Es la década de los 80 y un grupo de niños rema en canoa en el Parque Provincial Killarney de Canadá, en medio de un cristalino lago color turquesa que se ve muy poco natural.
La explicación de esta agua prístina es poco alentadora.
Se debe a que este lago cerca de las industrias de níquel y cobre de la ciudad de Sudbury, Ontario, ha sido radicalmente alterado por la lluvia ácida.
Casi todos los seres vivos en el agua, como las pequeñas algas que normalmente bloquearían que la luz llega a las profundidades, se han ido, dejando el agua aquí y en los lagos de toda la región con un hermoso pero inquietante tono aguamarina.
Avancemos rápidamente hasta 2019 y ubiquémonos en otro conjunto de lagos en un rincón remoto del noroeste de Ontario. Ahí trabaja la bióloga Cyndy Desjardins, quien busca unos camarones de agua dulce llamados Mysis.
Desjardins es parte de un equipo que intenta cerrar el ciclo de un experimento de lluvia ácida que comenzó en la década de 1970.
En los peores casos, la lluvia ácida despojó de bosques a Europa, arrasó con la vida en lagos de Canadá y Estados Unidos, y perjudicó la salud humana y los cultivos en China, donde el problema persiste.
Hoy hay pocas dudas de que la causa fue el dióxido de azufre y los óxidos de nitrógeno emitidos por combustibles fósiles de automóviles e instalaciones industriales.
Cuando se combinan con agua y oxígeno en la atmósfera, estos contaminantes del aire se transforman en ácido sulfúrico y nítrico. Las gotas ácidas en las nubes caen como lluvia, nieve o granizo.
Sabemos esto ahora. Pero durante mucho tiempo la lluvia ácida fue un enigma.
En 1963, como parte de un estudio de ecosistema a largo plazo que todavía está en curso, Gene Likens recolectó una muestra de lluvia en el Bosque Experimental Hubbard Brook en las Montañas Blancas de New Hampshire, Estados Unidos.
Esa muestra fue «aproximadamente cien veces más ácida de lo que pensamos que debería ser», dice Likens, profesor de ecología en el Instituto Cary de Ciencias del Ecosistema en Millbrook, Nueva York. Su descubrimiento en 1963 ayudó a crear conciencia y a identificar la causa de la lluvia ácida. No solo en Norteamérica, sino en todo el mundo industrializado.
Otra evidencia crucial que condujo a tomar acciones contra la lluvia ácida en ambos lados de la frontera entre Canadá y Estados Unidos, provino de estudios en el Área de Lagos Experimentales (ELA) del noroeste de Ontario. Estos lagos estaban lo suficientemente lejos de las fuentes de contaminación, lo cual les permitió escapar de los efectos de la lluvia ácida.
A diferencia de muchos lagos, la composición del ecosistema saludable en el ELA estaba bien documentada. Eso permitió a científicos como David Schindler, entonces científico en el ELA y ahora profesor de la Universidad de Alberta, Canadá, agregar ácido experimentalmente a un lago y ver cómo respondía el ecosistema.
A lo largo de siete años a partir de 1976, redujeron el pH de un lago, el número 223, de 6,8 (casi neutro) a 5,0 (ligeramente ácido). Los estudios de laboratorio habían sugerido que un pH de 5,0 no afectaría a los peces. Pero en el experimento del lago 223, mucho antes de llegar a 5,0, sí les hizo daño.
Para cuando el pH alcanzó 5,6, la mayoría de los alimentos preferidos de la trucha de lago habían muerto debido al agua acidificada.
«La trucha de lago dejó de reproducirse no porque estuvieran intoxicadas por el ácido, sino porque estaban muriendo de hambre«, dice Schindler.
La microbióloga Carol Kelly llegó a ELA en 1978, justo cuando comenzaron los experimentos de lluvia ácida. Sintió curiosidad por un enigma particular con el que se habían topado los experimentos de acidificación.
Sus colegas habían calculado cuidadosamente la cantidad de ácido necesaria para bajar el pH del lago 223 a 5,0, un cálculo simple que un estudiante de secundaria podría hacer. Pero en el lago quedó claro que sus cálculos estaban fuera de control.
«Le había dado al equipo órdenes de bajar el lago a un pH determinado y luego agregar suficiente ácido para mantenerlo allí», dice Schindler. A mitad de la temporada, me informaron que se estaban quedando sin ácido. Necesitaron mucho más ácido del que pensaban para acidificar el lago, dice Kelly. Tenían que averiguar a qué se debía.
Kelly y sus colegas descubrieron que algunos microbios eran capaces de absorber parte de la acidez, ayudando a la química del lago a recuperarse. Ese hallazgo fue controvertido.
«La gente no lo creía», dice Kelly, quien notó que ocurría lo mismo en otros lugares de Canadá, Estados Unidos y Noruega.
El descubrimiento de que existen insectos neutralizadores de ácido en muchos lagos, no solo en el ELA, sugirió que los lagos podrían recuperarse si se eliminara la contaminación que causaba la lluvia ácida.
Las fotografías de peces hambrientos del lago 223, junto con los esfuerzos de grupos ambientalistas, ayudaron a persuadir a las autoridades de crear normas de calidad del aire más rigurosas.
