La Segunda Guerra Mundial fue la más devastadora que ha conocido la humanidad hasta la fecha. Sin embargo, ha aportado al cine algunas de sus mayores obras maestras, varias de ellas rodadas en plena contienda.
La filmografía se podría considerar inabarcable pues toca todos los subgéneros y categorías del cine: el drama casi documental, la tragedia descarnada, la narración romántica o la comedia más disparatada; desde la gran superproducción, hasta la modesta película de serie B.
En la guerra hay dos constantes inexorables: matar o morir, y entre ambas se sobrevive. Nadie mejor que Steven Spielberg o Richard Attenborough para explicarlo.
«Un puente lejano» («A Bridge Too Far», 1977).
Larga (175 minutos), detallista hasta el manierismo y académica hasta casi lo perfecto. Con un reparto cuajado de estrellas, dirigida por el británico Richard Attenborough y basada en el libro homónimo de Cornelius Ryan, «Un puente lejano» presenta uno de los episodios más traumáticos de la contienda, la batalla de Arhem (17-25 de septiembre de 1944), el mayor desastre de los aliados tras el éxito de Normandía.
«Salvar al soldado Ryan» («Saving Private Ryan», 1998).
Probablemente, los veinte minutos iniciales más trepidantes, dramáticos, auténticos y perfectos desde el punto de vista de la narración fílmica que se han rodado en una película de este género.
Memorables los momentos previos al desembarco, con los tipos vomitando o tiritando de miedo en las lanchas de asalto; las ametralladoras y los morteros alemanes barriendo todo lo que se mueve frente a ellos, los soldados despedazados o mutilados, el mar teñido de rojo…
Y cuando todo eso concluye, un pelotón de «rangers» comandado por el capitán Miller (Tom Hanks) recibe la orden de ir a buscar al soldado Ryan (un entonces casi desconocido Matt Damon), el único de los hermanos supervivientes y a quien el alto mando ha decidido devolver sano y salvo a casa.
Cuando un enemigo despiadado invade tu país, tu ciudad, tu casa, tu cultura y hasta tu alma solo caben dos opciones: mirar para otro lado y hacer como que la cosa no va contigo, o pasar a la clandestinidad, luchar, matar y morir si es preciso. En una palabra, resistir. El cine de la II Guerra Mundial presenta buenos ejemplos al respecto.
«Roma, ciudad abierta» («Roma, cittá aperta», 1945).
Neorrealismo en estado puro. Roberto Rossellini solo recurrió a dos actores profesionales (grandioso Aldo Fabrizi en su papel del padre Pietro y descomunal Anna Magnani en el de Pina); el resto son personas de la calle. Por eso «Roma, cittá aperta» es tan dura, tan conmovedora y tan cercana. Inolvidable la secuencia de «la Magnani» corriendo tras el camión en el que los alemanes se llevan preso a su novio, un miembro de la resistencia.
«Esta tierra es mía» («This land is mine», 1943).
Si un director de la sensibilidad de Jean Renoir convoca a un genio de la interpretación como Charles Laughton y a una dama de la pantalla como Maureen O’Hara el resultado tiene que ser una obra maestra.
Un alegato rodado en Estados Unidos en 1943, en plena ocupación de Francia por los nazis, que narra cómo un timorato y egoísta profesor de escuela (Laughton), secretamente enamorado de una compañera (O’Hara), se rebela contra todo lo que ocurre a su alrededor y decide dar un giro dramático a su vida: tener dignidad.
La secuencia final, en la que Laughton explica a sus alumnos su última lección, consistente en la lectura de la «Declaración de derechos del hombre y el ciudadano», mientras los alemanes esperan a la puerta del aula para llevárselo, debería ser de visionado obligatorio en todas las escuelas del mundo.
La guerra refleja lo peor del ser humano, pero paradójicamente, en ocasiones también muestra lo mejor: su capacidad de sacrificio y el sentido del honor, entendido como la expresión magnificada de la dignidad.
«Carga heroica» («Carica eroica», 1952).
Un incunable, una de esas rarezas que se pueden encontrar aún en YouTube y que ofrece la visión de uno de los países derrotados (¡luego victoriosos!), Italia, pero sin entrar en consideraciones políticas o ideológicas. Solo importa contar el valor de los soldados italianos en el frente ruso.
