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El libro “Miedo” de Aníbal Ricci: senderos interminables de asfalto y cocaína CULTURA|OPINIÓN

El libro “Miedo” de Aníbal Ricci: senderos interminables de asfalto y cocaína

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La historia es la siguiente: un drogadicto de fin de semana, traficante, acosado por una desconocida organización, llamada “Corporación”, que lo persigue a toda hora en autos con vidrios polarizados, emprende una odisea por Santiago, Buenos Aires, Montevideo, Porto Alegre, Río de Janeiro o Ciudad de México. ¿Lo matarán? ¿Lo dejarán vivir?¿Simple paranoia? La novela cumple respecto a una suerte de geografía del desplazamiento, casi como si el interés implícito sea mostrarnos distintas ciudades o países, pero fracasa desde el punto de vista de la construcción narrativa: la continua confusión de tiempos verbales, elipsis toscas, y una verosimilitud cuestionable.


“Pensaba que el tiempo borraría la tristeza y el odio que me inundaba, pero no fue así. Era como si ya no me importara que alguien me quisiera. Todo me era indiferente”.

Fragmento del libro.

La novela «Miedo» fue publicada originalmente en 2007 bajo el título de «Fear» y hoy de la mano de su autor, Aníbal Ricci (Santiago, 1968), vuelve remozada, de la mano de la editorial Zuramerica (2021).

La historia es la siguiente: un drogadicto de fin de semana, traficante, acosado por una desconocida organización, llamada “Corporación”, que lo persigue a toda hora en autos con vidrios polarizados, emprende una odisea por Santiago, Buenos Aires, Montevideo, Porto Alegre, Río de Janeiro o Ciudad de México. ¿Lo matarán? ¿Lo dejarán vivir?¿Simple paranoia?

La novela cumple respecto a una suerte de geografía del desplazamiento, casi como si el interés implícito sea mostrarnos distintas ciudades o países, pero fracasa desde el punto de vista de la construcción narrativa: la continua confusión de tiempos verbales, elipsis toscas, y una verosimilitud cuestionable.

Por ejemplo, cuesta creer que mientras es perseguido, celebre un gol de la Selección en una habitación de hotel o que, como si nada, vaya a un recital o al cine; o que disfrute del sol en la playa de Villa Gesell, Argentina. No se entiende, tampoco, el por qué de ciertas decisiones, como si todo se justificara por el miedo que le provoca al protagonista aquel hostigamiento que alcanza ribetes internacionales.

No menor es la configuración psicológica y moral de los personajes (más como decorado que otra cosa).Reitera el tópico del “perdedor” tan típico del realismo sucio masculino, bien dado en la escritura noventera: aquel narrador sufriente de la vida contemporánea, nihilista, asolado por vacíos existenciales, fanático del cine y la música, pero que destila prejuicios.

“Mi vida era una estupidez. Solo trabajaba para drogarme, salir con putas y pagar intereses” (pág. 13).

“Hoy solo quedamos McLeod, los recuerdos y…las drogas. Qué distinto era jalar con Gloria y besarla escuchando a Portishead o MassiveAttack de fondo” (pág. 41).

“(…) el primer cuadro era un número de dos lesbianas, bien artístico, una se nos vino encima. Como gata, Ana Claudia sostuvo la botella cuando la mina se recostó en nuestra mesa y simuló un orgasmo, al tiempo que mecía sus rubios cabellos mientras la otra, la morena, besaba los senos de su amiga, yo, algo les acaricié el culo antes de que continuaran la fiesta en otra mesa. No me esperaba esa invasión, pero después de todo fue excitante” (pág. 87).

Aunque el narrador ensaya un ejercicio de reflexión y autocrítica, en muchas partes la culpa se desplaza hacia un “otro”, que bien asume la forma de la gente que lo rodea, léase compañeros de trabajo o las putas que frecuenta. Autocomplacencia en estado puro. En particular se destaca la figura de Gloria, su expareja, a quien ama y odia por igual, a quien entregó “su vida” y que, pese a su “ingratitud y desidia”, aún recuerda con tórrido deseo.

“Cada persona que conocía era sospechosa. Me quería tan poco. Los acontecimientos pasaban ante mis narices sin poder hacer nada. Si me insultaban, me quedaba callado. Si me seguían, huía. Si amaba, se aprovechaban” (pág. 113).

“(…) Dejé de ver a mis amigos y también a la familia. Gloria no entendía cómo funcionábamos y por eso nos llamaba ‘los locos Adams’. Eran tan proclive a etiquetar gente sin conocerla. Casi no íbamos a casa de mis padres. No sé por qué aguanté” (pág. 44).

“(…) con Gloria no había necesidad de acudir a restoranes lujosos y el compartir nuestros frecuentes encuentros sexuales nos daba un hambre feroz, que saciábamos dónde fuera y cómo fuera” (pág. 47).

Si bien el final funciona como marco comprensivo de las actitudes y pensamientos del personaje, lo que pudiera matizar aquella autocomplacencia, este no dialoga mayormente con el corpus de la novela, en un sentido orgánico, dejando aquella complejidad emocional como un mero cierre “anecdótico”, casi un “post scriptum”.

Se vuelve un poco insoportable, entonces, en los tiempos que corren, una escritura que sequeda en lo evidente y predecible. Bien podría el autor profundizar, por ejemplo, en el mundo de las drogas y todo lo que eso conlleva. Allí habría una faceta útil, más allá de la comodidad del traficante “profesional de clase media”.

Quizás el único mérito es la constatación de que una obra puede seguir escribiéndose. Porque las obras no concluyen: mientras el autor viva, hay posibilidad de transfiguración. Quizá, quién sabe, «Miedo» pueda volver a reescribirse. Ya veremos.

Ficha técnica

Aníbal Ricci. «Miedo». Editorial Zuramerica, 2021. 141 páginas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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