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Joaquín Escobar: “La literatura no es un pedestal moral, no es un lugar para hablar de lo políticamente correcto” CULTURA Créditos: @npuntoaparte

Joaquín Escobar: “La literatura no es un pedestal moral, no es un lugar para hablar de lo políticamente correcto”

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“Apostados afuera del centro comercial había bomberos, policías y milicos. Armados hasta los huesos. Tenían bazucas usadas por los escuadrones de la muerte y pistolas de Patria y Libertad. La prensa hablaba de terroristas haitianos manejados por células cubanas. Los vecinos se apostaron en los alrededores con sus teléfonos en mano: la masacre sería televisada”, se lee en su último libro «Cotillón en el capitalismo tardío», lanzado un día antes del estallido.


“Detestaba los relatos autobiográficos, odiaba la escritura del yo; siempre consideró la literatura de los hijos como la literatura de la Concertación”.

«Cotillón en el capitalismo tardío»

Joaquín Escobar lanzó su segundo libro, «Cotillón en el capitalismo tardío» (Ediciones Punto Aparte, 2019) el jueves 17 de octubre, un día antes del estallido social que ha convulsionado las calles de Chile, y que tuvo como punto de lanza el aumento en las tarifas del metro y la evasión de los escolares. Escobar, casi como un agorero, nos presenta un libro de cuentos que mucho tiene que ver con la contingencia, con el delirio, con la devastación, con un modelo económico y cultural que pareciera ser el pandemónium de nuestros tiempos y que, con sorna, atraviesa su pluma liviana aunque no por ello menos aguda y trepidante.

-Ocurre en este libro tal como en el anterior, «Se vende humo», un universo plagado, por no decir bombardeado, de citas, guiños a teleseries noventeras, programas televisivos, libros, canciones, el chocolate Trencito, los Thundercats, las Sailor Moon, Muhammad Ali, James Dean o el comandante Ramiro, ¿cómo surge esto? O como dijeron en el lanzamiento, ¿existe realmente un “plan Escobar”?

-Me gusta construir la literatura con referencias híbridas. No creo que todo tenga que ser móvil, ni dogmático ni mucho menos academicista. Pueden convivir en un mismo relato las barras bravas, la teleserie «Rompecorazón» y el comandante Ramiro. Me interesan los personajes que durante la mañana están leyendo a Nicanor Parra y un par de horas después están en el estadio cantando por sus colores. Tal como dijo el poeta Gabriel Zanetti en la presentación de «Cotillón en el capitalismo tardío»: “Saber quién es Mostaza Merlo acá es equivalente a saber quién es Julia Kristeva”. Por construcciones así te pueden acusar de inverosímil y posmoderno, pero qué más da, son riesgos que hay que correr, sé que mi literatura no le va a gustar a todo el mundo y está bien que así sea; si no queremos que nos critiquen los textos dediquémonos a otra cosa.

Por otra parte, el dramaturgo Cristian Cristino fue quien comenzó con esta idea del plan Escobar. Y sí, existe un plan que es construir una literatura que incomode, que moleste, que no deje indiferente al lector. Lo mío es la construcción grotesca anclada en el humor negro.

-Considerando el epígrafe de Pier Paolo Pasolini es evidente que buscas provocar, ir en contra de lo políticamente correcto. En este sentido, el cotillón es lo más parecido al bluf y en tu libro abundan las imposturas, marcos ideológicos que bien podrían juzgarse serios desde cierto sector político, ¿no tienes miedo de meterte, como se dice, en la pata de los caballos con cuentos como «Todos sabíamos quién era Rosa Luxemburgo, pero a los pobres solo los conocíamos por fotos»?

-La literatura no es un pedestal moral. No es un lugar para hablar de lo políticamente correcto, de hecho, es un lugar para destruir y deformar esta construcción. No concibo esas formas literarias que centran todo entre el bien y el mal, entre lo que podemos decir y lo que no, la creación literaria es un paño para edificar sin ningún tipo de límites, sin reservas morales ni conservadurismos, por lo mismo, es lamentable que de un tiempo a esta parte existan críticos, académicos y lectores que andan condenando lo que se escribe, apuntando con el dedo y juzgando. Son algo así como una policía del lenguaje, un servicio de inteligencia de lo literario. Existe ese infantilismo de confundir autor con narrador que me tiene podrido. Tal como mencionas, el epígrafe de Pasolini que está en Cotillón es clave para entender la construcción de todos los cuentos: “Escandalizar es un derecho y ser escandalizado es un placer. Quien rechaza ser escandalizado es un moralista”.

-Está el Colegio Latinoamericano de Integración, claro, ¿pero qué tanto de la memoria personal está presente en este libro?

