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Pensar con las imágenes: Jean-Luc Godard CULTURA|OPINIÓN

Pensar con las imágenes: Jean-Luc Godard

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En sus últimos años vivía recluido en su casa de Suiza. En el documental “Rostros y lugares” de Agnès Varda, otra gran cineasta y pensadora que nos dejó hace poco, le va a tocar la puerta a su amigo pero, en un gesto de gran eficacia cinematográfica, él se niega a abrir. Declaraba no saber nada de las redes sociales, pero una de sus últimas apariciones públicas fue un live de Instagram durante la pandemia en que, conversando con Lionel Baier, dio una cátedra brillante sobre cine, imagen y política. Nos dejó por decisión propia, a través de un suicidio asistido, un gesto coherente con su vida y pensamiento radicalmente independientes, con su cine que sin duda nos tendrá todavía por un largo tiempo trabajando en desenmarañar y digerir lo que en él se piensa por medio de imágenes, cuerpos, palabras.


«Mira, murió Godard!», me escribe una amiga por WhatsApp, y agrega un emoji lagrimeante. Yo ya me había enterado por Instagram, y ahora que me siento a escribir estas líneas veo posteos en Facebook anunciando su partida y recordando algunos rasgos de su obra y de su biografía. Probablemente a Godard le habría hecho gracia observar cómo se expande por el mundo virtual, en palabras e imágenes, la noticia de su muerte, y sin duda habría hilado un análisis provocativo y original a partir del modo en que ella circula por las pantallas de diversos dispositivos visuales: tablets, computadores, plasmas, celulares.

Jean-Luc Godard es mucho más que un gran director de cine. Es cierto: fue uno de los nombres principales de la nouvelle vague que surgió en Francia a fines de los años 50 a partir de la revista Cahiers du cinéma, antes de derivar hacia un cine colectivo y revolucionario con el grupo Dziga Vertov hacia fines de los 60. Logró mantenerse vigente como autor, con varias obras maestras a su haber durante los 70 y 80, y siguió dando que hablar las décadas siguientes con su peculiar filmografía, en un estilo inconfundible de ensayo visual fragmentario. Pero, más incluso que un director notable, Godard fue un pensador de las imágenes, un lúcido explorador de cómo opera la conjunción de imagen en movimiento, sonido y palabra hablada o escrita, un indagador incansable de las posibilidades del cine como medio, incluso después de la «muerte del cine» en su sentido clásico, análogo, con sala oscura y proyector. Supo utilizar como nadie esas posibilidades para un tipo de pensamiento a saltos, discontinuo, por montaje, un pensamiento apropiado para nuestra época ilógica y contradictoria.

Desde su primer largometraje, “Sin aliento” (1959), Godard combinó un radical amor al cine clásico hollywoodense, que conocía al dedillo, con un deseo inclaudicable de ir más allá, de romper estereotipos, convenciones anquilosadas, esquemas narrativos y visuales, como en sus célebres jump cuts (cortes de salto), que parecen un error de montaje pero en realidad nos vuelven conscientes de la discontinuidad inherente a cualquier película. Su obra inicial exploró las convulsivas transformaciones sociales, ideológicas, eróticas y estéticas de los 50 y 60 con humor y seducción pero sin complacencia. Su cine más militante de fines de esa década se alineó con las críticas más radicales a la complicidad entre estética, cine y capitalismo para preguntarse por las posibilidades revolucionarias de la imagen, como recuerda la película biográfica “Mal genio” (2017), de Michel Hazanavicius. Y si bien a partir de los 70 retomó los largometrajes aparentemente más convencionales y estéticamente seductores, nunca abandonó ese espíritu radical de mayo del 68. En sus películas de esos años se mezclan la filosofía y teología con el sexo, la política y la provocación. “Pasión” (1982), por ejemplo, se vale del pretexto de un filme ficticio, dirigido por un alter ego, para explorar la relación entre el cine y la historia de la pintura occidental, en una serie de cuadros vivos que recrean grandes obras artísticas, pero a la vez se plantea el problema de las relaciones de producción en la era del capitalismo multinacional, según Fredric Jameson.

Uno de sus proyectos más ambiciosos y emblemáticos, “Historias del cine” (1988-1998), es un extenso montaje de imágenes ajenas que repasa la historia de ese medio en contrapunto con el convulsionado siglo en que tuvo lugar. Extrae escenas aisladas de cientos de películas y las va comentando con su voz inconfundible, en un monólogo a ratos hermético y pedante, pero siempre fascinante, provocador y lúcido. Su obra tardía exploró sobre todo el género del cine-ensayo en películas como “Adiós al lenguaje” (2014) y “El libro de imágenes” (2018), montando tomas de naturaleza muy diversa (algunas de ellas hechas con su celular) e hilándolas a partir de sus lecturas, recuerdos y obsesiones características. Comprendió mejor que nadie los desafíos que le planteaban a la tradición del cine en celuloide otras tecnologías como la televisión y el video, pero también la imagen digital, y supo combinarlas con un virtuosismo inigualable que aprovechaba sus diferencias de textura, tamaño y resolución para ayudarnos a tomar conciencia de sus efectos y potencialidades.

En sus últimos años vivía recluido en su casa de Suiza. En el documental “Rostros y lugares” de Agnès Varda, otra gran cineasta y pensadora que nos dejó hace poco, le va a tocar la puerta a su amigo pero, en un gesto de gran eficacia cinematográfica, él se niega a abrir. Declaraba no saber nada de las redes sociales, pero una de sus últimas apariciones públicas fue un live de Instagram durante la pandemia en que, conversando con Lionel Baier, dio una cátedra brillante sobre cine, imagen y política. Nos dejó por decisión propia, a través de un suicidio asistido, un gesto coherente con su vida y pensamiento radicalmente independientes, con su cine que sin duda nos tendrá todavía por un largo tiempo trabajando en desenmarañar y digerir lo que en él se piensa por medio de imágenes, cuerpos, palabras.

Fernando Pérez Villalón es director del Doctorado en Estudios Mediales de la Universidad Alberto Hurtado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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