Entre las invenciones literarias que nos dejó están los cronopios, criaturas idealistas, sensibles e ingenuas que se diferencian de otros seres imaginados por el escritor, como los famas, pretenciosos y formales y las esperanzas, todo lo contrario, aburridas e ignorantes.
“Hacer de las palabras un juego estético es lo más alto que puede hacer el ser humano”, decía Julio Cortázar que consideraba la literatura como un juego: jugaba con los géneros, con las formas, pero también con el lenguaje y creía en el azar, porque este “hace muy bien las cosas, mejor que la razón”.
El argentino Julio Cortázar (Bruselas, 26.08. 1914 – París, 12.02.1984) fue uno de los cuatro escritores iberoamericanos que revolucionaron, -junto al colombiano García Márquez, el peruano Vargas Llosa y el mexicano Carlos Fuentes-, la literatura latinoamericana desde los años cincuenta, principalmente con sus relatos cortos y cuentos, porque aunque novelista y poeta, destacó sobre todo por ser cuentista excepcional.
Pese a que no creía en eso que llamaban el boom de la literatura latinoamericana, primero -decía- porque odiaba usar términos en inglés, amaba su idioma español, y segundo porque resultaba muy pretencioso, lo que sube como la espuma, baja de la misma manera, pensaba, dando a dar una falsa sensación de seguridad que él no veía. Sin embargo, lo valoró porque gracias a ese fenómeno, los autores latinoamericanos fueron reconocidos y publicados, y el público dejando el público de leer solo a autores europeos o norteamericanos.
A Julio Cortázar se le distinguía de lejos por su larga figura por su rostro aniñado de la eterna juventud, por ser el Cronopio Mayor, el inventor de juegos, el renovador de la palabra: “Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”, así le describió un entonces joven periodista llamado Gabriel García Márquez al ver a uno de sus ídolos literarios, al que esperó durante varios días en el café Old Navy de París para simular un casual encuentro.
Entre las invenciones literarias que nos dejó aquel grandullón, sensible, poco sociable como un gato, animal que adoraba, a Cortázar que le gustaba disfrutar de la soledad, del cine, del boxeo y sobre todo del jazz, (tenía debilidad por el saxofonista Charlie Parker), están los cronopios, criaturas idealistas, sensibles e ingenuas que se diferencian de otros seres imaginados por el escritor, como los famas, pretenciosos y formales y las esperanzas, todo lo contrario, aburridas e ignorantes.
Fue un lector precoz, contaba Cortázar en sus entrevistas que su pasión por la lectura comenzó a los 9 años, justo cuando su padre abandonó a la familia, una afición que tornó compulsiva, leía tanto -decía- que su madre preocupada lo llegó a consultar hasta con el médico.
Cortázar había nacido debido a la profesión de su progenitor, diplomático, en la embajada argentina de Bruselas el 26 de agosto de 1914, días antes de la invasión alemana de Bélgica pero a los 4 años, su familia retornó a Buenos Aires, donde vivió hasta 1951, cuando harto del gobierno peronista se instala en París, donde vive la mayor parte de su vida, trabaja como traductor para la UNESCO y donde escribió buena parte de su obra.
En Argentina había trabajado de maestro de secundaria y después en la universidad como profesor, en la joven universidad de Cuyo en Mendoza pese a que no contaba con ningún título universitario alguno, Cortázar mantuvo, como el resto de sus colegas, su compromiso con la izquierda política, que lo llevó a mostrar sus simpatías por la revolución cubana que parecía ofrecer un modelo de socialismo muy distinto del estalinismo soviético y por la nicaragüense en su etapa inicial, siendo el golpe de Estado de Pinochet y después la dictadura argentina de Videla lo que le hizo tomar una postura que le distanció definitivamente de escritores a los que había admirado tanto, como Borges, que se plegó a la dictadura videlista.
Cuando murió en París, el 12 de enero de 1984 estuvo acompañado por su primera mujer, Aurora Bernárdez, que lo cuidó en el final de sus días, desaparecida dos años antes su jovencísima esposa, 32 años más joven que él, y su gran amor, Carol Dunlop, fallecida a los 36 años. Siempre se ha dicho que Cortázar murió de leucemia, quizás porque cuando enfermó no se conocía todavía el virus del sida, como sostiene la escritora uruguaya y gran amiga del argentino, Cristina Peri-Rossi. Señala Rossi que habría contraído esta enfermedad por una transfusión de sangre de urgencias a la que fue sometido tras sufrir una grave hemorragia estomacal en 1981, y que resultó estar contaminada, obtenida sin los filtros de seguridad, un escándalo que llevaría a dimitir hasta al ministro de Salud francés. Cerca del final, el escritor pidió que lo enterraran al lado de Carol en el cementerio de Montparnasse en París.
Hace unos meses, en junio de 2023 se conmemoraron los 60 años de la publicación de ‘Rayuela’ (1963), considerada obra maestra de Cortázar, la que inició, como hemos dicho, el boom de la literatura hispanoamericana.
Tanto en Rayuela como en Bestiario, Historia de cronopios y famas, La vuelta al día en 80 mundos, Los Autonautas de la cosmopista, escrita junto a Carol Dunlop, en todas ellas dejó Cortázar la huella de su originalidad, su profunda sensibilidad y su capacidad para ver el lado mágico, lo especial en las cosas sencillas.
‘Rayuela’ es una novela rara, distinta, que deja los finales de los capítulos abiertos para implicar al lector a saltar a cualquier otro capítulo, como si del juego de la rayuela se tratara. Cortázar se propuso hacer una novela que rompiera todas las estructuras de la novela tradicional, por eso se la ha denominado contra-novela. Pero como Mario Vargas Llosa señaló “Rayuela no es una novela experimental puesto que no se trata de un experimento, un mundo de probetas y cálculos, disociado de la vida, del placer, sino que rebosa vida por todos los poros; es una conquista, un mundo realmente nuevo de posibilidades literarias e interpretativas”.
Cortázar divide los 155 capítulos que componen la novela en tres partes: Del lado de allá, Del lado de acá y De otros lados, y nos sugiere leer de dos maneras: progresivamente, de la manera tradicional, o “saltando” por todos los capítulos de manera aleatoria. Incluso existe la opción de que el lector elija un trayecto propio. Se trata, pues, de una exploración con múltiples finales, una búsqueda incesante a través de cuestiones sin respuesta, aunque, sin duda, lo más evidente no es la ruptura de la linealidad de la narrativa sino hacer del lector -lo quiera o no- el agente principal de ese universo.
Consideraba la literatura como un juego y en ese juego también le tocó el turno al lenguaje. Cortázar inventó el glíglico, al que dedica el capítulo 68 de Rayuela, un lenguaje inventado que imita la estructura del español, pero que cambia los sonidos y juega con las palabras sin limitaciones. En apenas unos párrafos nos regala un lenguaje íntimo y sugerente que narra el encuentro amoroso entre La Maga y Horacio Oliveira.
Al final, Cortázar seduce porque cambia la visión y percepción de la realidad, que se desglosa en sus aspectos fantásticos apercibiendo el lector distintas “realidades” o subjetividades.
Es cierto que como experimento estético y narrativo Rayuela es brillante, una obra imprescindible, sin embargo, también hay voces más críticas para los que la obra resulta una experiencia cuanto poco: difícil, por ejemplo en esa insistencia en incluir mil y una referencias jazzísticas, tantas que resultan excesivas, por lo que lejos de conseguir incitar el interés por este género, abruma y da la sensación de cierto exhibicionismo.
Su biógrafo Miguel Herráez asegura que a Cortázar no le molestaba esas críticas, sabía que era un escritor para minorías porque era consciente de que estaba abriendo un nuevo camino narrativo, una nueva senda que no se había abierto antes. Sin embargo, esta nueva vía no fue seguida en el género de la novela, si en cambio tuvo mucha influencia su renovación del cuento.
Como se suele decir si “Cien años de soledad” es la novela del lector, “Rayuela” es la del escritor. Sea como fuere lo cierto es que Julio Cortázar nos hizo ver la literatura de otro modo, reivindicó el cuento, donde resalta más esa íntima relación entre la magia y lo cotidiano que destila toda su escritura. No es realismo mágico, pero la magia está presente, en lo cotidiano, como el elemento sorpresa, la magia de los misterios de las personas, la confianza en el azar o en la esperanza… “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.
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