Se trata de «Crónicas del inframundo» (Editorial La Pala, 2020), de Claudio Benavides, que cuenta con un prólogo de su colega Luis Le-Bert, vocalista de la banda Santiago del Nuevo Extremo, quien lo califica como un «relato sin concesiones». En palabras del autor, su objetivo fue «dejar testimonio de un momento histórico, registrar en la memoria y la letra ese momento clave de nuestra transformación espiritual, humana y social, entre esos dos impactos; estallido social y pandemia. Pero desde la mirada de un artista popular, y sólo contar lo que viví, lo que evidentemente era extraordinario, no por mí, sino por el contexto y el lugar especial que tienen los artistas como canal». Los relatos abarcan todo tipo de situaciones: desde la convivencia con los comerciantes; un encuentro con seis carabineros en un andén, y una chica que se tapa el ojo frente a ellos, y se le suman más viajeros; el coqueteo con una mujer mayor; hasta un homenaje a la escritora, actriz y dramaturga Mónica Echevarría.
El músico y sociólogo Claudio Benavides publicó un libro con crónicas que describen su experiencia como artista en el Metro de Santiago, ilustrado por Marcelo Escobar. Se trata de «Crónicas del inframundo» (Editorial La Pala, 2020), que cuenta con un prólogo de su colega Luis Le-Bert, vocalista de la banda Santiago del Nuevo Extremo, en el que lo caracteriza como un «relato sin concesiones».
«Define su universo al primer vuelo de palabras y elige con el corazón lo que simplemente expone en la realidad de sus recorridos. No hay otra forma de plasmar en escrito lo que la mirada elige; la confianza en el corazón y lo que ama», expone Le-Bert.
En palabras de su autor, su objetivo fue «dejar testimonio de un momento histórico, registrar en la memoria y la letra ese momento clave de nuestra transformación espiritual, humana y social, entre esos dos impactos; estallido social y pandemia, pero desde la mirada de un artista popular, y sólo contar lo que viví, lo que evidentemente era extraordinario, no por mí, sino por el contexto y el lugar especial que tienen los artistas como canal».
«Estuve en eso (cantando en el Metro) casi 10 años. Fue como un magíster y un doctorado en música popular», dice, entre risas.
Los relatos abarcan todo tipo de situaciones. Desde la convivencia con los comerciantes («La moneda que corre»), un encuentro con seis carabineros en un andén, y una chica que se tapa el ojo frente a ellos, y se le suman más viajeros («El big data»), el coqueteo con una mujer mayor («El espíritu de Lourdes») hasta un homenaje a la escritora, actriz y dramaturga Mónica Echevarría («Mónica») tienen su lugar en este libro.
«Quería reivindicar el lugar de las y los artistas urbanas y urbanos y populares. Hacer una especie de etnografía vívida y emocionante de algo que no quería olvidar jamás», explica Benavides.
«Me siento profundamente agradecido de lo que aprendí en esta ruta, y estoy convencido de que el arte popular es patrimonio de nuestra cultura. Debe ser respetado, no considerado un ejercicio de limosna, o un trabajo indigno, porque tiene un valor trascendente y quien sabe trabajar y se organiza bien, y respeta el oficio, puede vivir una vida hermosa, autónoma y sin demasiadas complicaciones, aunque hace falta mucho respeto y apoyo por la sociedad y sus instituciones», añade el autor.
Un punto aparte son las ilustraciones de Escobar, que antes hizo la portada de un disco llamado «El día Vuela», de la primera banda de Benavides, Arte Negro, con Felipe Moreno, que realizó con niños y niñas de entre ocho a 13 años en una población en Puente Alto. Son 10 ilustraciones hermosas que le dan «carácter y movimiento al libro».
Una de las crónicas, «De la prepotencia y la represión de lo correcto», habla del Chile que murió el 18 de octubre de 2019, y su choque con el otro que nació. «Esta historia la tengo que contar. Me bajé del vagón orgulloso de palabras bien dichas y nervioso de lidiar con la prepotencia ahora de un hombre civil. Me meto a un carro presto a entregar lo mejor de mí y un caballero alto, muy bien vestido, con afán pendenciero y de una altanería muy particular me mira de arriba a abajo y me dice, ‘espero que no se te ocurra ponerte a tocar’. Yo lo miro sonriente mientras saco mi guitarra y le digo ‘fíjese que se me acaba de ocurrir. Gracias por la idea’. Yo hasta ahí pensaba que era una broma, en mi imaginario vi a un profesor bromeando irónico, no asocié su prepotencia a su intelectual apariencia. Me dijo con voz alta y ya enojado. ‘¿Entonces quieres que llame a los guardias? ¿Que te denuncie?. Porque está prohibido tocar. ¿Por qué tocas música si está prohibido?’ El hombre sacó su celular amenazante. Monstrándolo como arma letal. Le dije sereno, acostumbrado a estas situaciones, que si hiciéramos caso a las reglas en este país y las leyes sirvieran de algo más que para que la elite se enriquezca, seríamos potencia mundial ética. ‘Entonces te voy a denunciar’, volvió a amenazar. ‘Usted es libre de hacer lo que quiera. Está en su derecho. Se nota que no entiende nada de lo que está ocurriendo en su país’.
