La reciente inaugurada exposición «Oficio de artista», obra gráfica en Galería ArteMark del cerro Concepción en Valparaíso, no debe verse como una secuela del autobombo, sino más bien como una disputa permanente entre su yo y su ello, lo que se traduce en una introspección guiada por un perpetuo «work in progress», concebido e impulsado por su propia curiosidad, o si se quiere por esa apremiante indagatoria que lo mantiene en un estado de alerta.
Comúnmente creemos que mentalizarse con la idea de ser artista pasa por proponérselo, pero no es así. Ni tampoco el asunto se resuelve con el simple hecho de institucionalizarse y esperar a que alguna facultad de arte le entregue la envestidura de artista. Porque pensar, sentir y vivir como tal, es equivalente a que hacerse cargo de un sitio eriazo, con el compromiso de construir una ciudadela a tu alrededor.
Digo esto, ya que en ese tránsito veo a Alfonso Fernández Acevedo (Chile, 1969), y estos más de 35 años de trabajo, a corroborar en la reciente inaugurada exposición «Oficio de artista», obra gráfica en Galería ArteMark del cerro Concepción en Valparaíso, la que no debe verse como una secuela del autobombo, sino más bien como una disputa permanente entre su yo y su ello, lo que se traduce en una introspección guiada por un perpetuo work in progress, concebido e impulsado por su propia curiosidad, o si se quiere por esa apremiante indagatoria que lo mantiene en un estado de alerta.
Determinado por un delirante expresionismo abstracto, el que va matizando a partir de una personalísima forma de comunicarse mediante un lenguaje híbrido, iniciado con un encuentro entre memoria y técnica, para crear espacios habituales (su familia, su entorno, sus calles, sus paisajes).
Prerrogativa que Fernández se toma y que cobra sentido en la medida que entendemos que parte importante de su quehacer está condicionado por su infancia. Residencia exclusiva, donde se mueve a sus anchas. Un territorio reservado con el cual accede a otros estímulos que naturaliza desde dos ejes fundamentales. El oficio, entendido como un compromiso inconsciente que lo impulsa a ir cada vez más allá, pero que debe congeniar con esa propensión atribuida al atavismo propio de quien está anclado a sus arraigos, ya sean derivados de los afectos o de cada alter ego que vuelve tomar su lugar.
Pienso en César Osorio, Nemesio Antúnez, Luis Mandiola e imagino este oficio de artista, casi como una conducta derivada de la heurística o el método para aumentar el conocimiento, producto del descubrir desde la práctica, la intuición o la inventiva. Un transcurrir donde lo que parece deviene de la suma -una a una- de aprendizajes, y confluencias entre la emoción y la razón. Esta última, delineada por una trayectoria determinada por el uso de la técnica, expresada además del bagaje, por la rigurosidad y la persistencia.
Poniendo de manifiesto, cuanto implica el oficio de artista, con el único propósito de por decirlo así, una aproximación a los saberes, que no es otra cosa que intentar dominar “hasta donde se pueda” a los materiales, dejándole espacio suficiente para que se expresen. Condición sine qua non, concebida en este caso puntual desde el grabado como un acto iniciático que parte con Alfonso Fernández en el Taller 99, luego en el Tamarind Institute de Alburquerque, Zygote Press en Cleveland y en Paul Artspace – St. Louis, sólo por nombrar algunos puntos claves que le fueron dando un entrenamiento que se sistematizó y traspasó de manera inconsciente hacia otras disciplinas, que sin pausa se plegaron a este reencauzar gráfico, con el que dialoga de igual a igual, con la pintura, la escultura o la cerámica.
Lo que a la vez le permitió conformar una cosmovisión, prendada de un conjunto de recuerdos, enseñanzas y procesos, muchos de ellos sublimados por un ferviente quehacer, que se prolonga en la insistencia. Razón de sobra para afirmar que estas escasas 23 obras nos dan un indicio cierto de quién es Alfonso Fernández Acevedo, y de como un artista no nace, sino se va autoconstruyendo permanente entre el pasado y el reflexionar en torno a las múltiples formas de enfrentar el arte, porque aprender es recordar y retornar una y otra vez al punto de partida como una dominante, tal cual una marea regresa a su natural cauce.
Además, todo parece indicar que en este acercamiento desde ya reconocemos una sucesiva fijación gestual, como uno de los rasgos altamente recurrentes en este artista que no se priva de hacer de la reiteración del trazo su sello. Opción que predomina de manera visible mediante un achurado envolvente, gracias al cual logra una cadencia que replica al unísono, tanto en sus zigzagueantes paisajes interiores, como en aquellos con los que se deja seducir, amplificando la premisa de que aprender es recordar, y recordar es volver sobre la marcha, hasta que la obra hable por sí misma. Sin duda un lenguaje que sólo algunos logran auscultar, como una suerte de frecuencia reservada para quienes han hecho del oficio su forma de ser en medio este convulsionado océano.