porque ir al supermercado o limpiar el baño o la cocina, no es asunto de artistas, al menos no de artistas afamados y exitosos. En este sentido, el personaje de Daniela es el contrapunto del protagonista. No tan favorecida por la suerte y el glamour a pesar de su respetable carrera, debe lidiar con las urgencias cotidianas y personales. O tal vez Alme, una enigmática mujer con acondroplasia, modelo de Daniela, quien observa aquel mundillo con escepticismo y real sentido de vivencia y exclusión. En este sentido, es notable la distinción de género que realiza Poblete: mientras Daniela y Alme ofrecen matices y complejidades, ridiculizando, analizando o simplemente observando a sus pares masculinos narcisos; Javier y Durán representan o bien la treta tosca del galanteo amoroso (en el caso del primero), o bien la extravagancia y la falta de empatía (en el caso del segundo). Así y todo, la novela va mostrando las contradicciones no solo del estrecho circuito artístico sino del arribismo propio de la sociedad chilena. 

“Y le comentó a Tristán sobre la visita de Durán, ¿Lo conoces? ¿Quieres acompañarme a la exhibición? Se encontró describiendo a Durán, lo sorprendente que era, lo polémico y visionario. Y también lo insoportable. Recuerdo la entrevista, dijo Tristán. No, no la vio en televisión, pero alguien posteó un fragmento en Facebook. Claro, la entrevista a Durán cobra sentido, minuto a minuto: ´me imagino que estarás de acuerdo conmigo: si los que nos rechazan son gente estúpida, todo ok´. Alme y Tristán rieron” (pág. 119-120).

“(…) nadie salvo Daniela. Ella sabía de la existencia de esa seriedad, pero, incluso mientras evaluaba los contornos de Javier e imaginaba cómo se podría hacer la mezcla precisa para captar el tono de esos rulos en una tela, Daniela entendía que sus opiniones no eran nada para Javier sin el respaldo de las acciones; y por eso Daniela sonreía, sí, eran las cosquillas, mientras ahora ella le pedía a Javier que se recostara en la cama. Un hombre como él tenía que tener otras ideas, cómo iba a ser que su única destreza fuera la posición del misionero” (pág. 135). 

¿Para qué? ¿por qué? ¿No hay Arte sin ojos que lo vean como Arte? La incomprensión, el vulgo, la violencia y el fanatismo religioso. La pregunta por el significado del Arte y sus implicancias éticas parece rondar la novela como un mantra que se escabulle, que no se deja dilucidar, todo esto en menos de doscientas páginas, donde el lector puede reír, reflexionar, problematizar, pero también indignarse. 

En términos narrativos, acontece en el texto de Nicolás Poblete un flujo trepidante, palabras y oraciones que se acumulan para experimentar desbordes e inundaciones. Hay calidad, cómo no, certeras descripciones, polifonía de voces, pero también hay espontaneidad para construir un relato sin tapujos, lleno de referencias culturales y territorios exóticos (Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Japón), con esa extrañeza globalizante, con ese ímpetu narrativo que solo se da en escritores experimentados, que dominan las técnicas, los ritmos, las atmósferas. 

Sinestesia tiene eso que, cinematográficamente, nos liga a un Gaspar Noé o un Lars von Trier: la sátira grotesca, lo políticamente incorrecto y una sensación de mareo permanente. 

Nicolás Poblete, Sinestesia. Editorial Cuarto Propio, 2019. 178 páginas. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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