“Arpeggione” es un montaje imperdible por múltiples razones: es una obra que abre puertas reflexivas y emocionales (en el caso que puedan separarse), sostenida con pulcritud y belleza y que, además, rescata a uno de los más grandes dramaturgos latinoamericanos de todos los tiempos, se trata, entonces, de una obra que hay que ver.
Luis Alberto Heirmans, lo he dicho antes, es probablemente uno de los mejores dramaturgos latinoamericanos y, sin duda, una joya dentro de los autores chilenos de todos los tiempos. Heiremans compone mundos que se articulan a partir, sobre todo, de lo no dicho, de atmósferas que se trazan en torno de aquello que acontece en relaciones equívocas, con personajes perdidos dentro de mundos que no comprenden del todo y que, a menudo, se sorprenden (tal como el público) de las acciones en las que están insertados y digo, acciones en las que están insertados porque, si hay alguien que parecía tener conciencia que sus caracteres estaban al servicio de una acción dramática más amplia y compleja que ellos mismos, es el dramaturgo, puesto que si bien estos actantes parecen, al menos parcialmente, creer que son ellos quienes determinan su mundo, el dramaturgo, con hermosa elegancia, muestra -siempre subrepticiamente- que se equivocan, que los acontecimientos y que incluso su naturaleza, los traiciona; precisamente por ello, es que tales personajes parecen tan humanos, tan reales, tan verdaderos y, con ello, se convierten en seres queribles y dulcemente patéticos, de ahí también, el tono de melancólica añoranza de sus textos.
[cita tipo=»destaque»]Emerge una reflexión de carácter estético, en la medida que las artes son un lenguaje en sí mismo, pero siempre en contexto, son una práctica social y, por tanto, extraordinariamente permeadas de un sentido humano, una suerte de esencia comunicativa que los mamíferos parlantes generan como modos extra-cotidianos de ser en el mundo.[/cita]
En este sentido, “Arpeggione” es una obra maestra, en la medida que el encuentro de dos intérpretes musicales, se transforma en una relación infinitamente más compleja, que nos muestra la imposibilidad de la perfección y del amor, el verdadero amor, como una forma extensa y compleja que no solo refiere a las relaciones personales, sino a un tono abstracto, confuso, que se manifiesta a través del arte, en este caso, de la música. En virtud de ello, también emerge una reflexión de carácter estético, en la medida que las artes son un lenguaje en sí mismo, pero siempre en contexto, son una práctica social y, por tanto, extraordinariamente permeadas de un sentido humano, una suerte de esencia comunicativa que los mamíferos parlantes generan como modos extra-cotidianos de ser en el mundo.
La dirección de Jesús Urqueta, para este trabajo, ha sido un trabajo lúcido y sensible. Lucido, en la medida que ha sabido leer el texto como una forma modal y no como una regla, es decir, la dramaturgia se convierte en una serie de hitos que proponen una potencialidad escénica que un director deberá hacer estallar en escena. Una buena metáfora es pensar que Urqueta ha leído el texto como un músico (ya que estamos) lee una partitura musical, sabiendo que si bien hay una propuesta expresiva en él, se debe ejecutar a partir de una lógica escénica y no literaria, lo cual no implica destruir el texto, sino más bien, desenvolverlo y fortalecerlo.
En segundo término, no puede negarse la sensibilidad a la hora de constituir las decisiones direccionales, dando (desde mi punto de vista) en el clavo, al montar la obra con lo que podría llamarse una economía escénica, vinculada a la precisión y a encontrar la fuerza de lo teatral a partir de los diálogos, acciones y de la actriz y el actor que ejecutan los roles centrales, permitiendo que sea lo que acontece en el escenario lo que genere una relación con el público, una relación sensible y comunicante, por cierto.
Las actuaciones, por su parte, dan cuenta de este trabajo. Claudia Cabezas se instala en escena con la realización de un personaje frágil que manifiesta la honda soledad de quién puede estar rodeada de personas, pero permanece con el secreto atisbo de la condena que lleva, internamente, por su pasión en las artes. Sin caer en lugares comunes, sin precisar de sobre actuación, Cabezas organiza cada uno de sus momentos en el escenario con pulcritud y siempre permanece en el tono terrible y hermoso de esa fragilidad y consumisión interna que supone un modo de ser en la vida. Su trabajo es, verdaderamente, algo que toca un lugar muy profundo (y lamento no poder decir cuál, ni siquiera para mí) en términos emocionales.
Nicolás Zárate, como acostumbra a hacer, construye también su personaje con solidez actoral y belleza sensible. En particular en este trabajo, Zárate sostiene cada uno de sus gestos y movimientos, cada una de las modulaciones de sus acciones y diálogos con inquietante preciosismo, dando cuenta de una capacidad actoral más bien infrecuente en el medio. No necesita sobre actuarse ni recurrir a iluminaciones disparatadas o sostenerse en grandes vestuarios o una escenografía enorme, tan solo actúa muy bien, tan solo está en el escenario totalmente presente a través de su creación, manteniendo la mimesis que ha desarrollado y entregándonos un ser entrañable que, durante los 60 minutos que dura el montaje, no nos deja y que, mucho mejor, aún cuando abandonamos el teatro, nos persigue en el recuerdo de la obsesión que supone el arte y la soledad a la que están condenados algunos creadores.
Y, aún a pesar de lo mencionado, no se trata de actuaciones que inviten a una reflexión romanticista y que nos haga imaginar a un creador como alguien tocado por la luz imposible de las musas, por el contrario, es precisamente la fragilidad, la miseria y la soledad, común, cotidiana, de ambas actuaciones, lo que desarma y nos deja con ese sentimiento dentro para llevarnos a casa.
El diseño escénico de Tamara Figueroa, en este sentido, no hace más que potenciar lo antes descrito. Figueroa compone a partir de la limpieza escénica, con una alta dosis de generosidad, articula un espacio que filtra todo lo ajeno a la propuesta y elabora un lugar idóneo para que sean los actores y el texto, ejecutado, lo que desborde –cuantificadamente- la escena.
Finalmente, quisiera hacer una última observación. Tanto Jesús Urqueta como el teatro San Ginés, han acoplado aquí, un gesto político que me parece extremadamente interesante, el que es, precisamente, llevar a ese teatro esta obra. El teatro San Ginés, que ha permanecido a través del tiempo sólidamente en pie, siempre se ha caracterizado por una línea editorial que suele conocerse como “comercial”, adjetivo discutible, sin duda, pero que supone cierta marca de uso, entonces, no deja de ser políticamente atractiva la relación “Arpeggione/Teatro San Ginés” en tanto vincula dos mundos (prejuiciadamente) irreconciliables para cierta élite, más bien ideológica que otra cosa, en el acto mismo de generar esta temporada.
“Arpeggione” es un montaje imperdible por múltiples razones: es una obra que abre puertas reflexivas y emocionales (en el caso que puedan separarse), sostenida con pulcritud y belleza y que, además, rescata a uno de los más grandes dramaturgos latinoamericanos de todos los tiempos, se trata, entonces, de una obra que hay que ver.
Arpeggione
Hasta el 21 de julio
En Teatro San Ginés, Mallinkrodt 112, Providencia.
Entradas a la venta en sangines.cl