Me moví del lugar unos metros más allá y con la guitarra puesta y actitud de cantor envalentonado me dispuse al canto. La gente se empezó a inquietar. Una chica tatuada me mira a punto de intervenir. ‘Es que yo no quiero que toques. Me carga la gente que se pasa las leyes por la raja’, me dice irrespetuoso acercándose a centímetros de mi cara. Entonces me desplazo como bailando y comienzo a tocar valseadito y sonriente.
La chica de los tatuajes me sonríe cómplice y otras personas le comienzan a discutir. Se metió en problemas el hombre.
Canto entonces con tanto entusiasmo y tan enchufado al momento que la gente comenzó a aplaudir acompañando siendo testigos y participantes del tapa bocas. Él rumiaba de rabia, reprimido de lo correcto, mirando su celular, como si llamara a las máximas autoridades del lugar.
Luego de entonar unas estrofas, palabreo mi turno. ‘Gracias a quien quiere escuchar, gracias a la gente que no se queda callada ante la prepotencia, es que la falta de respeto y la altanería no la puedo aceptar. Por más privilegios que tenga usted esa actitud de patrón de fundo ya no va. Humildad caballero, si me hubiera pedido que no cantara, a otro vagón llevaba lo mío. Pero usted no es dueño de nada’.
El aplauso reventó el vagón y el hombre bajó del tren escondiendo su mirada muda en el celular».
Benavides cuenta que se dedicó a cantar en el Metro por «una mezcla de situaciones, sensaciones y decisiones». Abarcó varias etapas: primero tres años, luego vino su incorporación a la banda KekoYoma, que incluyó giras por varios países, y luego una segunda etapa donde combinaba ambas actividades.
De profesión sociólogo, además, simultáneamente, dedicó varios años de su vida a la investigación social, fundó una revista y un proyecto editorial. En ese marco fue parte de la investigación profunda en esos espacios «en que hace 10 años atrás no mucha gente se quería meter».
«Estudiamos la educación militar y policial, hablábamos muy seriamente sobre la refundación de la policía y de la incidencia civil en la formación de los que tienen el monopolio del uso de las armas. Nadie pensaba que algo como lo que ocurrió el 2019 iba a ocurrir de nuevo, pero era evidente según lo que observábamos. En los militares y carabineros estaba la misma gente de la dictadura, lo mismo en el poder civil. Hicimos investigaciones sobre SENAME y la torturas en centros de detención de ‘menores. Uno de esos centros era 3 y 4 Álamos, excentro de tortura de la dictadura, ubicado en la comuna de San Joaquín», recuerda Benavides.
«En realidad era un mundo muy oscuro, militares, tortura, capitalismo, vigilancia, control social, etc…me enfermé de pena. Junto a compañeras y compañeros del equipo estábamos agobiados, porque encontrábamos cosas cada vez peores y no teníamos el poder para cambiarlas; era muy fuerte la desigualdad, el abuso y la impunidad», agrega el músico.
En ese contexto, comenzar a cantar fue una especie de liberación última y urgente. La compañera de Benavides lo instó a profundizar en la música, otra de sus pasiones, y él decidió tomar una guitarra y comenzar a cantar en el metro.
«Fue un recurso de última hora para no caer en la catástrofe económica total. Comencé entonces a entender, a botar prejuicios, a conocer gente y a crecer musicalmente. A enfrentarme al público hostil y también a gente que agradecía mucho y sentía el arte. Viví entonces la represión que vivieron y viven las y los artistas de la calle y el transporte público en dictadura y ahora de ‘democracia'».
Descubrió «de pasadita», que había un mundo «vibrante, apasionante y lucrativo en el arte urbano. Me desprejuicié al mismo tiempo que me sané de la pena. Sucedió mágicamente que la música y el contacto real y diario con las personas, más allá de cualquier análisis, terminaron por develarme el país y el planeta que habitaba, más allá de la oscuridad que orbité cuando intentaba cambiar el mundo con la mente. Mejor me puse a cantar».
