Como acercamiento inicial hay que considerar que la muestra transita entre la disidencia y la sororidad, donde la figura central es el estigma, y las indelebles huellas que instaura la violencia.
Pregunta abierta, que de partida estremece, al dejar entrever el enorme peso de la envestidura que -cual carga- sobrellevan tantas mujeres en Latinoamérica. Pero, por sobre eso, es todo un emblema de cómo “al sentirse mujeres” no sólo asumen con fortaleza su identidad, sino porque además se confieren el derecho a repensar la femineidad, expresándolo desde una reflexión plástica desplegada de manera tan heterogénea e incisiva, que logra convocar a 16 mujeres, artistas de un continente que histórica y permanentemente las vulnera, y que se exhibió hasta el pasado fin de semana en el Parque Cultural de Valparaíso, curada por Elisa Massardo y producida por Nicole Ahumada.
Como acercamiento inicial hay que considerar que «Cómo cargar con un cuerpo», transita entre la disidencia y la sororidad, donde la figura central es el estigma, y las indelebles huellas que instaura la violencia, las que de por sí se agudizan en «Marca en la Piel» (2002) cuando la artista franco-colombiana Martha Amorocho, se autoflagela, provocándose incisiones con agujas, como queriendo rechazar, pero a la vez redimir ese cuerpo violentado, mostrando un estigma que se invierte en la medida que se visibiliza el abuso, mediante una cicatriz amplificada sutilmente en «Autorretrato en naturaleza muerta» (2015), y a la cual se suma Hersilia Álvarez (Argentina), con «Agonía y Pelos» de la serie «Putas» (2004), causa-efecto de un modelo patriarcal avalado por una sociedad encubridora, donde la denigración es una consigna que a su vez resuena en la proclama de Camila Lobos (Chile), en esas «606 palabras» (2021) que aluden a los femicidios perpetrados desde el 2008, y que esta artista evoca desde la fragilidad de las palabras, con una sutil, pero concluyente metáfora entre la indefensión y el escarnio.
Aseveraciones que hacen eco en la propuesta de Aisha Ascóniga (Perú), quien, a diferencia de sus congéneres remarca el estigma en «Desaparecidos» y en la instalación «Milagros y fantasmas II» (ambas del 2021) pensando el cuerpo como un sudario en el cual se marcan los pliegues de un sistema que se desentiende, pero a la vez usufructúa de él, como un modo de existir en la amazonia. Distópica realidad que se entrelaza con la serie «Triunfadoras» (2018) de Teresa Bracamonte (Perú), y ese grupo de mujeres peruanas transgénero que ejercen el comercio sexual en el Bosque de Boulongne de París, como un fenómeno transculturizado, que realza la figura de estas mises-en-scène (Maitée y Lulu), víctimas y vencedoras.
Asimismo, encontramos propuestas que parecen distanciarse de la transgresión. Sin embargo, aquellas que aparentan ser más discretas son las que de mejor forma reflejan ese acto de terquedad, con el que desafían la perpetuación de una estructura decimonónica, que se cierne sobre una práctica cliché, que María Eugenia Trujillo (Colombia), impugna y rechaza a través de esa alianza entre condena y sacrificio representada en «Vestido de novia, Ramo y Velo» (2020-2021), símbolos que invita a dejar atrás con un rotundo “Nunca más”. Relevante signo de expiación que además se ratifica en un ejercicio laboriosamente complejo y que obedece a ese estado de insignificancia que el absolutismo cotidiano ha insistido en instalar y que redunda en esa “invisible fantasía” bordada con hilos de oro estilo crewel y stumpwork, por Aurora Anita (Chile), en un ritual ornamental que busca sublimar y embellecer la paciencia, sistemáticamente parodiada.
Aunque, por definición existe un acto de resistencia mucho más contestatario en la serie «Casa de muñeca» (2019), al poner en entredicho los cánones de la belleza, y asumir el cuerpo como un arma capaz de revocar esa andanada de prejuicios que orbitan la obesidad, desde una rabiosa, pero legitima condición evidenciada por Rocío Hormazábal (Chile), al posicionar esta fornida muñeca tipo “barbie” como un sujeto subversivo y artístico que encarna un nuevo linaje. Entrecruce antropológico que comparte con Bruna Truffa (Chile), al adentrarse en la identidad de género con su serie «Caminantes Desplazadas» (2019), desde un territorio doméstico y mestizo circunscrito dentro de un tráfico multicultural donde la inmigración femenina es por lejos otra forma de maltrato y en cuya confluencia surgen mujeres de diversas etnias -donde cualquiera puedes ser tú- intentando sobrevivir en medio del extractivismo sociocultural y la impuesta territorialización.
Consecuente, con que, en el entramado de la naturaleza femenina, lo corpóreo es protagonista, en «Coreografía de la succión» (2021) Cheril Linett (Chile), directora de la «Yeguada Latinoamericana», apuesta por el amamantar con una puesta en escena que (al remitirnos al origen) se conecta con el renacer a través de la maternidad, en un “rewind”, que en sentido figurado conversa con «Semilla Sagrada» (2021) de Marisa Caichiolo (Argentina), y ese eterno retorno mediado por la fertilidad de madre tierra, siempre acechada por la acción del hombre y sus grupos económicos.
Aun cuando, quienes destacan por su ojo avizor y por lidiar contra la invisibilidad de género, las hegemonías y las múltiples formas de poder, verticalidad y dominio son Érika Ordosgoitti (Venezuela), cuando hace de su cuerpo un corpus poético-político con el que desafía el orden establecido. Sólida herramienta que Regina José Galindo (Guatemala), también emplea cuando insiste en la necesidad de re-significar las relaciones de poder desde su propio cuerpo, en un quehacer vinculante que acabe con todas las desigualdades–“Me angustia y esa angustia se vuelve rabia y esa rabia se vuelve fuerza y esa fuerza se vuelve obra”. Sentido de urgencia que se plasma en esta magnífica e inédita revisión que recurre al cuerpo como soporte con su inevitable y maravillosa carga.