Científicos del IEB advierten sobre los efectos de la megasequía y algunas acciones que podrían favorecer la resiliencia de los ecosistemas. Fernanda Pérez, investigadora del IEB, asegura que la mayor parte de la flora perenne propia de la zona cordillerana central, peligra. Quillayes, Llaretas, Peumos, Colliguay, Boldo son algunos ejemplos. Pese a esto, las últimas lluvias aumentan las expectativas de exista rebrote, especialmente, en árboles y arbustos que botan sus hojas, plantas que almacenan reservan en sus raíces y otras especies como el Litre.
Desde su casa en Peñalolén, María Fernanda Pérez, investigadora del Instituto de Ecología y Biodiversidad, IEB, suele mirar en dirección a la cordillera. Para su sorpresa, ya no ve manchones de color verde, sino capas pintadas en tonos café. El panorama es evidente: la cordillera central está secando. Quillayes, Litres, Llaretas, Peumos, entre otra vegetación perenne, aquella que vive más de dos años, no está resistiendo a la persistente falta de lluvias.
Sus impresiones y conmoción no son desmedidas. De hecho, se estima que la última década y en particular 2019, ha sido la época de mayor escasez hídrica en el país desde que se lleva registro, afectando no sólo a las zonas desérticas de Atacama y Coquimbo, sino también, a la cordillera central de Chile, en un fenómeno que, tristemente, se conoce como “megasequía”.
Este año, la situación es más cruda, con meses muy secos y calurosos, y temperaturas altas que se extendieron hasta mayo. En ese contexto, hay muchas especies que, definitivamente, podrían perderse, según relata la investigadora de la Universidad Católica. Sin embargo, otras como el Litre, tendrían mayor posibilidad de rebrotar si es que persisten las lluvias que hemos observado durante los últimos días.
“Por suerte ha llovido y esperamos que exista rebrote en algunas especies. Pero la situación actual es realmente impresionante y marca un punto de quiebre. En múltiples salidas a terreno, realizadas antes de la pandemia, detectamos el deterioro acelerado de la flora de la cordillera de los Andes y de la costa central de Chile. Este daño es evidente para cualquier santiaguino que se detenga a mirar la cordillera, pues cambió su coloración en toda su extensión: desde los 900 hasta los 3000 metros de altura”.
Esta realidad ha pasado desapercibida, en gran medida, por el estallido social y la actual crisis sanitaria, explica la científica. “El Peumo, el Colliguay y toda la vegetación que pensé podría resistir, no está aguantando. Es cierto que hay especies más vulnerables que otras, pero cuando el cambio climático es tan dramático, el panorama es muy duro para el bosque esclerófilo y flora andina. En Google Earth se puede observar y la respuesta es sumamente triste. Cualquier persona puede ingresar a la plataforma y ver, como desde el 2004 en adelante hay un cambio progresivo en el color del paisaje, en todos los cerros de la Región Metropolitana y hasta Rancagua”.
En ese contexto, la mayor expectativa mayor de rebrote, es de árboles y arbustos que botan sus hojas, plantas que almacenan reservan en sus raíces y otras especies como el Litre, en la medida que vuelva a llover.
Sitios como la Quebrada de Macul, Parque Panul (La Florida), El Parque Nacional La Campana (Región de Valparaíso), Cuesta La Dormida, Altos de Cantillana, Farellones, la Reserva Nacional Río Clarillo y otros emblemáticos espacios de contacto con la naturaleza -en su mayoría protegidos- muestran vegetación de color rojizo o café, tonalidad que no es normal aunque estemos en Otoño, pues se trata de flora “siempre verde”. En este último sector, por ejemplo, aún existen pequeñas reservas en quebradas, donde hay pequeños arroyos y vertientes. Sin embargo, ahí también se observa sequía, debido a la marcada disminución de caudal de los ríos, afectando a especies como chequenes, escalonias, peumos, quillayes, mirtáceas, azaras, canelos y lingues.
Nicolás Lavandero, investigador asociado al IEB que trabaja en el laboratorio de Fernanda Pérez, también es testigo de esta amenaza. El científico, aficionado a la fotografía, ha documentado con tristeza el avance de la megasequía y el daño en diversas especies en la Región Metropolitana y áreas costeras. “Si bien hemos contado con estas últimas lluvias, aún tenemos un 30% de déficit de precipitaciones a la fecha. Por tanto, el 2020 sigue siendo un año seco «normal”. La quila, que es como el bambú chileno, está completamente seco en la región central, y en sectores como aquél donde se encontraba la Laguna de Aculeo. Lo que se vio el año pasado fue una floración incompleta, donde las plantas no alcanzaron a producir fruto antes de morir producto de la sequía y eso es realmente extraño porque su dinámica natural es florecer y secarse. Por otro lado, el nivel de sequía en esta vegetación es compleja, ya que aumenta el riesgo de incendios. Asimismo, vemos que hasta los arbustos más resistentes a la sequía como los Colliguay están pasándolo pésimo”, afirma el investigador de la UC. Este último, es un arbusto endémico de Chile que tradicionalmente crece de forma abundante desde la II hasta la VII Región, especialmente en terrenos áridos y secos durante el verano.
Las llaretas, especies compactas que parecen verdaderos cojines alfombrados, que crecen en zonas más alta de la cordillera y en regiones altiplánicas, también se han visto dañadas.
