Ni los inmigrantes ni los refugiados se encuentran en el centro de la obra del filósofo y sociólogo Jürgen Habermas, pese al hecho, poco discutible, de que los movimientos migratorios a lo largo de la historia han sido el germen de grandes transformaciones sociales, tanto en los lugares de origen como de destino.
Tal desinterés resulta especialmente insólito en un pensador como él, porque tanto la comprensión de tales fenómenos como su gestión política y social implican juicios normativos muy controvertidos en todas sus fases.
Es cierto que esta negligencia, probablemente no deliberada, era bastante común entre filósofos e incluso entre filósofos políticos hasta hace bien poco. Sin duda, esto era así cuando Habermas inició su trayectoria pública allá por la década de 1950.
Hoy, sin embargo, cuando las migraciones son una de las grandes cuestiones que definen y constituyen nuestro tiempo, ese desinterés se ha vuelto del todo incomprensible. De hecho, desde hace al menos un par de décadas, el panorama ya es otro bastante diferente: hoy contamos con toda una serie de distinguidos filósofos que de manera sistemática y con todo rigor afronta los desafíos morales y políticos que plantean los desplazamientos masivos de personas a lo largo del planeta.
En principio, la toma de posición de Habermas sobre estas cuestiones es más bien una reacción ante acontecimientos sobrevenidos. De hecho, su primera intervención destacada sobre la cuestión no tuvo lugar hasta el comienzo de la década de 1990, justo cuando cientos de miles de refugiados llegaban a Alemania huyendo de las guerras que asolaban a la ex Yugoslavia. Se abrió entonces un amplio debate sobre el derecho de asilo y el gobierno conservador de aquel momento defendió una política de acogida restrictiva con el argumento de que dicho derecho era objeto de abuso manifiesto y de que Alemania, pese a todas las evidencias, no era un «país de inmigración». Junto a numerosos ciudadanos, Habermas no sólo se movilizó personalmente, sino que se implicó a fondo en la intensa polémica que rodeó el proceso de reforma de la Ley Fundamental.
En la modificación sustancial de la regulación constitucional alemana del derecho de asilo –cuyos generosos márgenes habían sido perfilados en 1949 como una rectificación histórica de las emigraciones masivas provocadas por las persecuciones políticas y étnicas de la dictadura nazi– Habermas percibió un intento de detener sin más los flujos migratorios atendiendo exclusivamente a particulares razones de política interna. A partir de esa experiencia tomó conciencia de que la gestión política de las migraciones internacionales ponen en un brete la pretensión de validez universal de los derechos humanos.
Habermas considera indispensable introducir una perspectiva normativa que sirva de contrapeso a las maniobras políticas cortoplacistas. Sus consideraciones, como se verá, tienen como objeto dos aspectos diferentes del fenómeno: versan, en primer lugar, sobre el deber jurídico, pero también moral, de admitir refugiados y migrantes; atienden, en segundo lugar, a las condiciones en las que han de discurrir el proceso de integración de tales personas dentro de un Estado democrático.
En ese primer texto relevante de Habermas que se acaba de mencionar se encuentra ya una constante que guiará su aproximación al tema: “Las cuestiones de asilo político e inmigración conforman un solo «paquete» (Junktim)”. Nuestro autor hace uso aquí del término de origen latino iunctim, una cláusula jurisprudencial empleada para indicar la necesidad imperiosa de abordar conjuntamente dos o más asuntos dada su íntima conexión que condiciona la posible resolución de cualquiera de ellos por separado.
Esto tiene especial validez para el asunto de marras: no cabe disociar sin más entre el asilo político y la migración que huye de la pobreza y menos aún esgrimir dicha diferencia como coartada para eludir las obligaciones de los países más prósperos –y él tiene en mente particularmente a los europeos– con los refugiados procedentes de las regiones empobrecidas del planeta.
Es por eso por lo que, en su opinión, el debate sobre el asilo, tal como se plantea, resulta engañoso y falaz. Dado el grado imbricación entre ambas formas de movilidad humana, los inmigrantes económicos no pueden ser excluidos sin más del derecho de asilo.
En diversos textos de finales de la década de 1990, Habermas desarrolló esta idea y la armó con nuevos argumentos. Según él, no se puede reducir el derecho de asilo a lo dispuesto literalmente en el artículo 33 de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 (según el cual, puede hacer valer su derecho al asilo cualquier persona que huye de países «donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social o de sus opiniones políticas»).
La vida de las personas puede estar en peligro no sólo por persecuciones de carácter religioso, político o étnico, que son los casos amparados por dicha Convención. Dignos de igual protección, tal como sostiene Habermas, son también aquellos “que quieren escapar de una existencia miserable en su propia patria” y deambulan a la búsqueda de un lugar donde recalar.
Para garantizar que las personas puedan encontrar en este mundo un lugar seguro donde desarrollar su proyecto de vida, existe cobertura jurídica y política, pero sobre todo hay buenas razones morales. Si esto es así, entonces resultan poco defendibles las manifestaciones de chovinismo del bienestar, tras cuya barrera se atrincheran posiciones nacional-populistas radicalmente insolidarias, que consideran legítimo reservar los recursos de un país en beneficio exclusivo de los propios ciudadanos y restringir la entrada de extranjeros.
Habermas se muestra convencido de que las prósperas sociedades europeas no han sobrepasado ni de lejos sus propias capacidades materiales de admisión y de que esa mentalidad chovinista predominante se interpone en el camino de una solución razonable para un país como Alemania que hace tiempo que se transformó en un país de inmigración. Por eso, se revuelve airado contra quienes en lugar de llorar a las víctimas de la violencia xenófoba, se preocupan exclusivamente por la reputación de Alemania en el extranjero.
Sin embargo, con el transcurso del tiempo, y especialmente en el contexto de la crisis de refugiados en el Mediterráneo de 2015, Habermas ha ido matizando su propia posición, hasta llegar a manifestarse en contra, en principio, de un ilimitado derecho de asilo por considerarlo poco factible por razones de orden económico.
No obstante, no considera lícito desatenderse del problema y plantea una vía de solución integral que vaya a su origen: “Hacer frente a la raíz de los flujos migratorios, es decir, combatir no simplemente las consecuencias de la inmigración, sino las causas de la emigración. En general, uno no emigra por placer o pura sed de aventuras”. De ahí que la flexibilidad deba ser la regla en las políticas de control fronterizo.
Junto a la crucial pregunta relativa a la admisión de inmigrantes y refugiados, Habermas se plantea también la pregunta normativa acerca de las posibles condiciones que un Estado democrático puede imponer para la integración de los nuevos vecinos.
Su respuesta, que empezó a perfilarse en distintos textos de finales de la década de 1990, supone una clara apuesta por una integración inclusiva frente a cualquier atisbo de xenofobia.
El proceso de integración no es una calle de sentido único, sino de doble dirección: para quien llega, presupone el derecho a mantener la propia forma de vida cultural y la obligación de aceptar el marco político de convivencia definido por los principios constitucionales y los derechos humanos; para los ciudadanos del país receptor también tiene consecuencias, pues “no hay integración sin ampliación del propio horizonte, sin disposición a soportar un amplio espectro de olores y pensamientos, incluido también dolorosas disonancias cognitivas”.
Para lograr implementar este proceso bidireccional se requiere establecer una nítida distinción entre dos niveles de integración, esto es, entre los elementos que configuran la cultura política de una sociedad y las diversas formas de vida que individuos libremente pueden abrazar.
A los inmigrantes se les puede y se les debe exigir aculturación política, pero no es admisible exigirles también su integración étnico-cultural y que tengan que abandonar sus particulares formas de vida: “Lo único que se debe esperar de los inmigrantes es la voluntad de entrar en la cultura política de su nueva patria, sin tener que renunciar por ello a la forma de vida cultural de sus orígenes”. Sería la integridad de los principios constitucionales universalistas, no la particular forma de vida de la sociedad receptora, lo que habría que preservar.
Habermas es bien consciente de que en las sociedades receptoras existen poderosas fuerzas empeñadas por mantener la homogeneidad cultural con el fin de asegurarse la hegemonía.
Frente a esta influyente deriva, afirma que el propósito de las políticas públicas propias de una democracia no puede ser ése, sino lograr «la inclusión del otro». Como dirá de paso en un escrito posterior, la mayoría social de un país que acoge inmigrantes no puede prescribir “la propia forma de vida cultural (…) como la supuesta cultura dominante (Leitkultur)”. Esta remisión a la noción de Leitkultur («cultura guía» o «cultura de referencia» en cuanto cultura hegemónica en un Estado nacional) no es casual.
El término se había consolidado ya por entonces en los debates públicos en Alemania sobre inmigración y Habermas considera importante intentar deslegitimarlo, pues presupone una comprensión etnicista –y, por ende, tendenciosa– de la Constitución. Desde su perspectiva jurídico-política, no es aceptable sostener que un Estado liberal puede y debe exigir más de sus inmigrantes que aprender el idioma del país y aceptar los principios de la Constitución.
Asimilar también los peculiares valores de la cultura mayoritaria y adoptar sus costumbres idiosincráticas no se encuentran entre sus deberes. Dado que los inmigrantes traen consigo referencias culturales diferentes, aportarán previsiblemente perspectivas distintas a la interpretación de la constitución política. En principio, tales aportaciones pueden y deben ser entendidas como ingrediente de la conversación democrática, más que como un freno a la misma.
A este problemático empeño de afirmar la forma cultural predominante –supuestamente homogénea e invariable en el tiempo– frente a quienes proceden de fuera y poseen una herencia diferente, Habermas se muestra alarmado por el aumento de hostilidad hacia los inmigrantes, que reflejan diversos estudios y encuestas de opinión realizados entre la población alemana.
Juntos a esos datos, dos eventos con notable resonancia en la esfera pública alemana son los que activan esta nueva intervención de Habermas: por un lado, la extraordinaria recepción obtenida por un libro de Thilo Sarrazin (2010) en el que sin rubor se hacían valer presuntos argumentos genetistas; y, por otro, la airada reacción ante un discurso del presidente Federal en el que se atrevía a afirmar que “también el Islam forma parte de Alemania”. Ambos eventos denotan el creciente apoyo popular a la idea de que el futuro del país se encuentra amenazado por el tipo equivocado de inmigrantes que llegan, especialmente los procedentes de países musulmanes.
Con respecto a la inmigración musulmana en particular, Habermas ya se había pronunciado con anterioridad.
En primer lugar, reconoce que los flujos migratorios hacia las sociedades occidentales ha supuesto en muchos casos el florecimiento en su seno de religiones poco profesadas hasta hace poco.
En segundo lugar, subraya que la presencia de creyentes de tales religiones constituye uno de los principales factores impulsores del cambio de conciencia en lo referente al papel de las religiones en la esfera pública.
En tercer lugar, sostiene que “los inmigrantes musulmanes no pueden ser integrados en una sociedad occidental en contra de su religión, sino sólo con ella”.
En cualquier caso, considera que los requisitos de integración en la cultura política no tienen que variar en función de la confesión que profese cada inmigrante.
Habermas ha subrayado el carácter imperativo del deber de acoger refugiados especialmente por parte de los países más prósperos, como es el caso de los países europeos.
Se ha ocupado asimismo de la regulación de la buena convivencia en una sociedad de inmigración, pero no del derecho de los individuos a emigrar e instalarse en otro país. Esto es así, aunque es obvio que la pregunta por quién tiene derecho a emigrar es una cuestión independiente y anterior a cómo ha de integrarse.
Es frecuente encontrarse con defensores de una política liberal y abierta de convivencia multicultural que al mismo tiempo niegan u olvidan el derecho humano a emigrar.
En cualquier caso, en Habermas no encontraremos una defensa explícita de una política de fronteras abiertas ni tampoco lo contrario.
Artículo publicado con la colaboración de la Fundación para el Conocimiento madri+d.
Una versión completa, con las correspondientes referencias bibliográficas, se encuentra en el artículo “Habermas y el desafío del asilo y la migración” publicado en Cuadernos Salmantinos de Filosofía, nº 46, 2019.