Luego pasó algo mágico: se integró al grupo KekoYoma para integrar la banda en su nueva etapa, y se convirtió en vocalista de un grupo que giraba por el mundo, tocaba en festivales gigantes y compartía escenario con la Anita Tijoux en Lollapalooza.
«He tenido la sensación de varias epifanías desde que me puse a cantar. Ahí descubrí que es mucho más complejo artísticamente tocar en el metro que en escenarios grandes predispuestos a la escucha. El valor patrimonial del arte callejero es mundial. Pero tiene mala prensa. Si dijéramos que es street art, en Chile pescarían más, y lo valorarían con entusiasmo», destaca Benavides.
-¿Cómo ha sido la experiencia de tocar en el Metro en general?
-Tuvo de todo. La gratitud y la ingratitud. La belleza y la tristeza. La cercanía con la gente y esa distancia extraña que se produce en esos lugares cerrados, de aire acondicionado y celulares para el pasatiempo.
El mundo de las y los músicos del Metro es «intensísimo». Benavides vio “caer” gente a la líneas del tren, y vio salir del hoyo a personas metidas en la droga y «la desesperación brillando mientras cantaban con todo el corazón en vagones donde a veces la indiferencia nos hacía sólo parte del paisaje».
«Vi explotar vagones con una canción o una palabra. Vi alegría y viví la vigilancia y la persecución. Amores, desamores, de todo en realidad. Era la vida misma del underground de Santiago hirviendo de emociones, sensaciones y curiosidades. Hice muchas amigas y amigos. El arte brota. Es una generación entera de artistas, jazzistas, folcloristas, bailarines y bailarinas, cantantes, músicas y músicos connotados y harta gente que simplemente cantaba o ‘hacía su gracia’ para sobrevivir. Pero hay espacio para todas y todos. En ese caos hay un orden extraño y muy particular».
Al consultarle acerca del origen del libro, Benavides responde que tuvo que ver con la necesidad de dejar un registro de sus experiencias, inicialmente en Internet, donde se puede descargar gratuitamente o encargar una edición física.
«Cuando yo hacía una intervención, -y luego del estallido la recepción y mi propia intensidad se habían incrementado significativamente-, la emoción, el encuentro e impugnación a los pacos, las conversaciones con gente emocionada y rebelde, los abrazos y reacciones, el entusiasmo y la gente cantando lo que les mostraba, me hacían escribir de inmediato, para no perder las historias», relata.
«Apenas salía del vagón, escribía extasiado y urgentemente. Publicaba y veía las reacciones en las redes mientras seguía mi ruta. Acumulé entre estallido y pandemia, al menos 50 historias», recuerda.
Con el confinamiento, cuando ya no pudo salir a tocar, decidió cerrar un ciclo. Se propuso, en cuarentena, reagrupar y editar los textos, darles un sentido, y publicarlos.
«El lugar de las y los artistas urbanos en la cultura chilena es vital. Yo sabía eso, y lo ocupaba en mis intervenciones. Intencioné esas microrrevoluciones en cada vagón que pisaba. Lo escribí. Lo publiqué y bueno, valió la pena, y todas las alegrías», agrega.
–Una singularidad del libro es la decisión de ordenar las crónicas cronológicamente, pero al revés. ¿A qué se debió esa decisión?
-Estábamos en plena cuarentena, encerradas y encerrados, y con mucha incertidumbre. Estaba toda la nostalgia del estallido y la impotencia de no poder marchar. Yo sentía una nostalgia brutal por las asambleas, los conciertos, los carnavales, el despertar de Chile, y veía que el imaginario del estallido se diluía en la monopolización del tema de la pandemia. Entonces pensé que las y los lectores debía ir acercándose hacia la génesis de esta transformación.
No podía terminar el libro contando historias sobre mascarillas como bozales o calles vacías. Eso era un paréntesis, que aunque inefable, para mí no era lo más importante. Yo quería que la gente hiciera memoria, y recordara toda la vida que antes de la pandemia habíamos despertado, y que la manera fue violenta y mágica, pero imborrable. Entonces partir con mascarillas, dejarlas atrás y terminar relatando historias sobre la rebeldía de nuestro pueblo, me parecía sensato, esperanzador, y artísticamente más oportuno y luminoso. Es como si mientras avanza el libro, vamos retrocediendo en la memoria, y acercándonos progresivamente a las historias que no podemos olvidar, esas vinculadas no a la castración radical de esta dictadura sanitaria, sino a la transformación enorme de la conciencia de las personas. Es avanzar retrocediendo.
Para Benavides además, como la historia es cíclica, es muy probable «que venga otro estallido, ceteris paribus y la pandemia sea el desarrollo, no el desenlace de la historia».
