Se dice que el mundo atraviesa una revolución industrial 4.0 o transformación digital, pero en la medida que este proceso no esté consumado, esta visión, sostenida por una corriente profesional altanera que se siente cómoda bajo la sombra del establishment empresarial, no es más que ideológica (ella sirve al capitalismo digital que le alimenta a cambio de su prostitución y de que no opine y guarde un silencio envejecedor sobre los sueños de un mundo distinto y una existencia en auténtica libertad). Así, es posible todavía defender las cosas para hacer que sea la IA la que esté al servicio de lo humano y no al revés (que los seres humanos pasen a ser meros satélites, cognitivamente embrutecidos, de núcleos robóticos que maximizan las ganancias de la nueva empresa).
Un auténtico “leviatán algorítmico” es la entidad que en su último libro el filósofo francés Éric Sadin ve oculta detrás del popular fenómeno de la inteligencia artificial (IA). Pero a diferencia del leviatán de Hobbes, temible, este se presenta bajo la forma de ciudades “inteligentes” (smart cities), una “omnisciente” hiperconectividad a través del “internet de las cosas” (IoT), “oportunas” y “acertadas” sugerencias de plataformas de streaming service, como Netflix, y “amabilísimos” digital assistants, como Cortana de Microsoft o Alexa de Amazon, si bien la facultad de coaccionar, esta vez a escala planetaria, se mantiene indemne.
“La inteligencia artificial o el desafío del siglo” (Editorial Caja Negra, 2020) responde, sí, a un intento de sentar las bases de una ética contra la inteligencia artificial, a la vez que se erige como el más político de los últimos tres libros del autor, aunque el texto tiene el mérito de advertirnos con más fuerza que nunca y una claridad, que es a la vez filosófica y técnica, sobre el riesgo inminente del advenimiento de un régimen artificial donde los seres humanos se convierten en los apéndices nescientes de un sistema superinteligente que todo lo gobierna.
¿Cómo entiende la IA Sadin? En principio, se trata de un sistema global constituido por una miríada de dispositivos computacionales (smartphones, chatbots, GPS, etc.) conectados a los seres y las cosas del mundo (voces, textos, automóviles en movimiento, etc.), los que a su vez son reducidos a expresiones matemático-binarias que facilitan su administración algorítmica. Se dice “inteligente” porque sus partes intentan imitar algún aspecto de la inteligencia humana (determinar la mejor oferta de billetes aéreos en todo el mercado del transporte aeronáutico o la ruta automovilística más corta para llegar a casa, por ejemplo), pero esto no deja de ser una mera reducción, ya que no hace más que seccionar en partes la inteligencia humana, recoger algunas de ellas y maximizarlas. Luego, al fusionar estas inteligencias parciales, es decir, al considerarlas en sus efectos globales sobre el mundo, lo que resulta es una cosa muy diferente de la forma y poder del imperio humano, y fuera de toda previsión de los grandes nombres de las ciencias de la computación y, por supuesto, de los políticos y su maquiavelismo.
¿Quién manda? ¿La voluntad humana o los esquemas técnicos?
Uno de los aspectos nuevos que se aportan a la filosofía de la técnica de este pensador, expuesta previamente en La humanidad aumentada y La silicolonización del mundo, entre otros ensayos, es la intuición de dos características esenciales de la bestia informática, a saber, su potencia aletheica y su poder-kairos.
La primera señala la capacidad de la IA de enunciar una “verdad” altamente persuasiva y conminatoria (como aquellas sugerencias “acertadas” que nos hace YouTube para escoger tal o cual vídeo). Ella inocula un confort embriagador y letárgico al usuario, por cuanto este siente cada vez más el cumplimiento “exacto” de sus expectativas, un proceso que es reforzado además por la sacralización en nuestra cultura tecnocientifista del número (la falacia consiste en postular que lo cuantitativo, por ser tal, es verdadero; peligrosa creencia de la que Heidegger ya nos había prevenido en ¿Qué es metafísica?). No obstante, contraria a aquella verdad abierta y en construcción permanente que intuyeran los filósofos desde la Antigüedad y sobre todo durante el criticismo ilustrado principiado por Immanuel Kant, la exactitud computacional remite a una falsa, complaciente y cada vez más absoluta verdad.
La segunda, el poder-kairos, denuncia la facultad de la IA de responder oportuna a instantáneamente a cada evento de la realidad administrada (si la sugerencia de YouTube es mal calificada, el sistema procederá a corregir su abanico de opciones para ser más acertado la próxima vez), de modo que la desviación se hace mínima y tiende a cero conforme los algoritmos se iteran y perfeccionan a sí mismos en instancias posteriores según un esquema de posprogramación llamado a prescindir de la supervisión humana.
Desde el punto de vista de la agencia social –y desde donde Sadin emprende su crítica y sienta las bases de su ética –, el éxito de la IA se explica, idealmente, debido a una interpretación de la IA como solución de comercialización y panacea de nuestro tiempo, y, materialmente, sobre la instauración de una burocracia o fábricas 4.0.