-Estudié en el Colegio Latinoamericano de Integración toda mi etapa escolar. Lo conocí bien, desde adentro, siendo un adolescente vi todas sus virtudes y todas esas falencias de las que tan poco se habla. Tal como expongo en el libro, éramos los hijos de los comunistas con plata, éramos parte de lo que se conoce como la whisky izquierda. Más allá del cariño inconmensurable que siento por el colegio es innegable que vivíamos en una burbuja que con el tiempo nos explotó en la cara. De igual forma “Todos sabíamos quién era Rosa Luxemburgo, pero a los pobres sólo los conocíamos por fotos”, es el único relato de autoficción. No tiendo a escribir sobre mi vida, muchas veces ni siquiera pienso lo que dicen mis personajes, prefiero construir literatura con otras formas que no sean el ombliguismo.

-Tus personajes viven en contradicciones, parecen ir al extremo y terminan estrellándose en el muro de la realidad, esto ya había ocurrido en tu anterior libro, como si ficción y no ficción no fueran tan diferentes entre sí, ¿es algo consciente?

-Me parece que no existen muchas diferencias entre realidad y ficción. Todo lo que recordamos está lleno de ficción. Cada recuerdo, cada conversación, cada historia de amor que alguna vez vivimos la idealizamos o la condenamos por la contaminación que trae consigo el paso del tiempo. Nada se construye en estado puro. Un autor que admiro mucho como Ricardo Piglia siempre lo decía, todos estamos siempre haciendo literatura, no es necesario escribirla ni llevarla a un papel para convertirla en un relato. Contarles una anécdota a los amigos o recordar en silencio también es una construcción literaria, y eso ya es una ficción, quizás esta misma entrevista es de por sí una ficción.

-Me llama la atención la configuración psicológica y cultural de tus personajes. Por ejemplo, en el cuento «El fascismo crónico de Vitamina Spencer», el protagonista tiene coherencia en sus acciones, en sus lecturas y referentes. Escucha Música Libre, celebra el golpe de Estado, va al Passapoga, recita poemas de Ezra Pound, y crítica a Astérix y Obélix por ser un cómic subversivo, ¿esto sale espontáneo o hay alguna investigación previa? ¿Crees que aporta verosimilitud, compensando lo delirante de las historias?

-No me interesa construir literatura verosímil. Nunca he visto a la literatura como un cubo rubik en el que todas las piezas tienen que calzar, no creo en el álgebra literaria. Me interesa el caos, el delirio, lo absurdo. En relación al Vitamina Spencer, no lo veo como un personaje tan anexo a nuestra realidad. Es la construcción del momio recalcitrante que existe en Chile, la mayoría de las opiniones que emite se las escuché a la gente de derecha, por lo mismo, quise pulsar los pensamientos y las formas en que el fascismo chileno construye sus formas discursivas y llevarlas a un cuento. Por supuesto que hay delirios, como cuando el Vitamina viaja a la Isla de Pascua para reprimir a las guerrillas que buscan independizarse o la inexistente guerra que se produce entre Chile y Argentina a raíz de un partido de fútbol. Pero más allá de estos retratos disparatados, el realismo delirante que hago (o pretendo hacer) describe las formas en que se construye Chile, como diría Enrique Lihn “El horroroso Chile”.

-Hay situaciones bastantes delirantes, hasta surreales, como en el cuento «La academia del cotillón», donde el personaje de Duarte se va a Brasil en búsqueda de la Fogueteira o la detención de la profesora Perazza en Francia y su inmolación performática; o bien en el cuento «Triglicéridos y revoluciones fallidas» donde unos soldaditos de plomo cobran vida y producen una guerra con aviones, tanques y metrallas; además de lanchas por el Mapocho o el fantasma de Jaime Guzmán por el Paseo Phillips en A llorar a la iglesia, y la cirugía de cambio de sexo de Beno Zabala, líder de la barra de Santiago Wanderers, luego de robar el lienzo gigante de Everton, en Una deconstrucción en la barra de Wanderers, ¿cómo vas desarrollando estas historias, mezcladas con esa polifonía de referencias?

-Ojo que la realidad chilena también es bastante delirante. Todos los casos sistemáticos de violaciones a los derechos humanos que han ocurrido durante el estallido social parecieran ser sacados de una ficción pero son reales. Cada día que pasa escuchamos historias atroces y feroces que hablan de la brutalidad con la que la derecha ha manejado las protestas del pueblo chileno. Yo jamás pensé en ver a los milicos en las calles nuevamente, se me pararon todos los pelos cuando los vi apuntándonos con sus metralletas, todo parecía sacado de una novela que retrataba las dictaduras latinoamericanas de los setenta. Si nos ponemos a pensar en las absurdas penas que recibieron los empresarios por los distintos casos de colusión o en lo penosamente ridículo del informe Big data, estamos viendo un Chile delirante y grotesco en donde todo está patas para arriba. En «Cotillón en el capitalismo tardío» no hago cosas tan anexas a las que se ven en el país.

-La “alta cultura” representada por íconos como Grínor Rojo, Simone de Beauvoir, Michel Foucault o Julieta Kirkwood, se codea con la “baja cultura”, representada por los puteríos de calle Bandera, moteles de calle Cumming, la juerga, la cocaína y el fútbol, ¿hay allí una burla a secas al arribismo progre y clasista?

