Hoy en día la comunicación intestino-cerebro es un tema de gran interés no solo para la neurociencia sino también para la microbiología, puesto que se ha descubierto que las bacterias que residen en el intestino (conocidas en términos técnicos como microbiota intestinal) pueden generar estímulos que modifican el comportamiento del animal en el que se encuentran.
¿Qué tan dueños somos de nuestros actos? ¿Qué determina nuestras decisiones? Estas son preguntas interesantes que han sido abordadas desde la antigüedad por disciplinas del pensamiento como la filosofía y la teología. La neurociencia no ha sido ajena a ellas, y las ha abordado a través de estudios comportamentales, neuroquímicos, y fisiológicos. El reciente trabajo del grupo del profesor Mauro Costa-Mattioli, de la universidad de Baylor en Houston, ha probado que la presencia de una sola bacteria en el intestino, Lactobacillus reuteri (L reuteri), es capaz de modificar el comportamiento de ratones con deficiencia en su sociabilidad. Aunque a primera vista puede pasar desapercibido, este estudio tiene implicaciones muy interesantes para la neurociencia y el estudio del comportamiento.
Las interacciones sociales entre animales y la conducta humana son comportamientos complejos que involucran extensas redes neuronales y requieren ser procesados por el cerebro. Factores como estímulos del exterior, nuestro estado de ánimo, o químicos como el alcohol pueden modelar nuestro comportamiento de diversas formas. Curiosamente, uno de los factores que puede modificar nuestro comportamiento es el intestino; la existencia de la interacción del cerebro hacia el intestino se conoce desde finales del siglo XIX, cuando el investigador Pávlov encontró la denominada fase cefálica de la digestión, donde comprobaba que con sólo ver un alimento el estómago ya empezaba a segregar ácidos digestivos. Sin embargo, también se ha determinado que hay señales del intestino que pueden viajar hacia el cerebro e influenciar su funcionamiento.
[cita tipo=»destaque»] Este trabajo parte de que ya se sabía que una bacteria, L reuteri, es capaz de recuperar el comportamiento social en ratones que, a causa de una dieta alta en grasas, su descendencia era asocial. Además, se sabe que, en condiciones como el trastorno de espectro autista, existe una especial susceptibilidad a problemas gastrointestinales que acompaña a los más conocidos problemas de socialización. [/cita]
Hoy en día la comunicación intestino-cerebro es un tema de gran interés no solo para la neurociencia sino también para la microbiología, puesto que se ha descubierto que las bacterias que residen en el intestino (conocidas en términos técnicos como microbiota intestinal) pueden generar estímulos que modifican el comportamiento del animal en el que se encuentran. En esto se enfoca el estudio de Costa-Mattioli y sus colaboradores, este es fascinante porque desvelan el mecanismo mediante el cual una especie de bacteria (y sí, las bacterias también están clasificadas por especies) es capaz de modificar un comportamiento tan complejo como la sociabilidad de un ratón.
Este trabajo parte de que ya se sabía que una bacteria, L reuteri, es capaz de recuperar el comportamiento social en ratones que, a causa de una dieta alta en grasas, su descendencia era asocial. Además, se sabe que, en condiciones como el trastorno de espectro autista, existe una especial susceptibilidad a problemas gastrointestinales que acompaña a los más conocidos problemas de socialización.
Ambos antecedentes sugieren que puede haber una relación entre la alteración en la microbiota intestinal y el comportamiento. El primer paso del presente estudio fue evaluar si otros ratones modificados para tener deficiencias en su sociabilidad también tenían alteraciones en la microbiota intestinal, y evaluar si L reuteri también era capaz de restaurar su comportamiento normal. Los tres modelos utilizados fueron un ratón que tiene una mutación encontrada en personas con autismo, un ratón expuesto a agentes farmacológicos en su dieta, y una línea de ratones que son naturalmente asociales. Para evaluar esto, se tomaron muestras de las heces de los ratones y se realizó un análisis genético para identificar las bacterias presentes. Se encontró que todos estos tipos de ratón presentaban una microbiota distinta a la de ratones silvestres, con una particular disminución en la población de la bacteria L reuteri.
