Las calles nos siguen mostrando lo que muchos centros de estudios e investigadores de las ciencias sociales venían señalando hace un tiempo: una olla a presión, cargada de malestares y malos tratos. Nadie pudo anticipar la fecha ni la forma, pero sí muchas y muchos se preguntaban cómo era posible que esta olla no reventara con el cóctel de ingredientes que llevaba dentro, mezcla a la que en términos genéricos se le daba una etiqueta: desigualdad.
Los estallidos, manifestaciones y represiones brutales que nos ha tocado ver en estos días parecen seguir suscitando para muchos una reacción de sorpresa: el oasis atacado por alienígenas.
Por otro lado, las calles nos siguen mostrando lo que muchos centros de estudios e investigadores de las ciencias sociales venían señalando hace un tiempo: una olla a presión, cargada de malestares y malos tratos. Nadie pudo anticipar la fecha ni la forma, pero sí muchas y muchos se preguntaban cómo era posible que esta olla no reventara con el cóctel de ingredientes que llevaba dentro, mezcla a la que en términos genéricos se le daba una etiqueta: desigualdad.
En términos conceptuales, la desigualdad lamentablemente no ofrece la agudeza necesaria para poder diseccionar este problema. La inequidad, muchas veces utilizada erróneamente como sinónimo de desigualdad, permite avanzar algo más, ya que establece un criterio de proporcionalidad e intenta equilibrar desigualdad y justicia: las desigualdades justas son aquellas justificadas sobre la base de una proporción, por ejemplo, entre lo que se hace y lo que se obtiene. Un ejemplo es la idea de que si me esfuerzo más, es justo que reciba un mayor salario que alguien que se esfuerza menos (en la misma ocupación). Y con esto rápidamente llegamos a la idea del mérito, donde las recompensas (como sueldos y beneficios) deberían ser proporcionales al esfuerzo y el talento, en lugar de depender principalmente del origen familiar, apellidos y herencias.
Así, la meritocracia es una forma de distribución que genera desigualdades, pero que serían consideradas justas y que legitimarían un orden de distribución. Parece una idea frágil como principio distributivo, pero diversas investigaciones nos dicen que la idea del mérito es muy resiliente incluso ante la presencia de información de alta desigualdad. Por lo tanto, no es de extrañar que no sea la información de altos salarios o acumulación de capital lo que provoca un estallido, sino más bien la amenaza al ideal meritocrático como principio básico de legitimación de las desigualdades.
La teoría de la equidad, que se encuentra en la base del ideal meritocrático, posee dos características: comparación y acción. Llevando esto al ámbito laboral, la evaluación de justicia ocurre sobre la base de la comparación con un otro (cercano o generalizado): ¿gana lo mismo alguien que hace lo mismo que yo o que tiene mis mismas calificaciones?
Si veo que alguien gana el doble y su trabajo es similar al mío, esto desencadena una sensación de injusticia, una tensión que debe ser resuelta de alguna manera. Y su resolución lleva al segundo punto: la acción. Para volver al equilibrio, puedo hacer dos cosas: esforzarme menos y así volver al equilibrio entre lo realizado y lo recibido (por ejemplo, sacar la vuelta) o buscar aumentar lo que obtengo mediante negociación, reclamos o cambio de lugar de trabajo.
Y hasta aquí todo sigue funcionando. Lo del mérito parece ser una buena receta de legitimación de desigualdades, ya que se basa en una sensación de justicia, y las demandas educacionales que aspiran a mayor acceso a credenciales para el mundo laboral descansan también en esta idea.
Ahora, ¿qué pasa cuando este criterio de justicia meritocrática se expande a otros ámbitos, fuera de la esfera laboral y educacional? ¿Es justo, por ejemplo, que mi salud o mi pensión se asocien también a elementos meritocráticos, tal como el salario (que, en teoría, refleja mi mérito)? El sistema o modelo chileno, basado en una extendida privatización de servicios sociales, se basa en gran parte en esta expansión del principio meritocrático a esferas de política de bienestar: las personas estarían dispuestas a soportar que alguien tenga peor salud, educación o pensiones si no gana o no ha ganado suficiente dinero durante su vida laboral, porque finalmente esto reflejaría que no hizo el mérito necesario.
