El Premio Nacional de Historia apunta a un proceso cultural que viene desde los años 50, primero con el desarrollo del movimiento poblacional, que incluyó tomas de terreno, de fábrica, de fundos y universidades, para luego ser clave en la resistencia a la dictadura militar, en ejercicios de sobrevivencia en temas como salud, alimentación y techo, en lo que califica como «un aprendizaje de soberanía popular muy grande». En lo que fueron los 90 de la «democracia neoliberal», Salazar afirma que esto fue continuado esencialmente por los estudiantes, con manifestaciones que fueron creciendo exponencialmente en número. Primero fue a través del «mochilazo» de 2001 y su consigna «la asamblea manda», luego mediante el «pingüinazo» de 2006, «con la misma consigna», y luego en 2011, con el movimiento estudiantil. Posteriormente, este proceso avanzó en 2013 con la aparición de las asambleas ciudadanas de Aysén y Freirina, mientras se desarrollaba el movimiento por una Asamblea Constituyente. «Es un proceso de transformación del ciudadano, desde un ciudadano en masa, que simplemente grita y salta en la calle en función de sus banderas, y que escucha instrucciones, que no delibera, a un ciudadano que comenzó a deliberar con las tomas de terreno hasta esta Asamblea Constituyente», remata.
«Algunos le han dado una importancia enorme, como que hubiera habido un punto de quiebre, como que se inicia otra época. Algo de cierto hay en eso», señala el historiador Gabriel Salazar (Santiago, 1936).
Es la respuesta del Premio Nacional de Historia a la cuestión de qué tipo de transformación representa el estallido y el posterior proceso constituyente en curso en Chile.
Salazar ha sido profusamente entrevistado en el último tiempo, tanto en medios escritos como televisivos, primero para explicar los sucesos del 18 de octubre de 2019 y, luego, los resultados de los comicios constitucionales.
Con anterioridad en El Mostrador, el historiador identificó al «pueblo mestizo» como protagonista de la revuelta, al señalar que «tiene un daño transgeneracional, es una memoria subconsciente, de exclusión, de rabia, de no integración, de ignorancia de su condición de ciudadanos, etc., que le lleva a realizar estas ocupaciones de la ciudad con saqueos, violentas, porque no tiene mecanismos de integración real a la sociedad central, ni económicos ni culturales y, menos, políticos».
En esta ocasión, Salazar afirma que el resultado de los comicios es parte de un proceso de larga duración.
«Lo que ha venido cambiando, transformándose lentamente, y subterráneamente, ha sido la ciudadanía», un proceso cultural que viene desde los años 50, primero con el desarrollo del movimiento poblacional, que incluyó tomas de terreno, de fábrica, de fundos y universidades, para luego ser clave de la resistencia a la dictadura militar, en ejercicios de sobrevivencia en temas como salud, alimentación y techo, en lo que califica de «un aprendizaje de soberanía popular muy grande».
En lo que fueron los 90 de la «democracia neoliberal», Salazar afirma que esto fue continuado esencialmente por los estudiantes, con manifestaciones que fueron creciendo exponencialmente en número. Primero fue a través del «mochilazo» de 2001 y su consigna «la asamblea manda», luego mediante el «pingüinazo» de 2006, «con la misma consigna», y luego en 2011, con el movimiento estudiantil.
Para Salazar, este proceso avanzó en 2013 con la aparición de las asambleas ciudadanas de Aysén y Freirina, mientras se desarrollaba el movimiento por una Asamblea Constituyente.
«Es un proceso de transformación del ciudadano, desde un ciudadano en masa, que simplemente grita y salta en la calle en función de sus banderas, y que escucha instrucciones, que no delibera, a un ciudadano que comenzó a deliberar con las tomas de terreno hasta esta Asamblea Constituyente», remata.