La película, dirigida por Francesco de Robertis, cuenta la batalla de Isbuscenski, el 24 de agosto de 1942, que se considera una de las últimas cargas de caballería de la historia, protagonizada por el Regimiento Saboya número 3, que arremetió a sable y al galope contra las ametralladoras soviéticas.
«La gran evasión» («The Great Escape», 1963).
Producida y dirigida por John Sturges y protagonizada -aunque es una película eminentemente coral- por un genial Steve McQueen, «La gran evasión» recrea un hecho real: la fuga de un grupo de prisioneros aliados de un campo de internamiento alemán. Son casi tres horas de metraje que al espectador se le pasan en un suspiro; sin concesiones, sin retóricas, sin diálogos premiosos a base de plano y contraplano.
En la guerra moderna la población civil es un objetivo militar más. En el caso que nos ocupa, incluso acentuado por la vesania de Hitler hacia todo lo que consideraba «razas inferiores».
«La lista de Schindler» («Schindler’s List», 1993).
Arropada por una banda sonora de John Williams, son casi 200 minutos de una crudeza extraordinaria, en blanco y negro, con la única salvedad del abrigo rojo de una niña y de la luminosa secuencia final. Spielberg hizo su particular homenaje a sus raíces judías con una remembranza de la mayor tragedia vivida por el pueblo judío en su historia.
Rodada en Cracovia, con una extraordinaria recreación del campo de exterminio de Auschwitz y llena de secuencias memorables, como la de la aniquilación del ‘ghetto’ //ojo: entrecomillado, o gueto, en español//, el cineasta hace un retrato completo de personajes, algunos de los cuales -como un genial Ralph Fiennes en su papel del oficial de las SS Amon Goeth- son la plasmación perfecta de aquello que la filósofa judía Hannah Arendt llamó «la banalidad del mal».
Siempre se puede ver la guerra con ironía o directamente con humor.
«La novia era él» («I was a Male War Bride», 1949).
Howard Hawks más Cary Grant igual a obra maestra. En este caso, una locura monumental en la que un capitán del Ejército francés (Grant) en la Alemania ocupada inmediatamente después de la guerra se casa con una teniente del Ejército de EE.UU. (Anne Sheridan) que es repatriada a su país.
El problema surge cuando el marido desea acogerse a la ley de «esposas de guerra» para militares, lo cual genera no pocas confusiones, semánticas y de todo tipo. Comedia en estado puro, con dobles sentidos, y toques de «slapstick» (bufonada, payasada), obra de uno de los grandes del Hollywood más grande.
«El hundimiento» («Der Untergang», 2004).
Una película alemana, dirigida por Oliver Hirschbiegel y con un tan inquietante como creíble Bruno Ganz en el papel de Adolf Hitler en el Berlín sitiado y arrasado de abril de 1945.
Desquiciado y totalmente ciego ante la realidad que le rodea, lo mismo que sus más fanatizados acólitos, sus últimos soldados y generales y los últimos funcionarios que trabajaban a sus órdenes en aquella Cancillería convertida ya en el ejemplo vivo de la locura llevada al paroxismo destructivo.
Entre tanta muerte, desolación y destrucción, siempre puede surgir (o resurgir) el amor. Un amor apresurado o circunstancial, tal vez, pero necesario para sobrevivir a tanta locura.
«De aquí a la eternidad» («From here to Eternity, 1953).
Sobre el bombardeo de Pearl Harbor del 7 de diciembre de 1941 se pueden hacer buenas películas («Tora, Tora, Tora»), espectáculos pirotécnicos («Pearl Harbor») u obras maestras, como es el caso.
Fred Zinnemann tomó un reparto en estado de gracia y construyó una obra de seres humanos al límite, con un Frank Sinatra y, sobre todo, un Montgomery Clift que alcanzan la perfección. La secuencia en la que este toca «Taps» (el toque de silencio) en memoria de su querido amigo asesinado, es pura y simplemente desgarradora.
«Casablanca» (1942)
La película en la que más se fuma y se bebe de la historia del cine. Basada en una obra de Broadway titulada «Everybody comes to Rick’s», es un claro ejemplo de cómo un caos puede acabar convertido en mito.
Cine, puro cine. Michael Curtiz y nada más. Una historia de amor entre dos seres con el alma llena de cicatrices que se reencuentran (Humphrey Bogart e Ingrid Bergman). Se dice que Ronald Reagan estuvo a punto de protagonizarla. Por fortuna, al final los productores se decidieron por el inmenso «Bogie».