La enfermedad y muerte de Omar las vivo a dos velocidades distintas. Por una parte, racionalizo y recuerdo, y no puedo dejar de sentirme afortunado por haber tenido un amigo como Omar. De alguna manera supe aprovechar de su gentileza e inmensa cultura. Por otro lado, ya sin razones y con puras emociones, me cuesta acostumbrarme a la idea de no volverlo a ver y sé que lo extrañaré tanto. Este vacío me recuerda las palabras que Zaffaroni le dedicó a Rivacoba: «es inevitable la sensación de desamparo cuando comprobamos que cada vez quedan menos personas con quien conversar».
El pasado 23 de diciembre nos dejó Omar Saavedra Santis. Para muchos, el mejor novelista chileno de los últimos años.
El mensaje con la noticia fatal fue sólo la guinda de la torta. La noticia realmente devastadora fue, hace unas cuantas semanas, la de la reaparición de un cáncer pulmonar con metástasis y un pronóstico cierto de un pronto desenlace. Omar, pese a todo, mantenía su buen humor y en su último mensaje de WhatsApp se excusó por la tardanza en la respuesta de lo que hasta hace poco era una fluida conversación de largos emails y simplemente dijo en chileno vernáculo “sigo pa’ la corneta”. Poco antes, citando a Cortázar y sabiendo lo que se venía, escribió “llegó el momento de ordenar las camisas”. En ambos mensajes se lamentaba de no poder leer y me contaba que, como nunca, estaba viendo tele. Se despedía a las pocas líneas porque -decía- se le acababa el aire.
Nos conocimos en 2017 en el bar Normandie en Providencia. Fue amistad inmediata. Desde entonces los güisquis fueron casi semanales, pero de Santiago nos fuimos al Victoria en Valpo. Como bien dijo nuestro común amigo Nelson Herrera cada conversación con Omar era una clase magistral, pero distendida. Hablábamos de huevadas importantes y de otras no tanto. De libros, de teatro, de música, de política, de amoríos y de cine italiano. Omar desde el inicio fue siempre igual. Sencillo, pelacables y gracioso. Amable, culto y generoso.
Hace dos años que me fui de Chile y una de las cosas que más extrañaba eran esas largas güisqueadas con Omar. Recuerdo con especial ternura mi penúltima visita a Chile. No le dije nada a Omar. Simplemente me aparecí por el Victoria por la tarde. Su cara se iluminó de alegría y brindamos por varias horas. Entonces jamás se me pasó por la cabeza que sería nuestro último encuentro. Volví a Chile después de eso, pero la pandemia no hacía aconsejable que nos viéramos.
Omar nació el 44 en Valparaíso. Su esencia porteña se trasluce en algunas de sus novelas como ‘La Gran Ciudad’ o la inédita ‘Mercado Cardonal’. Estudió en el mítico Liceo Eduardo de la Barra y luego varias carreras en la Universidad de Chile, entonces sede Valparaíso. Siendo muy joven se fue a Europa, pero tras el triunfo de la Unidad Popular se devolvió a trabajar ‘para la causa’, desempeñándose como redactor jefe del diario El Popular de Valparaíso.
El golpe de Estado del 11 setiembre 1973 significó el derrumbe de un sueño, la persecución y la barbarie. Pese a su buen humor, Omar jamás pudo sanar los miedos y las heridas sufridas en la sangrienta tiranía. En 1974 volvió a Europa. Sin siquiera moverse de su escritorio pasó de la República Democrática Alemana a una nueva Alemania. Entonces pasaba días enteros en las bibliotecas mirando por las ventanas la transformación de un paisaje que pasaba del blanco a las flores y del calor a las hojas secas. Su productividad es impresionante paseándose de la novela al cuento y de los guiones a la dramaturgia.
Tras el fin de la tiranía, volvió a Chile. Primero a Santiago, luego a la casa paterna en el Cerro Florida en Valpo. En sus últimos días, pese a no tener energía ni para leer, entendió que había que hacer lo posible para derrotar a la derecha fascista clerical en las urnas. Casi adivinando mis dudas me escribió: “a no ponerse huevón y a votar por Boric. Mira que el candidato ideal no existe”.
El día del balotaje, cansado, pero con esa energía que sólo da la militancia, en silla de ruedas fue convencido a votar. El triunfo de Boric, y más aún la derrota de Kast, fueron sin duda una de sus últimas alegrías.
La enfermedad y muerte de Omar las vivo a dos velocidades distintas. Por una parte, racionalizo y recuerdo, y no puedo dejar de sentirme afortunado por haber tenido un amigo como Omar. De alguna manera supe aprovechar de su gentileza e inmensa cultura. Por otro lado, ya sin razones y con puras emociones, me cuesta acostumbrarme a la idea de no volverlo a ver y sé que lo extrañaré tanto. Este vacío me recuerda las palabras que Zaffaroni le dedicó a Rivacoba: es inevitable la sensación de desamparo cuando comprobamos que cada vez quedan menos personas con quien conversar.