-Me irrita el mundillo progre que habla todo desde una supremacía moral. Ese tono autosuficiente de: “Mira, yo te voy a contar cómo funciona…”, las luchas sociales no se inventaron cuando las descubrieron ellos, son anteriores a todo y hay que entenderlas en sus contextos. Me molestan aquellos que relativizan todo, que no son de aquí ni de allá. Creo que siempre hay que tomar posición, tener una postura y defenderla. A mí no me gusta la gente que no es ni chicha ni limoná. En «Cotillón» retrato, personifico y caricaturizo a todos esos personajes a los que les gusta andar pintando el mono con la challa de la estética, como Protonov, el protagonista de «Trigliceridos y revoluciones fallidas», que es una especie de Mijail Bakunin en versión fruna. Todas las acciones que realiza son para posicionarse socialmente y no por buscar un cambio real.

Yo soy un admirador del Che, de Fidel, del presidente Chávez. Creo en una izquierda latinoamericana unificada que pueda asentar sus bases en un ideal de clase. Siempre he creído que el ecologismo sin lucha social no es nada más que jardinería. En el cuento «La batalla del supermercado» un grupo de trabajadores se toman el centro comercial en el cual trabajan. Se ponen a leer a Gramsci, a Marx, a Foucault, discuten sus teorías y pretenden emanciparse buscando una mejor vida. Algo de eso está pasando en el Chile post 18 de octubre, las masas se están organizando y pidiendo que se le devuelvan los privilegios que les quitaron unos pocos. La banda sonora de ese cuento y de lo que está pasando en Chile podría ser una canción de Serrat que se llama «Disculpe el señor».

-Hay una mordacidad bastante explícita respecto al estatuto del crítico literario chileno, snob e izquierdista renovado, ese que panfletea y, al mismo tiempo, bebe café en el Starbucks. Cito: “La crítica literaria se compra sus dildos en el Barrio Lastarria. La crítica literaria se siente antisistémica por vestirse con ropa usada (…) La crítica literaria dice que el fútbol es un deporte patriarcal y superficial”. A propósito de este pasaje y otros, ¿cómo ves el panorama chileno actual?

-No me gustan los izquierdistas renovados. No me gusta toda la gente que pasó de ser ultra a ser socialdemócrata, como lo fueron Michelle Bachelet y Pascal Allende. Me burlo de ellos en el Cotillón y en «Se vende humo». Como dije en la respuesta anterior, es más importante lo ideológico que lo estético, menos discurso anclado en la pará social y la autosuficiencia, y mucho más ideología histórica. Por ejemplo, y tal como se puede ver en los cuentos de «Cotillón en el capitalismo tardío», el mundillo progre siempre se ha burlado de todos aquellos a los que nos gusta el fútbol. Nos ven como unos pobres brutos a los que sólo nos interesa ver a 11 millonarios correr atrás de una pelota. Esos simplismos, me irritan. Hay mucha ignorancia al no querer entender la cultura popular. Yo milito en una agrupación llamada Alta la frente, somos hinchas de Católica con un pensamiento político de izquierda que buscamos construir un club social alejado de las alimañas libremercadistas. Nos interesamos por la política, el país, Latinoamérica. Creemos que el estadio es un lugar fértil desde el cual hacer política. Entender que el fútbol es mucho más que un deporte. Este tipo de hipótesis están presentes en «Cotillón». La necesidad de recuperar espacios y ponerlos al servicio de las luchas sociales.

¿El panorama literario chileno actual? Me gusta bastante. Leo harto a los y las colegas. Me gusta el trabajo de Nicolás Meneses, Marcelo Mellado, Carolina Brown, Natalia Berbelagua, Diego Zúñiga, Cristian Geisse Navarro, Ricardo Elías, Francisco García Mendoza, Nona Fernández, Marcelo Leonart, Emilio Ramón. Se están construyendo cosas interesantes. Me parece que sin prisa pero sin pausa está comenzando otra época literaria que va dejando atrás la literatura del yo.

-Por último, la posmodernidad es una palabra que atraviesa el «Cotillón en el capitalismo tardío», ¿qué significa este concepto a la luz de tus personajes, de tus cuentos, de tu propuesta literaria?

-Las definiciones que más me gustan de posmodernidad son las de Néstor García Canclini y de Gilles Lipovetsky. Ambos plantean ideas en las que abunda lo híbrido, la mezcolanza, la figura del collage. De allí nacen mis cuentos, de meter en una juguera literaria cosas que supuestamente no tengan tanta relación: barras bravas que recitan poemas de Ernesto Cardenal o militantes del PPD que en su espalda tengan un tatuaje del Cabezón Ruggeri. ¿Será mi literatura posmoderna? No sé, tal vez sí, tal vez no, ¿importan los rótulos?

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