El artista vivió el 18 de octubre en el ferrocarril metropolitano, cantando en plena evasión de los estudiantes secundarios. «El ambiente era tremendo. La tensión se notaba en el aire. La gente estaba asustada pero expectante. Yo estaba en el andén de Vicuña Mackenna, y de pronto todos los trenes se detuvieron, y se escuchaba un mar de gente fuera de la estación gritando como un murmullo a lo lejos; ‘evadir no pagar, ¡otra forma de luchar!’, y yo me sentía en mi salsa, esperando un desenlace que ni imaginaba. Al rato bajaron un montón de estudiantes a la estación y era todo fervor. Ningún tren se movía, pero todos cantábamos. Había olor a lacrimógena, pero también felicidad en el aire. Era algo extrañísimo», recuerda.
Cuando las cosas empezaron a ponerse más complicadas, decidió irse a su casa y supo del incendio de varias estaciones. «Es raro lo que diré, pero fue así: sentí una alegría profunda, y una tristeza enrrabiada, porque sabía que esto era un punto de inflexión».
Luego vendrían el toque de queda, las muertes, los perdigones a las piernas de amigas artistas, la impotencia y la frustración. Semanas después tuvo que viajar a México, de gira programada con su banda.
«Contamos todo, en universidades y festivales. La mayor sorpresa es que la televisión mexicana e internacional, cubría todo lo que ocurría, y cuando pasaba a ver la televisión nacional, no se mostraba nada. Era horrible la censura. Me enteraba de cosas terribles siempre por internet. Pero veía a la gente luchando, agrupada, organizada, unida, sin líderes en una manifestación espontánea tan genuina, que centraba mi atención en esa luz como equilibrio al descalabro de la ignorancia militar y de Piñera, que para mí, es lejos el punto cúlmine de la decadencia de los ‘valores’ de la sociedad neoliberal. Esto sólo le podía explotar en las manos a él. El espíritu de la historia tiene sus misterios. Es el momento de mi vida en que tuve más miedo, más pena, más angustia, más locura, y más esperanza, alegría, rebeldía y entusiasmo de toda mi vida».
En cuanto al proceso constituyente, Benavides no tiene muchas expectativas. «Es una oportunidad que hay que aprovechar, no hay trinchera mala. Pero miro con desconfianza el proceso. El gatopardismo de la clase política y económica y de la elite social de este país, digo, de las cúpulas de poder y corrupción, me hacen creer que a pesar de la importancia del proceso actual, y de la valiosa victoria del Apruebo, no es en este proceso donde se juegan las transformaciones reales de la sociedad y la cultura chilenas», reflexiona.
«Ver el desfile de políticos de la vieja minoría de la Concertación y de la derecha reconvertidos en salvadores de Chile me parece patético. Los perdonazos y la impunidad de la elite económica, y de fiscalía, uf…La verdad creo que esta Constitución va a durar poco, y mejorará algunas cosas, pero que si las movilizaciones no aflojan y las asambleas y cabildos se consolidan en el tiempo, será inevitable que la ola del feminismo, la rebeldía, el cansancio y el hastío de la gente que vive la desigualdad y violencia simbólica y estructural de este país, tenga frutos progresivos», advierte.
«Porque si algo es claro, es que este proceso constituyente no es un proceso soberano del pueblo de Chile. Prefiero entenderlo como un momentum que permite una inflexión institucional, que mientras dure, dará la sensación de que estamos resolviendo algo, cuando en realidad simplemente estamos a la mitad de un proceso largo que sólo tendrá un decantamiento cuando la estructura del poder político se desplace hacia la participación directa de las personas, o se derrumbe completamente», sostiene.
Benavides insiste en que este proceso no es institucional, «aunque lo quieran hacer pasar por ahí». Y pide «justicia, reparación, memoria, libertad a las y los presos de la revuelta», una educación gratuita, salud digna y gratis, derechos sociales consagrados, que caiga el sistema de capitalización individual (AFP) y «que aquellos sueños de una vida digna se hagan viables, y para eso se debe dejar de hacer negocios con la dignidad de las personas».
«Creo que podemos ser un pueblo soberano, con derechos y responsabilidades sobre nuestra tierra, nuestro planeta, y sin la obscenidad con que operan y manipulan el imaginario, a través de los medios de comunicación, los dueños de la platita y la influencia. Lo bueno es que todo se está cayendo, y el desespero de sus argumentos evidencia que saben que les queda poco. Quieren salvar los muebles, pero ya los echamos de la casa. Este es un proceso que trasciende por lejos al proceso constituyente. Las revoluciones son así. Siempre se hacen cantando», concluye.