Pero la investigación de lluvia ácida en el ELA estuvo a punto de no ocurrir.
Creado para abordar el problema del exceso de nutrientes que contaminan los lagos, trabajo que ya había llegado a conclusiones de gran alcance a principios de la década de 1970, el gobierno de Canadá estaba listo para desmantelar la estación de investigación.
Schindler dice que a pesar de la considerable evidencia, un funcionario lo acusó de inventar la idea de la lluvia ácida solo para mantener el ELA.
Los científicos comenzaron a identificar a los culpables y los periodistas cubrieron el problema durante las décadas de 1970 y 1980, pero algunas personas que trabajan en la industria estaban haciendo todo lo posible para sembrar dudas y retrasar la acción.
«Había muchos que negaban la lluvia ácida«, dice Likens. El científico recuerda que en las conferencias públicas sobre el tema que daba en ese entonces, en ocasiones alguien se levantaba, lo interrumpía bruscamente y decía que no creía en la lluvia ácida.
«A menudo les respondía: ‘¿Alguna vez has recogido una muestra de lluvia y la has analizado?’ Ellos decían ‘No’ y yo decía ‘Bueno, inténtalo alguna vez’ «.
Al igual que con el cambio climático, dice Likens, había muchas personas poderosas y ricas con intereses particulares. Desde su descubrimiento en 1963 hasta la aprobación de la Ley de Aire Limpio en 1990, la acción legislativa sobre la lluvia ácida en EE.UU. tomó 27 años.
Medio siglo después de esos primeros experimentos, el lago 223 en el ELA ya no es ácido, ya que los microbios han hecho su trabajo. La química del lago ha vuelto a su estado pre experimental. La recuperación biológica, sin embargo, se ha quedado atrás.
Los camarones de agua dulce aún no han regresado al lago 223. Desjardins y otros están investigando si la reintroducción de estos camarones puede impulsar la recuperación biológica del ecosistema.
Los primeros signos parecen positivos. Los vehículos submarinos operados a distancia que buscan evidencia de estos diminutos monstruos de las profundidades han visto solo dos camarones nadando libremente en los lagos hasta el momento, pero esto podría ser señal de que el ecosistema se está recuperando.
En general, la recuperación de lagos en Norteamérica se logró porque se atacó la fuente que daba origen a la lluvia ácida.
En comparación con los niveles de 1990, los iones de sulfato en la atmósfera han disminuido considerablemente, reduciéndose a niveles casi insignificantes en puntos que antes eran críticos.
Pero el problema no ha desaparecido por completo. El amoníaco emitido por la industria del ganado y la agricultura sigue contribuyendo a la precipitación de ácido nítrico. Y existe la preocupación de que la lluvia ácida, tanto de azufre como de nitrógeno, sea un problema creciente en Asia.
No hay soluciones simples para problemas ambientales complejos. ¿Pero hay paralelismos entre los esfuerzos para frenar la lluvia ácida y las estrategias de acción sobre el cambio climático?
Schindler ve similitudes en las tácticas de dilación empleadas por la industria. «Sembrar suficientes dudas y pagar suficientes campañas políticas puede retrasar la acción», dice.
«Eso suena bastante grosero, pero si se mira de cerca, así es como se abordan la mayoría de los problemas ambientales».
A pesar de esto, la reducción de emisiones ha sido una gran historia de éxito en la lucha contra la lluvia ácida, dice Likens. Pero se necesitan disminuciones adicionales, especialmente en los óxidos de nitrógeno.
El actual presidente de los Estados Unidos propone reducir las regulaciones sobre emisiones. Si esto sucede, dice Likens, la recuperación de lagos en lugares como las montañas Adirondack, en el noreste de Nueva York, sería particularmente vulnerable, ya que su capacidad de neutralización de ácidos ya está debilitada.
Hacer frente a la lluvia ácida en América del Norte requirió acciones en dos países vecinos. Pero para el cambio climático, el desafío es más amplio y las soluciones deben ser globales.
Sin embargo, las dos cuestiones comparten similitudes. Ambos, dice Hurley, requieren ciencia de vanguardia, cobertura de los medios y encontrar puntos en común, creando coaliciones entre los partidos opuestos.
En la lucha que Hurley ayudó a liderar contra la lluvia ácida, esto significó hablar con los trabajadores del carbón en espectáculos deportivos, entablar conversaciones sobre agua limpia para la pesca del salmón y dar paseos por los cementerios de guerra donde la acidez estaba arruinando la piedra caliza de las lápidas.
Las soluciones al problema de la lluvia ácida avanzaron, al menos en América del Norte, porque se convirtió en un problema que estaba por encima de las divisiones partidistas.
Hurley dice que «un amplio espectro de personas llegó a creer que era importante proteger los recursos naturales, nuestros bosques, nuestros lagos del norte y los peces que contienen, recursos que pertenecen a todos«.
Si se puede aprender algo de la historia de la lluvia ácida, es que la misma amplitud de apoyo y el desmantelamiento de los enfrentamientos partidistas es necesaria para proteger el clima de la Tierra.