Según el registro de Nicolás Lavandero, en Río Clarillo se observan Peumos (Cryptocarya alba), Litres (Lithraea caustica), Lingues (Persea lingue) y Canelos (Drimys winteri), con follaje rojizo o muertos. En la cuesta La Dormida, se ven Robles de Santiago (Nothofagus macrocarpa) muertos y otros con pérdida de hojas a pocas semanas de haber brotado en primavera. En el Cerro El Roble se aprecia un bosque de Nothofagus macrocarpa donde el dosel (las copas de los árboles) se encuentra muy abierto, producto de la pérdida de hojas y ramas que provoca la sequía. Y en el sector Altos de Cantillana se observa la mortalidad masiva de Quila (Chusquea cumingii) y Pataguas (Crinodendron patagua), arboles típicos de fondos de quebradas húmedas, que hoy están totalmente secas.
Frente a ese panorama: ¿qué vegetación podría recuperarse y qué escenario nos espera a futuro? No hay seguridad de ello, comentan los investigadores. Pero algunas plantas asociadas a cauces pequeños de agua como Lingues o Pataguas podrían correr mejor suerte en caso que aumenten las lluvias. En el caso del Litre, que es una especie muy abundante, podría guardar semillas en la hojarasca y sus yemas rebrotar, según estima Fernanda Pérez. “Las herbáceas también podrían adaptarse mejor a estos cambios”, comenta.
Desde un enfoque integral y diversas líneas de trabajo, Fernanda Pérez explora el universo de las plantas. Estudia el crecimiento de muchas especies, las formas en que éstas se reproducen y sus rasgos fisiológicos. “Me interesa comprender cómo evoluciona un linaje o género en distintos ambientes como el desierto, la Cordillera de los Andes y la Patagonia, viendo cómo las plantas resisten al estrés hídrico o frío y, al mismo tiempo, cambian los sistemas reproductivos o interacciones con los polinizadores”, comenta.
En ese contexto, también estima que en todo el territorio chileno, aquella flora mejor preparada para el cambio climático y la escasez hídrica será la de arbustos deciduos, es decir, hierbas anuales y perennes que pierden las hojas en el verano y que pueden, por tanto, escapar de la sequía. “Las especies anuales, como aquellas que se dan en el desierto y zonas mediterráneas, tienen capacidad de dejar semillas por más tiempo, y por lo tanto, creo que resistirán mejor el cambio climático que las especies perennes”, asegura.
Las estrategias favorables en el desierto son muy distintas a lo que ocurre en la Cordillera de los Andes, asegura. En este último territorio, las plantas se vuelven perennes, asumiendo herramientas de conservación de recursos más perdurables y con una fisonomía más resistente que incluso, se ve en las hojas. “En el desierto en cambio, las plantas construyen hojas y estructuras más baratas, por así decirlo, pero todo dura poco. Sin embargo, aunque se pierde la hoja, éstas generan semillas que quedan bajo la tierra, las que con una lluvia pueden rebrotar”.
Fernanda Pérez estima que el paisaje ya cambió drásticamente, al menos, para el 50% de la población que habita en Chile. Asimismo, asegura que los esfuerzos deben ponerse en proteger quebradas y conservar la flora ya existente, más que en intentar restaurar, misión que por cierto, ve surgir con fuerza en las generaciones más jóvenes de ecólogos e investigadores. Aun así, para el ecosistema mediterráneo de Chile central ya es un poco tarde, estiman los científicos.
Cristián Frêne, ingeniero forestal e investigador del IEB, también opina al respecto. Frente a la desertificación, entendida como la pérdida de productividad de los suelos, el panorama tiene varias aristas y algunas acciones que podrían contribuir, al menos, a proteger los ecosistemas más al sur de nuestro país. “El nivel de degradación y destrucción provocados por los humanos, especialmente en la zona centro norte de Chile, desde la Región de Coquimbo hasta O´Higgins, es prácticamente irreversible. No basta con las acciones humanas para cambiar esta realidad y los efectos del cambio climático. Dependemos de tener años más lluviosos. Sin embargo, aún podemos hacer algo para los ecosistemas más australes. El mensaje más importante, es proponer un cambio de paradigma, en que todos los seres humanos entendamos que los ecosistemas no son infinitos, y que éstos nos proveen de bienes y servicios que son fundamentales para nuestra supervivencia. En consecuencia, somos parte de estos ecosistemas”, afirma el investigador.
Los cambios deben ir acompañados de transformaciones en las prácticas productivas, que deben ser muy cuidadosas y basadas en el conocimiento de nuestros ecosistemas, asegura Frêne. En ese esfuerzo colaborativo también es fundamental considerar la importancia del suelo como un espacio vital de protección.
“El suelo es lo más importante que tenemos. Nos aporta fertilidad y productividad para los cultivos agrícolas y animales. Éste además, almacena el agua y funciona como una verdadera esponja, que absorbe agua de las lluvias en invierno para liberarla lentamente a los cursos de agua en verano. Si lo cuidamos bien tendremos una mejor capacidad para almacenar agua, y luego liberarla hacia los arroyos y esteros en los periodos de sequía estival. Y en ese contexto, debemos saber que las herramientas para cuidar esos suelos, tienen que ver con el manejo de la vegetación. Así, en la medida que tengamos una cobertura continua y protejamos nuestros ecosistemas nativos como bosques y matorrales, estaremos cuidando nuestro suelo”, explica.
Espacios donde aún se puede intervenir y generar cambios más concretos, son las zonas templadas, que van desde la Región del Maule hasta el sur de la Región de los Lagos, explica el especialista. En dichos hábitats, existen bosques muy resilientes, y más hacia el sur no se ha producido una destrucción tan extensiva de ecosistemas. Esto contrasta con el avance progresivo de los monocultivos de pino y eucalipto desde el Maule y el Biobío hacia el sur, los que a su juicio deben ser regulados con urgencia para evitar más pérdida de vegetación nativa y suelos.