En la lucha contra un virus y su propagación solo cabe confiar en la ciencia: las vacunas, las medidas de prevención, la eficacia de los sistemas de salud… En esa batalla de poco sirven las palabras.
Pero si de lo que se trata es de luchar contra el miedo (y buena parte del fenómeno que vive el mundo en las últimas semanas es una acumulación de temores más o menos fundados) las palabras no solo son importantes, son fundamentales.
Desde el propio nombre de la enfermedad hasta la calificación de su extensión geográfica, pasando por los términos que se emplean en los medios para referirse a la situación creada por la propagación del virus, el lenguaje juega un papel crucial en el modo en que afrontamos este asunto.
La Organización Mundial de la Salud conoce mejor que nadie la importancia de elegir bien el nombre que se da a una nueva enfermedad. Por eso, ya el 11 de febrero del 2020, decidió bautizar esta como «COVID-19», un acrónimo de «coronavirus disease», es decir, de «enfermedad del coronavirus».
Trataba de esa forma de poner coto a otros nombres informales que ya se estaban extendiendo y que apuntaban directamente a la zona en la que se detectaron los primeros casos («neumonía china», «fiebre de Wuhán»…).
La reacción de la OMS no fue improvisada ni casual. Esta organización cuenta desde hace años con un documento de buenas prácticas en el que señala cómo se debe (y sobre todo cómo no se debe) poner nombre a las nuevas enfermedades.
No se trata de un afán normativista, sino, como señala ese mismo documento, de «minimizar los impactos negativos de los nombres de enfermedades en el comercio, los viajes, el turismo, el bienestar animal y evitar ofender a ningún grupo cultural, social, nacional, regional, profesional o étnico».
A nadie le gusta (ni le interesa) ver su nombre asociado a una enfermedad, en especial si esta, por la razón que sea, es la causa de una alarma social (de nuevo el miedo), que nunca se compadece muy bien con la economía, los negocios, el comercio…
La OMS establece varios consejos sobre la creación de esos nombres, añade que deben ser preferiblemente cortos y fáciles de pronunciar e indica que no tienen que incluir términos que provoquen un miedo injustificado («mortal», «letal», «fatal»…). Explica, además, qué elementos se deben evitar en la denominación: nombres de zonas geográficas, personas, especies animales ni colectivos profesionales o culturales.
Con estas normas en la mano, hoy sería imposible bautizar una nueva enfermedad con nombres tan clásicos como «fiebre española», «mal de Chagas» o «enfermedad del legionario»; ni siquiera con otros más recientes como «síndrome respiratorio de Oriente Medio» o «gripe aviar».
De momento, sí parece que han dejado de usarse las expresiones que apuntaban a China, pero los medios parecen haberse decantado claramente por referirse a la enfermedad por el nombre del virus («coronavirus», aunque este es en realidad el de la familia de este virus concreto), lo cual no es lo más preciso ni lo más aconsejable.
Lo recomendable para designar la enfermedad es usar el acrónimo que propone la OMS («COVID-19») o su desarrollo «enfermedad del coronavirus», pero no «coronavirus» a secas.
Sin embargo, una búsqueda en Google Noticias en español permite comprobar que la denominación oficial «COVID-19» arroja 31 millones de resultados frente a casi 250 millones de «coronavirus».
¿Por qué? La razones pueden ser varias, pero seguramente una de ellas es el círculo vicioso que forman los medios, los buscadores de internet y los lectores. Los medios usan la forma «coronavirus» porque es la que les da mayor visibilidad en los buscadores, que han llegado a la conclusión de que esa es la palabra que buscan los lectores, quienes a su vez usan esa y no otra influidos por los medios de comunicación. Y vuelta a empezar.
El uso de los términos «epidemia» y «pandemia» ha causado cierta confusión y ejemplifica bien cómo a menudo las palabras significan una cosa en el uso general y otra en el especializado.
Con los diccionarios en la mano (incluso el de términos médicos de la Real Academia Nacional de Medicina de España), una «pandemia» es una ‘una epidemia de una enfermedad transmisible que afecta a un amplio número de individuos y se extiende por diversos países en distintos continentes’. A la luz de esta definición, la situación actual parece encajar bien en esa denominación.
Pero una cosa son las definiciones de los diccionarios y otra la utilización técnica de los términos. La OMS es más restrictiva (quizá una vez más para evitar términos que contribuyan a extender el miedo) y solo considera que hay una pandemia si la enfermedad se ha extendido a todos los continentes, de modo que, por ahora, ha decido calificarla como «emergencia de salud pública de preocupación internacional», PHEIC por sus siglas en inglés.
De un modo u otro, lo cierto es que las noticias sobre este asunto copan desde hace días los espacios informativos e influyen decisivamente, con su lenguaje y su modo de enfocar la información, en la percepción que los ciudadanos tienen sobre la enfermedad, su expansión y las reacciones sociales que se generan en estas situaciones.
Y aquí entran en juego los términos sonoros y contundentes que se ven cada día en los titulares: «histeria», «psicosis», «paranoia»…
El empleo de este tipo de expresiones plantea dos cuestiones interesantes desde el punto de vista del lenguaje en los medios de comunicación.
La primera es que se están utilizando nombres de enfermedades mentales para describir algo totalmente distinto. Lingüísticamente hablando, cabe pensar que se trata de extensiones metafóricas del sentido original que ya recogen muchos diccionarios (no olvidemos que estas obras registran el uso que hacen los hablantes, no les indican cómo tienen que hablar).
Pero quizá convenga reflexionar un poco antes de hacer este uso, que puede resultar un poco frívolo y que los colectivos que representan a las personas con trastorno mental consideran inapropiado, peyorativo y perjudicial para su imagen.
También cabe pararse un poco a la hora de establecer la gradación de los calificativos en una situación como la actual. Si ante los primeros casos de una enfermedad como la COVID-19 empleamos «histeria», «psicosis» o «paranoia» —saltándonos de un plumazo la «inquietud», la «preocupación» y hasta el «temor»—, habremos agotado de una vez los calificativos mayores y no nos quedará más remedio que emprender una huida hacia adelante en busca de palabras aún más rotundas en la siguiente crónica.
Palabras de esas que no solo no sirven para detener los virus, sino que contribuyen a que el miedo se expanda con una virulencia mayor que la de la propia enfermedad.