En «Café con el diablo», recientemente publicado, Vicente Romero rememora además su visita al Estadio Nacional los primeros días del golpe y su detención en 1976 en Cuatro Álamos. El capítulo chileno inaugura el libro e incluye una conversación con Juan Molina, ex integrante del Ejército, que tripuló naves que lanzaron cuerpos al mar en 1979 y 1980. Abandonó su carrera militar y es uno de los pocos soldados que reveló sus vivencias.
El periodista español Vicente Romero (Madrid, 1947) acaba de publicar su último libro, «Café con el diablo» (Editorial Akal), que incluye diversos relatos sobre hechos ocurridos durante la dictadura del general Augusto Pinochet (1973-1990).
El libro recorre países como Chile, Argentina, Nicaragua, Camboya y la propia España, con entrevistas a torturadores y asesinos que actuaron en el marco de la violencia política que afectó el mundo durante el siglo XX.
«Tenía interés en saber cómo piensan y sienten esos seres humanos, porque no son monstruos, sino seres humanos igual que nosotros», explica a El Mostrador.
Romero es un veterano corresponsal con coberturas en países como Vietnam, Irak y Siria, que le valieron múltiples premios, como el premio de la Asociación Pro Derechos Humanos y la Medalla de Oro de Cruz Roja Española.
El capítulo chileno inaugura el libro e incluye una conversación con Juan Molina, ex integrante del Ejército, que tripuló naves que lanzaron cuerpos al mar en 1979 y 1980. Abandonó su carrera militar y es uno de los pocos soldados que reveló sus vivencias.
En 2003 conversó con Molina en un reportaje al programa español «Informe semanal» de RTVE, la cadena de televisión pública española donde trabajó de 1984 a 2012, «un pobre diablo que nunca se ha podido recuperar de aquella colaboración a los vuelos de la muerte».
El texto además hace un repaso de la trayectoria del fallecido ex general Manuel Contreras, ex jefe de la DINA, que terminó sus días en la cárcel militar de Punta Peuco en 2015, y el torturador Osvaldo Romo, también fallecido en la Penitenciaría de Santiago en 2007.
Finalmente, el periodista además rememora en el libro cómo reporteó los primeros días de la dictadura, incluida una visita al Estadio Nacional, y su propia detención junto a su esposa Lorna Grayson, el sábado 11 de septiembre de 1976, por funcionarios de la DINA. Estuvo preso en el recinto de Cuatro Álamos (hoy centro de detención del Sename, en la comuna de San Joaquín), y su expulsión el martes siguiente.
En el libro también escribe sobre su visita tras el golpe militar.
«Me tocó ir a Chile el 11 de septiembre de 1973. Entré en el primer vuelo de periodistas desde Buenos Aires (el 19 de septiembre), que fletamos entre distintos medios de diversos países que esperábamos entrar a Chile. Llegamos a Pudahuel de noche, oyéndose todavía los tiros», rememora.
Le tocó de todo: «ver los cadáveres que aparecían en el Mapocho, hasta la muerte de Neruda y la destrucción de su casa, el Estadio Nacional lleno de presos».
«Asistimos a aquella rueda de prensa de Pinochet, de la foto de las gafas oscuras. Y hablamos con algunos oficiales del Estadio Nacional», cuenta.
En el libro lo describe así:
«El sábado 22 de septiembre, las autoridades militares organizaron una visita de periodistas al Estadio Nacional para mostrarnos «las buenas condiciones en que se encontraban los presos». Sería una experiencia demoledora, pese a las muchas precauciones adoptadas por los uniformados que nos escoltaron. Casi al mismo tiempo que nuestro autocar, llegó a las puertas del recinto deportivo un vehículo celular repleto de prisioneros. Los soldados les hicieron bajar a culatazos, sin ahorrar en malos tratos pese a la presencia de fotógrafos y cámaras de televisión de todo el mundo».
Y continúa:
«Nos condujeron directamente al terreno de juego, ocupado por soldados que apuntaban sus armas automáticas a las gradas, desde las que nos miraban centenares de presos con ojos asustados. Aunque nos prohibieron aproximarnos y entablar conversación con ellos, se produjeron breves diálogos cortados por la amenaza de los fusiles. Al principio, los reclusos guardaron silencio, pero enseguida se dirigieron a nosotros con peticiones elementales, como que insistiéramos en que la Junta Militar acelerase sus trámites –porque algunos llevaban más de una semana esperando ser interrogados– o que les facilitaran aspirinas y papel higiénico. Muchos gritaron nombres y números de teléfono, para que comunicáramos a sus familias que se encontraban vivos. Otros trataban de llamar la atención de los camarógrafos de la televisión chilena, con la esperanza de ser vistos e identificados en los noticiarios. Lo único que podíamos hacer por ellos era filmar sus rostros, apuntar sus nombres y teléfonos, y lanzarles los paquetes de cigarrillos, mecheros e incluso caramelos y chicles que llevábamos en los bolsillos».
«Al salir del estadio, fuimos abordados por un grupo de familiares de detenidos que montaban guardia en sus alrededores. Querían preguntarnos si éramos portadores de mensajes o, al menos, si recordábamos algunos nombres. Nos detuvimos a conversar durante un buen rato y, a través de ellos, conocimos lo narrado por varios prisioneros liberados. De ese modo pudimos averiguar que los vestuarios habían sido transformados en celdas colectivas, con más de 170 presos en 40 metros cuadrados; que las duchas se empleaban como salas de interrogatorios, lo que permitía a los prisioneros oír los gritos de sus compañeros sometidos a torturas y los disparos con que algunos fueron asesinados; o que un chico de unos quince años fue acribillado a balazos en las gradas… ¡porque sufrió un ataque epiléptico!».
Romero volvería en 1976, para las celebraciones de los tres años del golpe militar, pero en esta ocasión fue detenido. Recuerda a sus carceleros de Tres y Cuatro Álamos como chicos jóvenes e iletrados.
«Me detuvieron junto a mi mujer. Nos metieron en Cuatro Álamos y en Tres Álamos. Nos expulsaron del país. Volvimos a entrar y nos volvieron a detener, y nos volvieron a echar, metiéndonos en el avión a punta de pistola». Sin embargo, regresó muchas veces después de aquellos episodios por temas periodísticos.
El arresto fue frente al edificio Diego Portales (hoy GAM), entonces sede del Gobierno pinochetista.
En su libro lo describe así:
«Sólo llevábamos dos días en el país y la Dirección de Comunicación Social de la Junta Militar ya nos había avisado de que no éramos bienvenidos. Considerado persona non grata por mis artículos anteriores sobre el régimen chileno, me negaron las credenciales de prensa advirtiéndome de que no debía escribir nada sin ser previamente autorizado».
«Y fuimos detenidos cuando Pinochet comenzaba a pronunciar su discurso, transmitido por radio desde el despacho presidencial y difundido mediante altavoces callejeros, con inserciones de aplausos grabados cada vez que el general hacía una pausa. Dos policías de paisano, que se identificaron como miembros de la DINA, nos condujeron a una estación del metro de Santiago todavía en construcción, sin vendarnos los ojos. Ello nos permitió descubrir una numerosa fila de detenidos, esposados y cegados, formada contra la pared. Y acarreó una seca reprimenda a los agentes por su torpeza».
«Nos mantuvieron largo rato encañonados, soportando de pie la helada corriente de aire del túnel, con las manos atadas en la espalda con alambre y la parte superior de la cara tapada por una cartulina sujeta con cinta adhesiva, que nos dejaba ver un metro de suelo alrededor de nuestros zapatos. Pero fueron amables, a pesar de todo: cubrieron los hombros de Lorna con un chaquetón, le soltaron un momento las manos para que sujetara el café caliente que le ofrecieron, y nos permitieron hacer flexiones y dar algunos pasos para no entumecernos. Unos privilegios que establecían diferencias de trato con los demás arrestados, limitando nuestro miedo. En un tenso silencio, escuchamos a través de un aparato de radio la voz aflautada del general Augusto Pinochet afirmando que los periodistas extranjeros podían «comprobar con sus propios ojos» la paz social que la Junta Militar había impuesto. Y, entre marchas militares, la canción Libre de Nino Bravo. Una ironía suculenta para alimentar una crónica… que no podría escribir».
Dos horas después, fueron subidos a una camioneta y llevados a Cuatro Álamos, «caminando bajo las miradas de guardas apostados en torretas de vigilancia, a través de un corredor formado por planchas de cemento prefabricadas coronadas por un rollo de alambre de púas».
Le sorprendió fue el reducido tamaño de las instalaciones, más propio de una comisaría de provincias que de un centro operativo de la todopoderosa DINA. En esencia, se trataba de un pasillo en cuyos lados se alineaban dos despachos de unos doce metros cuadrados; una salita para guardias, dotada de un televisor; una docena de pequeñas celdas y otra de mayores dimensiones, así como un retrete para empleados y otro para presos.
El sótano, «que no pudimos ver», se utilizaba como cámara de torturas y mazmorra de castigo, por sus condiciones de aislamiento, oscuridad y humedad.
«Los funcionarios del terror lo denominaban, con siniestro sentido del humor, ‘el Terminal pesquero’ por el olor de quienes pasaban largo tiempo allí sin poder lavarse».
Tras confirmar sus datos personales, repitieron la pregunta que les habían formulado al recibirnos en el metro: «¿Saben ustedes por qué han sido detenidos?».
A continuación los instalaron en dos celdas. La de Romero, que medía unos cuatro metros de longitud por dos de anchura, estaba amueblada únicamente con dos literas carentes de sábanas y almohadas, cuyas mantas apestaban. Un armario empotrado contenía cuatro escudillas sucias y un puñado de vasos de plástico. La pintura verde que cubría las paredes no había servido para ocultar las palabras que algunos convictos habían grabado en el yeso: «venceremos», «esto pasará», «extraño a mi mujer y a mi hija, las adoro»… Al fondo, una ventana daba a un patio alargado y limitado por un alto muro, donde languidecían varios árboles deshojados que tal vez fuesen álamos. En su marco se leía «Qué hermoso es ver volar a las aves». «Alimentarlas con el pan del rancho sería un pasatiempo gratificante durante los tres días que allí permanecimos aislados».
«Los guardianes –un grupo de jóvenes semianalfabetos– me informaron de las obligaciones básicas de los reclusos: barrer, limpiar exhaustivamente todo, incluso abrillantar con bayetas las baldosas del suelo; ir al retrete cada tres horas, siempre bajo vigilancia para evitar encuentros con otros reclusos; sobre todo, mantenerse en pie todo el día. Comprobaban que así fuera, abriendo inesperadamente las mirillas de las celdas».
«‘Sentarse o tumbarse está castigado –me advirtieron–, pero no se preocupe, señor. Si lo vemos descansando, no diremos nada, porque no somos mala gente'».
«Al menos no lo parecían. Fueron corteses e incluso nos proporcionaron lectura para entretenernos: una novela de Los Vengadores y la Biblia. Uno de ellos me trajo noticias de Lorna y acabaría sirviéndonos de correo para que intercambiásemos unas palabras de amor. Ella las escribió en un papel con la cabeza de una cerilla y yo las grabé en un tubo de dentífrico.
De noche los visitó un médico que no los examinó y confesó carecer de una simple aspirina.
La dieta tampoco resultó satisfactoria: una rebanada de pan y un cuenco de leche recalentada para desayunar, y guisotes a base de arroz, fideos y patatas en las comidas. La mujer de Romero de negó a comer.
La tarde del lunes, los interrogaron por separado en uno de los despachos policiales. Se encargaron de hacerlo dos oficiales, acompañados por cuatro hombres silenciosos, que miraban y escuchaban como becarios aplicados.
«¿Qué piensa sobre el Rey de España?, ¿Le gusta Cuba?, ¿Cree en Dios?, ¿Cuántos países socialistas ha visitado?»… El absurdo absoluto lo alcanzaron al preguntarme por qué todos mis calcetines eran de color negro», escribe Romero.
Aquella misma noche fueron trasladados al campo de Tres Álamos. Tras un examen médico, los carabineros les entregaron sus maletas, para que pudiesen cambiarse de ropa, abrieron un lavabo con agua caliente e instalaron en las cocinas una litera para que pasaran la noche sin pisar una celda. Al día siguiente, en coincidencia con la llegada del ministro español de Defensa, para negociar una operación de venta de armas, fueron expulsados.
En cuanto a los militares chilenos que derrocaron el gobierno constitucional de Salvador Allende, señala que «nadie esperaba una brutalidad como la que se produjo en Chile. Llegar a bombardear el Palacio de La Moneda, tal número de detenciones, de asesinatos, jactarse de ello, nos parecía un despliegue de barbarie tremenda».
«Cuando entrabas a la casa de Neruda y veías cómo los militares habían destrozado la colección de cerámica popular, ¿qué necesidad había de emprenderla a golpes con lo que el poeta había atesorado con cariño durante años y de quemar los libros? ¿Qué necesidad había de aquel ensañamiento contra las personas?», se pregunta.
También recuerda la quema de libros, incluidos aquellos sobre el movimiento pictórico del «cubismo», al creerlos vinculados con Cuba, pasando por alto otros como el clásico «Cómo leer al Pato Donald», de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, «porque creían que era sobre el Pato Donald, para niños».
«Además de salvajes, eran absolutamente analfabetos», dice. «No hay que olvidar esa etapa, al contrario, hay que tenerla muy presente», concluye.