El siguiente paso en este estudio fue inocular la bacteria en los ratones asociales y evaluar su sociabilidad. Los ratones a los que se les suministró durante 4 semanas agua que contenía L reuteri. Después fueron sometidos a una serie de experimentos en los que se evaluaba su sociabilidad. En el primero, se introdujo al ratón en una jaula con dos espacios, uno vacío y otro con otro ratón, y se comprobaba cuánto tiempo pasaba en cada uno. En el segundo se hacía lo mismo, pero en un espacio había un ratón conocido y otro desconocido. Dado que los ratones son animales sociables y curiosos por naturaleza, pasar igual tiempo solos que en compañía, o pasar igual tiempo con un ratón conocido que con uno nuevo se considera un comportamiento asocial. El resultado de estas pruebas demostró que, al igual que los ratones silvestres, los ratones inoculados pasaban más tiempo acompañados y con nuevos ratones que los ratones asociales sin tratar, es decir, la bacteria había restaurado su sociabilidad.
Habiendo corroborado que L reuteri podía restaurar la sociabilidad, el trabajo de los investigadores en este artículo se enfocó en entender cómo lo hacía. La primera pregunta que se hacen es si esta bacteria afecta directamente la fisiología del ratón o lo hace a través de la interacción con el resto de la microbiota. Se corrobó que la composición de la microbiota de los ratones inoculados no difería de la de los ratones no inoculados. Por esta razón se procedió a inocular con L reuteri a ratones libres de gérmenes, es decir ratones que no contenían ninguna población de bacteria en su intestino. Es importante mencionar que estos ratones libres de gérmenes presentan las mismas deficiencias en sociabilidad que los ratones modelo que se venían usando. Este experimento arrojo el increíble resultado de que la monocolonización de L reuteri es suficiente para rescatar la sociabilidad en los ratones asociales a niveles similares de ratones silvestres.
Una vez establecido que L reuteri sola era capaz de generar un estímulo que modificaba el comportamiento social de los ratones inoculados, los investigadores se preguntaron por el mecanismo mediante el cual lograba esta hazaña. Como se sabe que la bacteria de alguna forma tiene que alterar la actividad cerebral para poder modificar un comportamiento tan complejo, lo primero fue encontrar la vía mediante la cual la bacteria en el intestino se comunicaba con el cerebro.
Se han descrito dos grandes carreteras de comunicación entre estos órganos. La primera es una comunicación química donde moléculas producidas por una bacteria permean el intestino y alcanzan el cerebro por medio del torrente sanguíneo; la segunda es una vía de comunicación eléctrica directa a través del nervio vago, un nervio que comunica directamente con el cerebro y controla los actos involuntarios de órganos como la laringe, el diafragma, el estómago y los intestinos. Ambas posibilidades fueron evaluadas, la primera, usando un químico sonda que debería aparecer en exámenes de sangre si el intestino es lo suficientemente permeable como para permitir el paso indiscriminado de moléculas, sin embargo este ensayo dio negativo. El segundo lo probaron evaluando la capacidad de L reuteri de restaurar el comportamiento social en ratones a los que se les había cortado una parte del nervio vago (vagotomía) en su sección baja, después del diafragma, es decir removieron la zona que inerva el intestino, eliminando así la comunicación directa entre intestino y cerebro. Lo que encontraron es que los ratones asociales vagotomizados no recuperaban la capacidad de socializar normalmente, aunque fueran inoculados con L reuteri.