En cuanto a la primera, en efecto, los emprendedores y otros start-uppers no solo ven en esta tecnología una forma de enriquecimiento económico, sino además una vía de realización (especialización) profesional y la solución tecnocrática a todos los problemas del mundo, lo que implica que ha devenido en ideología con manifestaciones extremas como la iglesia de la IA de Anthony Levandowski, un ex ejecutivo de Uber y experto en automoción autónoma.
Lo anterior justificaría, entonces, la instalación hoy de una versión electrónica de la jaula de Max Weber o, en palabras de Sadin, de unas mallas de silicio del leviatán hobbesiano. En otras palabras, la fuerza de trabajo es automatizada por medio de la asistencia robótica. Ya no se trata solo del esfuerzo físico, sino también el mental empieza a ser desplazado por el de la máquina, por ser esta capaz de gestionar de manera mucho más exacta la vida matemáticamente reducida de unas organizaciones (empresas, organismos públicos, universidades, etc.) que en el curso de su evolución ya habían devenido matemáticas también. De aquí en más el número manda, no las veleidades humanas.
La degeneración del espíritu científico-humanista es parte primordial de estos movimientos igualmente. Frente al tecno-orden instituido, científicos y humanistas se habrían enfrentado al consabido dilema de una defensa impopular de sus más íntimas convicciones o la prostitución a regañadientes a favor de un capitalismo de nuevo cuño al objeto de lograr una sobrevivencia cómoda. Sin embargo, esto, al hacerse con un grado de conciencia superior al típico trabajador consagrado a lo contingente, resulta tan contradictorio y reprochable como decidor, en circunstancias de que el autor ha sido capaz de intuir que en la conformación histórica de la IA la idea de erradicar el malestar al costo que fuera estuvo siempre a la zaga, incluso en los intelectuales. Esto habría facilitado la edificación de una racionalidad que marca distancia del cuerpo, “artificial”, y que queda evidenciada en filósofos como Descartes y Kant, si se considera que practicaron el retiro para armar la trama de sus racionalismos. Recae entonces sobre el atomicismo lógico de Russell, el pensamiento analítico y otras filosofías hiperracionalistas la sospecha temible de ser espurias en relación al raciocinio natural que defiende Sadin.
¿Qué podemos hacer entonces para reivindicarnos?
Sadin propone repensar lo humano, considerando la tendencia histórica hacia una comodidad adormecedora y que, no obstante, todo nuestro devenir ha sido hasta acá consecuencia de “modos de racionalidad basados en el dolor, la aceptación de la pluralidad de los seres y la incertidumbre fundamental de la vida”, para decidir lo que queremos hacer en consecuencia. Algunas acciones específicas que plantea son renegar de la asistencia digital individualizada tanto como sea posible y abrir espacios de pensamiento en las fábricas (oficinas) automatizadas o más probablemente fuera de ellas, así como promover la educación y el espíritu crítico, la evidencia de contraexperticias y contraimaginarios, y combatir el lenguaje tergiversado y sus derivadas funestas (el ejemplo más emblemático es quizá la confusión cotidiana de equiparar la inteligencia humana a la artificial, ignorando que sus naturalezas y alcances son disímiles). Todo lo anterior, por supuesto, requiere igualmente de un esfuerzo concertado (de los gremios reivindicados en su razón de ser, por ejemplo) que implicará pérdidas en lo personal, pero que se verán abolidas en la medida que se tome conciencia de que lo que aquí está en juego es “el respeto incondicionado de la integridad y la dignidad humana”. Un verdadero técnico o ingeniero defenderá, por consiguiente, una técnica e ingeniería que sean humanas, coloridas, frescas y aromáticas, y que no estén subordinadas a la instrucción de monótonos y grisáceos ecosistemas laborales (en vías de robotización); defenderá la vida y no indicadores (KPIs) obtusos para la paga de fin de mes.
Se dice que el mundo atraviesa una revolución industrial 4.0 o transformación digital, pero en la medida que este proceso no esté consumado, esta visión, sostenida por una corriente profesional altanera que se siente cómoda bajo la sombra del establishment empresarial, no es más que ideológica (ella sirve al capitalismo digital que le alimenta a cambio de su prostitución y de que no opine y guarde un silencio envejecedor sobre los sueños de un mundo distinto y una existencia en auténtica libertad). Así, es posible todavía defender las cosas para hacer que sea la IA la que esté al servicio de lo humano y no al revés (que los seres humanos pasen a ser meros satélites, cognitivamente embrutecidos, de núcleos robóticos que maximizan las ganancias de la nueva empresa).
Ficha técnica
Éric Sadin
Editorial Caja Negra
Buenos Aires, 2020, 328 pp.
ISBN: 978-987-1622-86-3