Ningún compositor ha creado emociones tan intensas y liberadoras con una obra que, además, consolidó a Viena como la capital mundial de la música clásica.
Ludwig van Beethoven sigue inspirando, alegrando y conmoviendo cuando este miércoles se cumplen 250 años de su nacimiento. Ningún compositor ha creado emociones tan intensas y liberadoras con una obra que, además, consolidó a Viena como la capital mundial de la música clásica.
Beethoven, nacido en Bonn en 1770, fue alemán de nacimiento, pero vienés por elección. El compositor de Para Elisa se instaló definitivamente en la capital de Austria cuando tenía 22 años -después de un corto viaje para conocer a Mozart a los 16-, y vivió en la ciudad hasta el día de su muerte, 34 años después.
A su funeral acudieron 20.000 personas, una parte importante de la población de la capital en aquella época.
En Viena fue donde compuso sus obras más famosas y donde se enfrentó a la sordera que acabaría por definir el recuerdo de su genio. La Novena sinfonía, con su Oda a la Alegría que se ha convertido en un himno europeo, la estrenó sin poder oír siquiera los aplausos del público.
Este año la ciudad tendría que haberse volcado para celebrar la efeméride, y si bien la mayoría de las instituciones culturales y teatros han organizado exposiciones y conciertos para homenajear al genio, estos han quedado deslucidos por las restricciones de la pandemia, que impiden ahora reabrir los escenarios.
La obra de Beethoven sirvió para definir el rumbo que acabaría por tomar la música clásica en la ciudad.
En su época, los intérpretes a veces recibían las partituras el mismo día del estreno, sin apenas tiempo para ensayar; pero las obras de compositores como Mozart o el propio Beethoven llegaron a alcanzar tal nivel de complejidad que se hizo evidente la necesidad de contar con orquestas profesionales para interpretarlas.
Esta situación llevó a la creación de la Orquesta Filarmónica de Viena, en 1842. En su primer concierto, el programa comenzaba con una obra de Beethoven.
Las sinfonías de Beethoven no solo viven en el recuerdo de los amantes de la música, sino que sus melodías han marcado el curso de la cultura popular universal: en el «remix» que hiciera de la Quinta sinfonía Walter Murphy, bailada a ritmo de disco por John Travolta en «Fiebre del sábado noche» («Saturday Night Fever») , o en los compases de la Novena que usó Kubrick para curar los impulsos violentos de Alex DeLarge en «La naranja mecánica» («A Clockwork Orange»).
«Viena no sería la misma sin Beethoven», asegura a Efe Franz Patay, gerente del Theater an der Wien, donde el músico estrenó algunas de sus obras más famosas y vivió mientras componía la que sería su única ópera, Fidelio.
Para Patay, la capital de Austria era «el sitio en el que estar en ese momento»: centro de la música mundial, había sido el hogar de Wolfgang Amadeus Mozart (a quien Beethoven admiró profundamente), y lo era aún de Joseph Haydn, que llegó a darle clases al joven virtuoso.
«Aquí estaban los mecenas, aquí estaba la aristocracia», defiende también Elisabeth Bauer, directora del equipo de educación musical en la Haus der Musik, un innovador «museo del sonido» en el centro de Viena que cuenta con una sala dedicada al compositor.
Según explica Bauer, el objetivo de Beethoven era «ser su propio jefe», poder vivir de su música sin depender de nadie, algo que consiguió gracias al apoyo de importantes aristócratas.
Ese patronazgo permitió al músico dedicarse a la composición sin tener que prestar atención a otros aspectos más mundanos, llevando un estilo de vida poco habitual para la época: en sus 34 años en Viena, llegó a mudarse más de 60 veces.
Un panel interactivo en la Haus der Musik rinde homenaje a esta particular costumbre, con un mapa donde pueden explorarse los diferentes alojamientos que ocupó, algunos de los cuales -como la Casa Pasqualati o el apartamento de Heiligenstadt- son ahora museos dedicados a su memoria.
Según Bauer, aunque sus reiteradas mudanzas pueden explicarse en parte por la necesidad del compositor de «cambiar de aires», también se debe tener en cuenta que Beethoven era un inquilino muy difícil: su proverbial mal genio, agravado por su sordera, podía llevarle a estar aporreando el piano hasta altas horas de la noche, enfrascado en alguna composición.
«Era muy egoísta cuando componía, y si tenía alguna buena idea en mitad de la noche se ponía a tocar, así que el casero le acababa diciendo ‘vete, por favor, vete'», dice Bauer.
Aunque nunca sufrió dificultades económicas, la evolución de su sordera le afectó profundamente, aislándolo cada vez más del mundo y alimentando su resentimiento por tener que depender de sus sirvientes para la vida diaria.
Esa lucha contra la sordera también se observa en su música, donde a menudo se producen momentos de violenta reafirmación tras pasajes de aparente desorden.
Esta imagen de genio torturado ha alcanzado una dimensión casi mayor que su propia música, y ha servido de fuente de inspiración a numerosos artistas, que han tratado de plasmar su propia sensibilidad sobre la figura de Beethoven.
«Beethoven es el renovador del arte, y buscaba una renovación también de la sociedad», explica Dominik Papst, comisario de la exposición «Inspirational Beethoven» en el museo Leopold de Viena, dedicada a la admiración que el compositor suscitó entre los artistas de la Secesión vienesa a comienzos del siglo XX.
En el edificio de la Secesión, en el centro de la ciudad, aún se conserva el famoso Friso de Beethoven en el que Gustav Klimt representó su personal lectura de la Novena sinfonía.