«Ese es el cambio profundo que tenemos por delante. Eso es lo que reventó por todas partes en octubre de 2019, y que ha seguido como una amenaza latente, como manifestando la amplitud, profundidad y voluntad de un movimiento ciudadano que ya no reconoce líder, ni partidos ni ideologías».
A juicio de Salazar, lo que hay ahora en el tapete es la vieja tensión que acompaña al país desde su nacimiento, entre lo que es el ejercicio electoral –ir a votar cada cuatro años– y la soberanía ciudadana o popular propiamente tal, por ejemplo, en una junta de vecinos o asamblea barrial.
Para él, en Chile la soberanía ciudadana tiene sus raíces en los cabildos locales de la época de la Independencia, herederos de los comuneros que llegaron a América huyendo del absolutismo, y que incluso dieron origen a una Constitución, la de 1828, que era respaldada por el Ejército patriota. «Fue el primer afloramiento de una ciudadanía soberana en Chile».
La misma, en sus palabras, fue eliminada luego por la oligarquía de Santiago, mediante el gobierno conservador de Diego Portales, tras ganar la guerra civil de 1829-1830 mediante un ejército mercenario. En esa misma línea antisoberana –explica–, Portales eliminó las «asambleas provinciales», que nunca más volvieron.
El Presidente José Manuel Balmaceda, en la tradición del mismo movimiento ciudadano, organizó una Asamblea Constituyente «para reponer los principios de la Asamblea de 1828», un dinámica que llevaría a una nueva guerra civil y finalmente a su derrocamiento, nuevamente a manos de los conservadores.
Este «movimiento ciudadano», dice el historiador, continuó luego con las luchas obreras de comienzos del siglo XX, con episodios como la masacre de la Escuela Santa María de Iquique y otras tantas, donde el Ejército de Chile asesinó a miles de trabajadores en defensa de la oligarquía chilena.
Estos sucesos, sin embargo, llevaron a un movimiento de deliberación entre los militares con miembros de la Federación Obrera de Chile, el gremio de los conventilleros, los estudiantes de la FECH y el gremio empresarial de la Sofofa, en una serie de «conferencias nacionales», con miras a lograr una nueva Constitución, la de 1925.
Tomando en cuenta estos hechos, para Gabriel Salazar ahora es la tercera vez que la ciudadanía se moviliza para dictar ella misma «y ejercer el poder constituyente», tras 1828 y 1925. Algo que, por lo visto, solo sucede cada 100 años.
En este escenario, el historiador distingue tres actores: la ciudadanía, la oligarquía económica y la clase política profesional.
«Desde Portales en adelante hemos elegido diputados, senadores, presidentes, alcaldes, regidores, pero sin mandato ciudadano», en el sentido que, una vez elegidos, no responden a los ciudadanos.
«Uno no ejerce soberanía cuando vota, sino que elige entre promesas, entre ofertas. Es como ir al mall, es una acción mercantil. Nuestros representantes son electos sin mandato y terminan por autorrepresentarse. Eso diluye y destruye el mecanismo real de representación, que es la ejecución de un mandato».
Sin embargo, admite que en la Convención Constitucional hay algunos convencionales que sí responden a mandatos ciudadanos, al provenir de una asamblea local, por ejemplo, por lo cual es en realidad una «Convención mixta».
«Hubo aquí una relación incestuosa entre la ciudadanía soberana y políticos que se han autorrepresentado durante 200 años, traicionando y usurpando la soberanía popular. Por eso no es una Asamblea (Constituyente) legítima, pura, netamente ciudadana, soberana. Es un engendro mixto que los propios políticos inventaron para proteger la seudorrepresentación que tienen ante una soberanía que crece y crece», expresa.
En tal sentido, Salazar ve dos conflictos: uno entre el Gobierno y la oposición, por un lado, y entre la soberanía que se está desarrollando y el derecho escrito, «no escrito por el pueblo», por otro.
Salazar también apunta al papel del Ejército de Chile como resolutor de los conflictos políticos, desde los albores de la Independencia.
El historiador recuerda que el Ejército patriota era «liberal-democrático» y luchó junto al pueblo para lograr la Constitución de 1828. Por eso Portales y sus aliados debieron pagar un «ejército mercenario» para poder derrotarlo.
Los vencedores reorganizaron al Ejército «a la pinta de ellos» y lo declararon «no deliberante», justamente lo contrario a lo que era el Ejército patriota, que era «obediente al pueblo, no a la ley, y deliberante, participaba en las asambleas».
¿Cuál es su papel en el escenario actual?
En vista del papel histórico del Ejército de Chile, para Salazar hoy toma una importancia clave la frase del general Javier Iturriaga, jefe de la Defensa Nacional, cuando el 21 de octubre de 2019 señala «no estoy en guerra con nadie», y se desmarca de los dichos del Presidente Sebastián Piñera, que afirmó previamente que «estamos en guerra contra un enemigo poderoso».
«Eso es un desacato en público» ante su superior, agrega. «De hecho, el Ejército se ha negado» a reprimir en el estallido, más allá de hechos puntuales, en palabras del historiador, en contraste con las masacres de principios de siglo o los hechos ocurridos durante la dictadura militar.
«Se han negado a salir a las calles a ametrallar o a ir a La Araucanía frente al pueblo mapuche (…). El Ejército, le guste o no a la autoridad, está deliberando. No lo hace públicamente, porque lo acusan de sedición. Durante un siglo y medio salió mecánicamente a las calles a ametrallar, ahora no».
De hecho, para el historiador esto explica «el pánico» en la clase empresarial, porque sabe que no podrá contar con los militares para reprimir y se queda sin su «Ejército pretoriano».
Salazar además insiste en que dos veces los militares se han unido al pueblo contra la oligarquía y participaron en un proceso constituyente: en el periodo de 1822-1828 y luego en 1907-1925.
«La propia historia muestra que el Ejército tiene otra alternativa: deliberar junto al pueblo y obedecer la decisión soberana del pueblo», remata.
Hoy el historiador cree que hay entre los militares un «proceso de reflexión», como demuestran, entre otros hechos, los doctorados en Ciencias Sociales que cursan muchos oficiales, en una época donde ya no hay una «obediencia mecánica».
Y cita el caso del capitán de Ejército Rafael Harvey, expulsado por denunciar hechos de corrupción, abogado y excandidato constituyente, quien ha planteado introducir en la nueva Constitución el concepto de «obediencia reflexiva».
Salazar está a la expectativa de lo que arroje el proceso constituyente actual, donde prácticamente dos tercios provienen o fueron apoyados por la clase política, y el tercio restante lo conforman independientes, y donde habrá que ver temas claves como la futura estructura política o los tratados de libre comercio.
Entre otros, para él existe el riesgo de que en el marco de «grandes acuerdos» la Convención «no deje contenta» a la ciudadanía, caso en el cual la «iniciativa vuelve al pueblo».
«Cuando la soberanía entra en acción, el derecho y todas sus criaturas entran en recesión», recalca. «Si la Convención no produce el resultado que el pueblo quiere, va a perder sentido y habrá que disolverla, tal como ocurrió en 1823, cuando se disolvió a la Asamblea Constituyente y se abolió el acuerdo al que había llegado, y se exigió otra Asamblea Constituyente más pura».
En ese sentido, dice, todo depende de cómo actúe la ciudadanía que está fuera de la Convención.
«Eso lleva a la idea de que hay que mantener la unidad entre la ciudadanía que está afuera, que es la gran mayoría, y la que está dentro de la Convención, cosa que haya una articulación entre ambas, porque la jugada final no se va a dar dentro de la Convención, eso está claro. Lo que pase con los políticos da lo mismo, son hombre muerto caminando. La cosa se va a decidir afuera», concluye.