Esta idea podría ejemplificarse en el siguiente planteamiento: “Si no te esforzaste, entonces a aguantar no más, porque si hubieras sido responsable y te hubieras esforzado de verdad, entonces no estarías teniendo problemas de educación, salud o pensiones”. Y tras es esto, un punto ciego gigante: no importa de dónde partiste (oportunidades) sino dónde llegaste.
El hecho de que en efecto esta sea una idea muy extendida en Chile se refleja en que muchas veces se presenta como un orgullo el no haber recibido beneficios más allá del esfuerzo: «A mí no me han regalado nada». No es raro entonces escuchar repetidamente la arenga al esfuerzo, acentuado y carraspeado, en mensajes políticos. «Familias de esfuerzo» parece ser un mantra convocante, la sacralización del pilar de un sistema de responsabilización individual de derechos sociales, una olla a presión que nunca revienta y que no se puede desactivar porque nos ha sido inculcada implacablemente desde la dictadura en adelante, y parece estar en todas partes, y al mismo tiempo no está en ninguna.
Aparentemente no es posible salir de esta máquina que parece perfecta (el preciado «Mercedes Benz» de José Piñera): tengo que seguir trabajando, me sigo enfermando, voy envejeciendo. Hasta que sorpresivamente aparece una fisura por la cual salir de esta olla, desde donde poder evadir un entramado donde todo depende de la capacidad de pago basada en el esfuerzo individual. Y esta evasión de las reglas puede ocurrir en circunstancias muy específicas y localizadas, tiene que haber una puerta secreta por la cual salir. Pero las cuentas de la luz, las alzas en las AFP, la reintegración tributaria no dejan a la vista ningún lugar por donde arrancar. Aunque el Metro sí.
Ya se ha hecho mención de ciertos aspectos simbólicos del Metro como lugar donde explota la crisis actual. Pero hay que decir que interpretaciones post-hoc claramente no intentan dilucidar los motivos detrás de esta estrategia, ni mucho menos justificarla. Creo que no existe una única explicación a este hecho, ni tampoco que este refiera a una racionalidad o planificación clara. Pero ocurre, y ocurre en un lugar donde esta olla se fractura, y que luego parece expandirse en el golpeteo de muchas ollas a lo largo del país. Muchos elementos pueden hacer del Metro una metáfora que expresa una serie de malestares que ebullen por esta fractura.
Un lugar de fronteras, donde estás dentro o fuera si lo puedes pagar. Un lugar de integración y tránsito en una sociedad segregada, donde se exponen las desigualdades de manera brutal. Un lugar donde te sumerges y pierdes el derecho a la luz y aire de la superficie, consagrada principalmente al transporte privado. Un portal que me traslada diariamente a otros lugares donde trabajo y donde nunca voy a poder vivir. Un lugar de empujones y abusos, principalmente a mujeres. Un lugar hermoso («nuestro Metro») donde la experiencia de usuario puede llegar a ser horrible. Un lugar moderno donde me acarrean como un animal. Un lugar donde mi cuerpo no cabe, y tengo que entrar de espaldas presionando a otros. Un lugar donde (más encima) me dicen de un día para otro que tengo que pagar más o levantarme más temprano para poder usarlo.
Por lo tanto, un lugar donde para poder entrar, mi esfuerzo – que ya ha sido enorme– no es suficiente: tengo que esforzarme más. Un lugar estrecho como Chile, donde al parecer no cabemos todos.
Y una olla a presión de la que finalmente parece posible salir. Hasta ahora, los parches violentos no hacen sino aumentar la fractura, y todo indica que llega el momento de buscar otro lugar con otras reglas que nos permitan vivir mejor.
Juan Carlos Castillo es académico del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile y subdirector del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES).