Euphoria te deja fuera de juego, a veces dando jugo, balbuceando moralidad conservadora para entender una escena explícita. “Efectista”, “innecesaria”, “gratuita”, fueron palabras que escuché al momento de ver un episodio. Y sí, tan efectista, que terminamos pegados a la pantalla cada domingo de este invierno que se suponía consagrado a Game of Thrones
La mejor serie que vi en 2019. Cómo explicarlo. Si no eres adolescente y tienes la edad para verla, terminas como si te dieran una patada en el rostro. Quien haya vivido una situación similar, entenderá. Una tras otra, episodio a episodio, van y vienen, como las olas de Fukushima o los tazones de mierda que debe beber el alcalde Carcetti en The Wire, también de HBO. Sinceramente, no veo a mis padres disfrutando de ella.
[cita tipo=»destaque»]Euphoria es una serie tan brutal como seductora, tan lejana como propia. Es un contrasentido energético como la adolescencia. Y los mayores deberíamos gastar más tiempo en comprender ese proceso, y menos en criticar con esa superioridad arrogante y avinagrada que nos caracteriza. Ver Euphoria ayuda a entender la fuerza joven detrás de la primavera chilena. Porque esto no es American Pie, ni es una bocanada de aire fresco.[/cita]
El visionado es intenso por el contraste entre las luces de colores y una penumbra persistente. Las escenas utilizan una paleta cromática que hipnotiza como el móvil a las guaguas. Refulgen furiosos violetas, fucsias y celestes que no puedes parar de mirar, porque entre otras cosas, nos suenan a algo que ya hemos visto. Son, “las luces de las barcas que lastiman a nuestros ojos”. Son, “las luces que queman las manos”. Ahí recién caes en que estás mirando tu propia historia porque —mucho antes— también adoleciste de la sacrosanta madurez.
La adolescencia es una metamorfosis dolorosa, y no en sentido retórico. Es la transición al cuerpo adulto que, a partir de ahí, va cuesta abajo en la rodada. Euphoria va de eso, del cambio, o dicho mejor, de todos los tipos de cambio: tecnológico, moral, económico, sexual, entre otros. Pero los viejos solemos tener mala memoria y los recuerdos de esa etapa están edulcorados por la distancia, y la amargura de vivir que cantaba un Roque Narvaja cuando quería ser mayor.
Porque Euphoria te deja fuera de juego, a veces dando jugo, balbuceando moralidad conservadora para entender una escena explícita. “Efectista”, “innecesaria”, “gratuita”, fueron palabras que escuché al momento de ver un episodio. Y sí, tan efectista, que terminamos pegados a la pantalla cada domingo de este invierno que se suponía consagrado a Game of Thrones. Mira que soy bastante seguidor del subgénero teen inglés, que ya suele ser excedido con diferencia. En Skins, Misfits, Chewing Gum o The Inbetweeners, la subversión audiovisual desborda lo que entendemos por corrección. El “no son las formas, no es el momento”, ese eslogan tan chileno, nunca es parte de sus guiones. Así que, si piensas que ya lo viste todo, te llevarás una sorpresa. Y el mejor regalo que te puede dar una serie, es que —físicamente— te estremezca. Acá eso pasa a menudo.
Para bien o para mal, la calidad de Euphoria se la agradecemos a la televisión israelí. Y lo dice un simpatizante del movimiento “Boicot, Desinversión, Sanciones” (BDS). Esto no es novedad, como tampoco lo es el oficio de HBO para captar el potencial narrativo de las series originales. Lo hizo antes con In treatment (BeTipul), como también lo ha hecho Showtime con Homeland (Hatufim).
Pero Euphoria tiene otro factor a su favor, con nombre, y sin apellido: Zendaya. Su actuación para dar vida a un personaje que oscila entre la madurez y esa idea que suele habitar en el cerebro adolescente en desarrollo, la autodestrucción, es francamente soberbia. Amor, autodescubrimiento sexual, drogas, incertidumbre, y mucho teléfono móvil e internet, son el cóctel del que bebe Zendaya durante los ocho episodios de la temporada. Simplemente, magistral. Personalmente, todo un hallazgo.
Euphoria es una serie tan brutal como seductora, tan lejana como propia. Es un contrasentido energético como la adolescencia. Y los mayores deberíamos gastar más tiempo en comprender ese proceso, y menos en criticar con esa superioridad arrogante y avinagrada que nos caracteriza. Ver Euphoria ayuda a entender la fuerza joven detrás de la primavera chilena. Porque esto no es American Pie, ni es una bocanada de aire fresco. Esto es el huracán Zendaya que llegó para quedarse. Larga vida a Euphoria de HBO (sin duda su año). Hay segunda temporada en 2020.
Que la metamorfosis sea eterna.
Claudio Lagos Olivero. @claudiolagoso