Marco Antonio De la Parra conjuga con precisión una imagen del infierno popular con los relatos de los orígenes cristianos y, si bien deja fuera el Sehol hebreo, incluye la historia de nuestro país de los últimos treinta años. Del mismo modo que Dante (y en distinción a Virgilio) el protagonista que introduce De la Parra, no pretende hacer este viaje, más bien le resulta impuesto, pero a propósito de su propio comportamiento: “Hallábame a la mitad del camino de nuestra vida, cuando me vi en medio de una oscura selva, fuera de todo camino recto…” dice Dante y es este el mismo punto de partida para De La Parra, quien a partir de esa mezcla de incertidumbre y consciencia, de ese saber y no saber, arranca con su trabajo que reflexiona, precisamente, sobre uno de los momentos más inciertos de nuestra historia: el presente.
La reescritura como ejercicio creativo, es, seguramente, el ejercicio más antiguo de la literatura y también de la oralidad, puesto que en su origen (y la verdad es que hasta bien entrado el siglo XVIII) las diferencias entre ambas no eran tan evidentes en el seno de la vida social.
Más aún, como se ha dicho muchas veces, la literatura es un vasto ejercicio de intertextualidad, donde los retazos, frases, ideas, metáforas, se superponen, intercambian y multiplican en una suerte de orgía sígnica que nos recuerda que todo ha sido escrito antes y se volverá a escribir.
Es en esta extensa e ilimitada tradición de la reescritura en la que se instala la obra “Inferno”, escrita por Marco Antonio De La Parra, dirigida por Daniel Marabolí y protagonizada por Néstor Cantillana.
Se trata de un espectáculo de lo que suele llamarse teatro performativo (en una extraña redundancia teórica ya que, después de todo, no hay teatro que no sea performativo), en ese sentido, también denominado como teatro post dramático, que, siendo precisos, (parece que) es otra cosa; pero las fronteras son borrosas y, de todos modos, también el nombre es sospechoso, toda vez que da por sentado que la dramaturgia no es acción ni puesta en escena, cosa que no deja de ser rara, precisamente, desde una mirada que no es de la literatura, sino -se supone- teatral… vaya con los alemanes.
«Inferno» es una obra que desarrolla una apuesta jugada y compleja, en la medida que pone en diálogo formal y conceptual a Dante y su Divina Comedia, a través de la dramaturgia de Marco Antonio De la Parra, con el Chile contemporáneo, la mezcla es la de un poema del siglo XIV con lo que podríamos definir como el Zeitgeist de nuestra época, aquí, ahora.
La escritura en De la Parra es una torre de Babel formidable, que requiere atención, sensibilidad y buen humor para seguirla. Se trata de un trabajo sofisticado como pocas veces se llega a ver, con la capacidad de diálogo cultural profundo, pero al mismo tiempo, feroz, descarnado y que, sin tranzar, revisa nuestra historia, nuestro momento contemporáneo y, sobre todo, articula preguntas, mucho más que entregar respuestas. La influencia de Dante en este «Inferno» es tan incuestionable como la de Virgilio con su submundo de la Eneida, sobre el infierno que escribe el propio Alighieri.
Del mismo modo que este último, De La Parra conjuga con precisión una imagen del infierno popular con los relatos de los orígenes cristianos y, si bien deja fuera el Sehol hebreo, incluye la historia de nuestro país de los últimos treinta años. Del mismo modo que Dante (y en distinción a Virgilio) el protagonista que introduce De la Parra, no pretende hacer este viaje, más bien le resulta impuesto, pero a propósito de su propio comportamiento: “Hallábame a la mitad del camino de nuestra vida, cuando me vi en medio de una oscura selva, fuera de todo camino recto…” dice Dante y es este el mismo punto de partida para De La Parra, quien a partir de esa mezcla de incertidumbre y consciencia, de ese saber y no saber, arranca con su trabajo que reflexiona, precisamente, sobre uno de los momentos más inciertos de nuestra historia: el presente.
Marco Antonio De La Parra es uno de los más notables dramaturgos de nuestro país, con una voz propia fundada hace y años y, sobre todo, no es una “vaca sagrada”, sino un artista que está inventándose o (re) escribiéndose permanentemente… un arte que hoy en día, en tiempos de plagio y repetición, se cultiva poco.
La dirección de Daniel Marabolí es una trabajo bien estructurado, espectacularmente se sostiene a partir de la tecnología, la ornamentación, la música y la imagen como forma que fundamenta su propuesta, todo ello, sin duda, bien rendido en frutos escénicos; con precisión y sentido, Marabolí levanta una performance de alto nivel, una obra que, pensadamente, constituye la forma como fondo, en la certidumbre de que en el arte, esas dos cosas son una.
En lo personal, suelo tratar de pensar en la propuesta espectáculo y no imponer mis criterios o mis intereses escénicos al trabajo de otros. Sin embargo, dado que se trata de un trabajo de alta factura, me permito tensionar el discurso que allí se levanta. Creo que Marabolí, hasta cierto punto, yerra el tiro, porque el desarmante espectáculo que levanta, el desenfreno semiótico que sostiene, silencia la dramaturgia, la encoge al no darle el aire que requiere, pues la encubre con demasiada imagen, demasiada música, demasiada pirotecnia, demasiado de demasiado. En nuestro tiempo posmoderno y fragmentario, ilusorio y pastichento, lleva el coro cantante, pero desde una mirada otra, puede ser discutible.
La actuación de Néstor Cantillana está a la altura del enorme espectáculo, no solamente eso, sino que lo nutre con potencia actoral a toda prueba. Cantillana sustenta la puesta en escena con acciones físicas y dialógicas que tienen forma propia, con un sello particular que conforma un estilo y un sentido conjunto que resulta inconfundible en él. Es probable que el trabajo actoral que logra desarrollar sea uno de los más avasalladores que uno puede ver sobre las tablas nacionales. Cantillana es una bestia libre, creativa e ilimitada durante su furioso y también delicado tiempo en escena. Se trata, también, de uno de los mejores actores que puede verse hoy día en nuestro país, sin duda alguna.
La composición musical y el diseño sonoro, a cargo de Nicolás Aguirre y el propio Marabolí dan cuenta de un trabajo bien cuidado, organizado en virtud de la puesta en escena, convirtiendo tanto la música como los efectos de sonido al ritmo de la emocionalidad de la misma. A su vez, Claudia Yolin e Ismael Valenzuela desde la iluminación y el vestuario, hacen lo propio, entregando una atmósfera dúctil a las acciones que acontecen durante el espectáculo, del mismo modo que las proyecciones visuales de Javier Pañella dialogan permanentemente con la actuación de Cantillana, explotando la tecnología como un arma bien ajustada y pertinente a la puesta en escena total.
«Inferno» es un trabajo escénico bien elaborado, con la consciencia de una escenificación arrolladora y perfectamente ingeniada, con una dramaturgia notable y una actuación que en sí misma es una fiesta, se trata de una obra que pone de relieve el diálogo cultural y, así como lo hizo la Divina Comedia en su tiempo, instala la reflexión contemporánea en torno a la existencia, en tanto viaje humano interno y externo, como concepto central de su reflexión.