Sabiendo cómo la bacteria estaba comunicándose con el cerebro, ahora tenían que ver qué zonas de este podrían estar siendo afectadas por la acción de la bacteria. Los investigadores se enfocaron en el área tegmental ventral del cerebro, la cual tiene injerencia en el comportamiento asociado a recompensa y motivación. Por este motivo los investigadores evaluaron la actividad de esta área del cerebro en los ratones asociales. Para esto se evaluó la capacidad de realizar un fenómeno que en neurociencia se denomina potenciación a largo plazo. Este fenómeno consiste en que la actividad de un grupo neuronal activado por un estímulo es cada vez más grande a medida que el estímulo se repite, así con el tiempo, el mismo estímulo generará una respuesta mayor, lo que en este caso se entiende como una activación del centro de motivación a un estímulo. La potenciación se midió cuantificando el aumento en la corriente que pasa a través de las células de esta área ante el estímulo de la interacción con otro ratón. Se encontró, que la potenciación ante dicho estímulo no se presentaba en ratones asociales sin inocular, sin embargo, que aquellos inoculados con L. reuteri presentaban la misma capacidad de potenciación en estas áreas que los ratones silvestres ante estímulos de socialización.
Queda entonces la pregunta de ¿cómo la acción de la bacteria logra alcanzar esa específica área del cerebro? Para responder, los investigadores comprobaron un área del cerebro llamado núcleo paraventricular hipotalámico, donde hay grupos de neuronas que tienen conexiones tanto con el nervio vago como con el área tegmental que mencionábamos arriba. Esta área de conexión está particularmente asociada a la liberación de oxitocina, una molécula neuromoduladora que modifica la comunicación entre neuronas. Esta molécula se ha asociado con efectos positivos en el comportamiento, estimulando la conducta maternal y la formación de vínculos sociales.
Para corroborar que el núcleo paraventricular fuera la pieza que faltaba en el rompecabezas, los investigadores revisaron si la producción de oxitocina en esta área cambiaba en algo en los ratones asociales con y sin L. reuteri. La forma de determinar esto es con marcaje inmunofluorescente, es decir, un anticuerpo que se une específicamente a la oxitocina, y cuando se une genera una señal de luz que es detectable y cuantificable. Coincidiendo con los hallazgos hasta ahora, se encontró que los ratones asociales tenían una menor cantidad de oxitocina que los ratones silvestres, y también vieron que la producción normal de oxitocina se reestablecía en los ratones tratados con L reuteri. Con esto, el mecanismo de acción de la bacteria quedó aclarado
En resumen, este trabajo comprobó que una bacteria es capaz de estimular la actividad del nervio vago para aumentar la producción de oxitocina en el cerebro, permitiendo que los estímulos sociales activen y potencien la señal en los centros nerviosos de placer y recompensa en nuestro cerebro, lo que finalmente genera una respuesta comportamental y aumenta la sociabilidad de los ratones que la habían perdido. Tal vez lo más impactante no es que todo esto lo cause una especie bacteriana sin mayor ayuda, sino que esta bacteria forma parte de la microbiota común de los mamíferos, humanos incluidos. Entonces es inevitable preguntarse qué tan influenciado esta nuestro comportamiento, no sólo a nivel social, sino de preferencias o gustos personales, por organismos distintos a nosotros mismo.
Decir que “claramente” nuestro comportamiento sólo depende de nosotros mismos puede sonar un poco pretencioso ahora que se han develado algunos de los mecanismos fisiológicos mediante los cuales otros agentes pueden tener injerencia en este. Este artículo es una invitación a reinterpretar el comportamiento animal y humano, y las interacciones tan complejas que dos organismos pueden desarrollar. Y aunque no podemos decir que nuestras decisiones son controladas por una bacteria, puesto que hay muchos más mecanismos involucrados en la toma de decisiones, sí abre una puerta para entender algunas condiciones humanas donde el comportamiento se ve alterado y las sociabilidad disminuida, como en trastornos alimenticios, el trastorno de espectro autista, o incluso depresión.
https://www.cell.com/neuron/fulltext/S0896-6273(18)31009-2
https://doi.org/10.1016/j.neuron.2018.11.018
*Este artículo surge de la alianza de contenidos entre El Mostrador y el Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso