Un país puede y debe abordar sus problemas sociales y productivos (es decir, podemos buscar un “nuevo modelo de desarrollo”) y aun así aspirar a contribuir a nuestro entendimiento sobre el mundo que nos rodea, en todas las áreas del saber. En otras palabras, debemos y podemos dar un salto en nuestra capacidad de brindar bienestar en dimensiones no solo materiales, sino que también sociales, políticas y culturales, algo que las misiones por sí solas no pueden entregar.
Hace algunas semanas, El Mostrador publicó una columna en la cual analicé el rumbo del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación (“MinCTCI”) durante lo que fue la gestión del exministro Flavio Salazar (“Un Ministerio de Ciencia con rumbo extraviado”, 14 de septiembre).
Recientemente, el exministro respondió al análisis en este mismo medio (“El rumbo de la ciencia debe apuntar a un mejor vivir”, 30 de septiembre). Es necesario valorar la incipiente autocrítica que el exministro formula en su respuesta. Salazar se centra en dos puntos en especial: primero, admite no haber logrado acercar a la ciudadanía una “visión más integral y enriquecedora de lo que la ciencia hace y puede ofrecer a las personas”; y, segundo, señala la posibilidad de “potenciales errores no descartables en los énfasis o prioridades”, respecto a los cuales sin embargo no entregó mayores detalles.
Es valioso, desde luego, cuando quienes ejercen posiciones de poder —o lo han hecho recientemente— mantienen cierta autocrítica respecto a su trabajo, y en este sentido corresponde destacar la columna de Flavio Salazar. No obstante, y pese a que no es mi objetivo polemizar con el exministro, estimo necesario comentar su respuesta, pues en ella me atribuye ciertas ideas que no comparto o francamente no he afirmado. En consecuencia, en esta columna respondo a algunas de sus críticas, limitándome por razones de espacio a tres puntos centrales.
1) Respecto al título de la columna del exministro (“El rumbo de la ciencia debe apuntar a un mejor vivir”), desde luego concuerdo con esta afirmación. Sin embargo, al mismo tiempo creo que es necesario preguntarse quién define qué es el “mejor vivir” y, más importante aún, cómo encauzamos el rumbo de la ciencia en esa dirección.
Respecto a la primera pregunta (quién define el mejor vivir), he señalado anteriormente que en nuestro país ha existido una insistencia en formar grupos de élite y consejos de “notables”, que definen ciertos aspectos centrales de nuestras políticas científicas, sin mediar mayor conversación con otros actores.
En lo que se refiere a la gestión del exministro, una de mis críticas yacía precisamente en la eventual supeditación de nuestra política científica a una noción de “Nuevo Modelo de Desarrollo” que ha sido escasamente discutida y socializada. En su respuesta, el exministro Salazar se refiere a dicho modelo, destacando que “se haya definido con una amplia mirada, abarcando perspectivas socioambientales, de género, culturales, descentralizadoras, inclusivas y económicas”.
Hubiese sido positivo que el exministro compartiera dicha definición (y la lista de quiénes la elaboraron) con los lectores, toda vez que sigue siendo un misterio (vale la pena agregar que, en las primeras informaciones relativas al comité interministerial que abordaría el “Nuevo Modelo de Desarrollo”, se señalaba la participación de los Ministerios de Economía y Hacienda, pero no del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio). Asimismo, y en referencia al plan de acción ministerial, Salazar señala que “el plan de acción presentado de cara a la comunidad, por el ministerio que me tocó dirigir, fue un ejercicio inédito por su transparencia”.
Como ciudadano y columnista (como me califica el ministro), pero también como exmiembro de una agrupación que contribuyó a la creación de la institucionalidad científica que dirigió Salazar por seis meses, y como investigador con un profundo interés en estas materias desde hace más de una década, debo señalar que desconozco la existencia de cualquier iniciativa abierta y participativa, tendiente a discutir y definir colectivamente tanto el “Nuevo Modelo de Desarrollo” como el plan de acción ministerial, y que se haya realizado durante estos primeros meses de trabajo del MinCTCI.
A modo de comparación, cabe recordar que la política de CTCI del gobierno anterior tuvo una participación que, aunque todavía era insuficiente (más que por los números involucrados, por la calidad de las oportunidades para participar), al menos contó con actividades públicas conocidas, así como con instancias abiertas de consulta. En consecuencia, resulta difícil coincidir con el exministro, por ejemplo, respecto a su afirmación de un “ejercicio inédito por su transparencia”.
En cuanto a la segunda pregunta (“cómo encauzamos el rumbo de la ciencia en la dirección del mejor vivir”), es necesario extender el análisis. Uno de los puntos de mi columna, y que el exministro Salazar rechaza categóricamente, es la orientación economicista de la agenda del MinCTCI.
Sobre este punto, el exministro señala que: “Lo primero que llama la atención del análisis de Astudillo, y que no comparto, es que se opone a lo que denomina, sin definirla, visión utilitarista de la ciencia, en la que cualquier relación que se establezca entre conocimientos y desarrollo se interpreta como economicista […]”. El concepto de “utilitarismo” en lo referente a la ciencia ha sido ampliamente discutido en tiempos recientes; sin embargo, el concepto de “economicismo” (el cual, vale la pena aclarar, no es de mi autoría) amerita reiteración. Este se refiere a la concepción de la ciencia y el conocimiento científico principalmente como un factor productivo, ignorándose otros aportes y contribuciones que la investigación puede ofrecer. En este sentido, no comparto la afirmación del exministro respecto a que “cualquier relación que se establezca entre conocimientos y desarrollo se interpreta como economicista”.
Estamos hablando de economicismo cuando, por ejemplo, se justifica el fomento de la investigación por sus efectos sobre el crecimiento económico y la productividad del país, precisamente lo que hace el exministro Salazar en su “charla magistral” que mencioné en mi columna anterior.
Ahora bien, no podemos culpar al exministro Salazar por el enfoque economicista que a ratos parece caracterizar la discusión en torno a estos temas. Es necesario recordar que nuestras políticas de ciencia en los últimos años (al menos desde el nacimiento del “Consejo Nacional de Innovación para la Competitividad”) se han justificado en gran medida en virtud de sus impactos sobre la competitividad, la productividad, y el crecimiento económico, argumentos que han sido ampliamente empleados por políticos y economistas afines a distintos gobiernos.
Sin embargo, aquí yace en mi opinión una de las falencias de la gestión del exministro: insistir en justificar la investigación principalmente en virtud de su utilidad para un “nuevo modelo de desarrollo” (concepto que, no obstante las menciones sociales y ambientales, está dominado por la idea de “cambiar la matriz productiva” y “superar el extractivismo”), desconociendo así otras dimensiones valiosas y necesarias de la ciencia, y que podrían haber sido valoradas también por la ciudadanía y la propia comunidad científica.
De hecho, en más de diez entrevistas revisadas para esta columna, no fue posible encontrar una sola referencia favorable por parte del exministro al valor de la curiosidad científica, la ciencia básica, y la generación de conocimiento sobre nuestro mundo. En definitiva, no se trata de calificar “cualquier relación” entre conocimientos y desarrollo como economicista, sino que sólo de constatar el predominio de las justificaciones productivas como fundamento para promover las políticas científicas.
2) Por otro lado, el exministro Salazar señala en su columna que: “Su visión de la ciencia [en referencia a mi supuesta visión], a mi juicio profundamente liberal, ve los conocimientos como valores absolutos, exentos de cualquier obligación de mitigación de los sufrimientos humanos, de las perspectivas y necesidades sociales, excepto la de los propios científicos y científicas en cualquiera de sus etapas de formación. La libertad individual de ellas y ellos para investigar lo que quieran, a la que opone artificiosamente las misiones nacionales para la investigación, recuerda viejos debates entre investigación básica versus aplicada, entre la cultura versus la innovación, entre los proyectos individuales y la investigación asociada. Sobredimensionadas contradicciones que han sido superadas tanto en los instrumentos de financiamiento vigentes como en la percepción de la propia comunidad científica.”
Pido disculpas al lector por la extensa cita, pero me parece oportuno incluirla pues Salazar me atribuye ideas que no comparto y/o no he sostenido.
Como científico, estimo esencial que la investigación científica aborde las necesidades sociales, políticas, productivas y culturales de un país (y, por supuesto, creo que la ciencia debe poner especial atención en “mitigar los sufrimientos humanos”), aunque esta tarea no debe recaer solamente en la ciencia, cabe insistir.
Sin embargo, debemos admitir también que la ciencia es realizada por personas, que poseen intereses, sueños y anhelos. Muchos científicos se levantan cada día para realizar ciencia no porque quieran solucionar problemas prácticos o “superar el extractivismo”, sino que muchas veces lo hacen porque quieren conocer o entender en mayor profundidad un aspecto particular de nuestro universo, motivados por su curiosidad (y esta “ciencia motivada por curiosidad”, por cierto, ha demostrado ser crucial para muchos avances y soluciones). Negar o menospreciar este hecho tan fundamental —como se ha vuelto tan de moda en ciertos sectores en años recientes— es deshumanizar la ciencia misma, para concebir a los investigadores como meros proveedores de servicios.
Por otro lado, es necesario insistir en una idea fundamental: ¿cuál es el mejor camino, desde la perspectiva de las políticas científicas, para dar respuesta a dichas necesidades? Al respecto, cabe aclarar que las “misiones” en su forma actual implican necesariamente la asignación de prioridades, es decir, el privilegio de ciertas líneas y temas de investigación en desmedro de otros, así como la creación de instrumentos que requieren recursos que de otro modo se podrían destinar a programas de ciencia básica o motivada por curiosidad.
De hecho, cabe recordar que fue el propio exministro Salazar quien, tras un anuncio del presidente Gabriel Boric respecto al aumento del presupuesto para la ciencia, aclaró que el énfasis sería para la investigación orientada por misión (el exministro señaló que: “Daremos prioridad al fortalecimiento de la investigación por misión. Es decir, con un Estado mucho más activo en el direccionamiento de proyectos que tengan un impacto país y que cumplan con los atributos que hemos definido como centrales”; cursivas de mi autoría).
En otras palabras, la oposición entre la “libertad de investigación” y las “misiones” (o el criterio de turno) está lejos de ser “artificiosa”, y necesitamos líderes que comprendan la profundidad de estos debates, que por cierto distan de estar zanjados.
3) Esto aún nos deja con la pregunta: ¿cuál es el mejor camino, desde la perspectiva de las políticas científicas, para dar respuesta a las “necesidades”?
El exministro Salazar detalla su opinión: “Deseo constatar que, en mi opinión, no existen países industrializados que no hayan contemplado en su estrategia la investigación por misiones y un plan de acción con diversidad de instrumentos individuales y colectivos, más allá de su sistema político o de las influencias de Mazzucato y otros intelectuales”. También deseo constatar que, en mi opinión, esta frase es, al menos, discutible. Por un lado, el exministro confunde “misiones” con “objetivos estratégicos”. En su uso actual, el concepto de “misión” (que, cabe aclarar, no ha estado exento de críticas) es relativamente reciente; en consecuencia, los países desarrollados están contemplando hoy las misiones en sus estrategias de desarrollo.
Sin embargo, en el pasado los países establecían “objetivos estratégicos”, muchos de ellos de carácter más bien sectorial (en contraste con la mirada de las misiones actuales), mientras que no descuidaban la investigación de excelencia en todas las áreas del conocimiento. A modo de comparación, en Chile se ha instalado la idea de que, en esta materia, “no podemos ser excelentes en todo” (tomando una frase de una de las estrategias del ex Consejo Nacional de Innovación).
De lo anterior no se puede concluir que una estrategia orientada por misiones sea exitosa, o siquiera necesaria. Al respecto, me parece importante reiterar que los argumentos históricos a favor de las misiones (y en contra de la ciencia motivada por curiosidad en general) muchas veces descansan sobre relatos en donde se seleccionan arbitrariamente fechas e hitos para negar el aporte de la curiosidad científica, y dar así la impresión de que ciertos avances ocurrieron gracias a que el Estado designó una misión o “moonshot”.
Esta narrativa, además, genera una oposición “artificiosa” (ahora sí) entre ciencia básica y curiosidad científica, por un lado, y las “necesidades sociales” por otro (o, dicho de otro modo, una oposición artificiosa entre “la libertad individual de ellas y ellos para investigar lo que quieran” y una ciencia que contribuya a nuestro bienestar y progreso). A ratos pareciera que la única forma en que la ciencia contribuirá a resolver las necesidades y problemas sociales es “orientándola”, y lo cierto es que la evidencia a favor de dicha orientación es discutible o susceptible de interpretación.
Además, los problemas que enfrentan nuestras sociedades son de enorme complejidad, y por ende requieren de la generación de conocimiento en múltiples disciplinas. Es por ello que necesitamos sistemas de generación de conocimiento que sean robustos y diversos, en los que se pueda desarrollar investigación de excelencia en todas las áreas del saber. Hoy, carecemos de cualquier propuesta concreta en esta dirección por parte del MinCTCI.
Quisiera finalizar esta columna indicando que concuerdo con el exministro cuando señala que: “Las comunidades científicas, las instituciones académicas, el mundo de la I+D+i y de las ciencias sociales, las humanidades y la cultura, incluso los gobiernos regionales, deben hacer oír su voz, ya que resulta impostergable un impulso a la inversión en ciencia para dar un salto en las capacidades del país de brindar bienestar y derechos a sus ciudadanos”.
Por un lado, valoro el llamado del exministro para que hagamos oír nuestra voz. Sin embargo, para que nuestras voces importen, necesitamos líderes dispuestos a escuchar. Lamentablemente, muchas voces son ignoradas (por carecer de las redes o la afiliación política o institucional correcta, por ejemplo) en nuestras discusiones científicas.
Por otro lado, el bienestar debe concebirse de forma multidimensional. Un país puede y debe abordar sus problemas sociales y productivos (es decir, podemos buscar un “nuevo modelo de desarrollo”) y aun así aspirar a contribuir a nuestro entendimiento sobre el mundo que nos rodea, en todas las áreas del saber. En otras palabras, debemos y podemos dar un salto en nuestra capacidad de brindar bienestar en dimensiones no solo materiales, sino que también sociales, políticas y culturales, algo que las misiones por sí solas no pueden entregar.