Por supuesto, recuperar los trenes no es sólo un problema poético o patrimonial. Es también un problema democrático, de sustentabilidad, de eficiencia. También una cuestión estratégica. Una red de vías públicas por las que transiten modernos trenes de Ferrocarriles del Estado ha dejado de ser solo un motivo de legítima queja y de entendible nostalgia. Se ha convertido en un problema urgente, que no admite nuevas postergaciones en su solución. Chile no puede seguir siendo -como en “Hanjo, la mujer del abanico”, de Mishima, o la canción de Serrat homónima- una moderna Penélope que espera un tren que nunca llegará.
“A la manera de la estación de ferrocarriles mi situación está poblada de adioses”, escribió Pablo de Rokha en Canto del Macho Anciano, uno de los más extraordinarios poemas sobre la vejez escrito en lengua castellana. Las estaciones de ferrocarriles de Chile hoy ni siquiera nos recuerdan esas despedidas porque simplemente ya no están. Su estruendo poético ha sido reemplazado por el de los buses y camiones que pueblan nuestra geografía. Sobre todo, camiones, que con no poca agresividad ya mueven el país o lo paralizan por semanas. Unos cuantos camiones atravesados en la ruta someten a un país y lo convierten en una estrecha, larga y atestada franja de asfalto.
Sobre el desmantelamiento de Ferrocarriles del Estado bajo dictadura y su no reconstrucción en democracia se han vertido diversas hipótesis. Los pocos intentos resultaron frustrados, pese a una importante inyección de recursos. Aún peor, se han hecho aclaraciones del todo insuficientes, como las del expresidente Lagos, un maestro en el género. Parece que no existe la tantas veces mentada “voluntad política”, pero faltaría precisar de quién y por qué. Lo cierto es que duele y extraña profundamente la falta de un servicio de trenes, un medio de transporte altamente apropiado a nuestra geografía y que ha experimentado mejoras revolucionarias en todo el mundo, transformándose en un vehículo menos contaminante, mucho más rápido, más cómodo y más seguro, que el transporte en camiones o buses. En un sistema bien pensado estos últimos suelen cumplir una labor complementaria.
Este mediocre presente contrasta con el brillante pasado del ferrocarril en Chile. Podemos considerar dos grandes dimensiones de la memoria al respecto, la histórica y la poética. En el caso de la primera, hay que recordar que los trenes fueron considerados -no solo en Chile, sino en todo el mundo- uno de los inventos más revolucionarios de la era moderna. Karl Marx afirmó que la fábrica de ferrocarriles inglesa Robert Stephenson & Co, la primera en su tipo, hacía palidecer al dios Vulcano, amo del fuego y forjador del hierro (Introducción de 1857). Así, los prodigios tecnológicos del presente superaban a las fuerzas míticas del pasado, pero Marx no olvidó añadir que esta potencia no era atribuible a los penosamente explotados trabajadores ferroviarios de Escocia, sometidos a jornadas de 14, 18 y 20 horas. Tres de ellos, llevados a juicio por un fatal y masivo accidente producto del agotamiento, alegaban ante el juez ser “hombres comunes y no Cíclopes” (Das Kapital, Vol. I, Cap. 8.3).
En Chile, la construcción del ferrocarril fue considerado como la mayor expresión del progreso en la segunda mitad del Siglo XIX. Vicuña Mackenna lo asimiló al “rápido camino que recorre el linaje humano”. La apertura del viaducto del Malleco habría sido «la más atrevida y hermosa de las obras de arte de los ferrocarriles chilenos», de acuerdo con el ingeniero Santiago Marín. En efecto, esta extraordinaria obra constituyó, según un testigo de la época, el abogado y militar, José Miguel Varela, “una epopeya de la ingeniería y de los trabajadores chilenos, ya que las casi mil quinientas toneladas de piezas encajaban milimétricamente unas con otras” (G. Parvex, Un veterano de tres guerras, pág. 347). Cuando Balmaceda lo inauguró el 26 de octubre de 1890, poco antes del inicio de la Guerra Civil, no olvidó a los mapuches, recalcando que “con el ferrocarril llevamos a la región del sur la población i el capital, con la iniciativa del gobierno, el templo donde se aprende la moral i se recibe la idea de Dios, la escuela donde se enseña la noción de ciudadanía i el trabajo, i las instituciones regulares a cuya sombra crece la industria” (El Colono, Angol, 27.10.1890, cit. por Jorge Pinto, “Morir en la frontera”, pág. 128). Escuela y ferrocarril constituirían, pues, los dos pilares del progreso del sur de Chile y de la relación con los mapuches, a quienes llama “amigos”.
Existe una extensa genealogía de grandes narradores y poetas contemporáneos que han abordado en sus obras temáticas relacionadas con trenes. El tren ha sido el lugar o el inicio de apasionantes thrillers como El tren a Estambul (1934), de Graham Greene; Asesinato en el Oriente Express (1934), de Agatha Christie o Extraños en un tren, de Patricia Highsmith (1950), todas ellos llevadas también al cine. No puede quedar fuera en este listado, necesariamente muy incompleto, el inolvidable tren de El señor presidente de Miguel Ángel Asturias o el gran cuento -de tono kafkiano- “El Guardagujas” del mexicano Juan José Arreola.
En Chile han sido muchos los escritores relacionados con los ferrocarriles y trenes. Con su modernolatría Vicente Huidobro no olvidó los trenes en su poesía; tampoco lo hicieron Joaquín Edwards Bello y Jenaro Prieto. El tren al sur, cantado también por Los Prisioneros, tiene sobre todo nombres de poetas nacidos, precisamente, al sur de Santiago. La poesía de Neruda está atravesada por trenes. Desde el tren paterno de la infancia que aparece una y otra vez: “El padre brusco vuelve/ de sus trenes:/ reconocimos/ en la noche el pito/ de la locomotora/ perforando la lluvia/ con un cuchillo errante, / un lamento nocturno …”, hasta el tren del viaje iniciático permanente: “Oh viaje de mi / vida, / una vez más en plena luz, / en plena proporción y poesía/ voy con el tren aprendiendo la tierra/ hacia donde el océano me llama”.
Jorge Teillier es otro magnífico poeta de los trenes. Los trenes atraviesan sus poemas sostenidos en versos como rieles. El poema libro “Los trenes de la noche” resume su vocación de ferrocarril: “Podremos saber / que nada vale más / que la brizna roída por un conejo / o la ortiga creciendo / entre las grietas de los muros. / Pero nunca dejaremos de correr / para acompañar a los niños / a saludar el paso de los trenes”.
También desde Chillán o Santiago lo hacen Violeta y Nicanor Parra. Violeta: “Llega el tren a Alameda/ con zalagarda infernal!, el pito y el campana / los crujideros de ruedas / el inspector se pasea/ gritoneando la lIegá, / la gente preocupá / amontonando maletas; / Dios mío, piensa Enriqueta:/ ya estoy en la capital”. Nicanor va y viene en tren a recorrer “los lugares sagrados”, pero tiene un tren inolvidable, metáfora de la crisis de ferrocarriles el “PROYECTO DE TREN INSTANTÁNEO / entre Santiago y Puerto Montt”, ese tren cuya locomotora está en Puerto Montt y el último carro en Santiago, por lo que basta subirse para estar en el punto de llegada, con una sola observación: “este tipo de tren (directo) /sirve sólo para viajes de ida”.
Esta genealogía y geografía de la memoria poética sobre los ferrocarriles en Chile tiene en José Ángel Cuevas, poeta de hoy, una de sus mejores expresiones. En “La destrucción de Ferrocarriles del Estado planta y materiales”, dice Cuevas: ¿Por qué destruyeron Ferrocarriles del Estado / si la Electricidad Nacional los alimentaba / y corrían por sus líneas 20 vagones llenos como unas estrellas /en la noche? // ¿porqué se detuvo la circulación de los ramales / Perquenco Maule Constitución y Villarrica? // el Tren a Iquique el tren minero durante 6 días y 6 noches / por la Gran Noche del Desierto poblado de fantasmas // no tuvieron presupuesto // los rieles del Sur están altamente dañados /Y NO LOS REPARAN // esos míseros vagones del llamado Expreso / cubiertos de moho asientos rotos baños sucios / roña carroña aúllan los rieles y saltan entre Temuco y Puerto Montt / Perquenco Antilhue / sus ríos / sus cerros de trigo y árboles
ERA CHILE EL QUE PASABA POR SUS VENTANAS ABIERTAS / y ya no pasa.
Uno podría pensar que un dictador (según nos recordó el poeta valdiviano Jorge Torres) que masculló en una entrevista: “Odio las poesías, ni leerlas ni escribirlas, ni escucharlas, ni nada”, encontró la manera de acabar con la poesía destruyendo también a los trenes. Es oportuno recordar que el peor rector delegado de la Universidad de Chile, José Luis Federici, cuya gestión chocó con el rechazo casi unánime de toda la comunidad universitaria, fue uno de los grandes responsables del desmantelamiento de los Ferrocarriles del Estado, en un nuevo y curioso cruce entre fobia a la cultura y fobia ferroviaria.
Por supuesto, recuperar los trenes no es sólo un problema poético o patrimonial. Es también un problema democrático, de sustentabilidad, de eficiencia. También una cuestión estratégica. Una red de vías públicas por las que transiten modernos trenes de Ferrocarriles del Estado ha dejado de ser solo un motivo de legítima queja y de entendible nostalgia. Se ha convertido en un problema urgente, que no admite nuevas postergaciones en su solución. Chile no puede seguir siendo -como en “Hanjo, la mujer del abanico”, de Mishima, o la canción de Serrat homónima- una moderna Penélope que espera un tren que nunca llegará.