La víctima es Jorge Robles Robles, cuyo delito fue ser gay. De hecho, en la ciudad de Los Ángeles era muy conocido pero no precisamente por su nombre, sino que por su apodo: el “Maricón Jorge”. O “Jorgito”, como le decían de una manera más condescendiente.
Roberto Bolaño llegó a Chile desde México en los primeros días de septiembre de 1973. Fue un viaje largo y tedioso, primero en bus y después en una embarcación que recaló en varios puertos sudamericanos del Pacífico.
El escritor volvió al país para trabajar en la editorial Quimantú, un proyecto literario colectivo que distribuyó miles de libros a obreros y campesinos. Llevaba solo un par de días cuando los militares bombardearon La Moneda y derrocaron al Presidente a Salvador Allende, poniendo un violento fin al sueño de la Unidad Popular. Desde ese 11 de septiembre, la dictadura encabezada por Augusto Pinochet inició una implacable ola de detenciones, torturas, muertes y desapariciones.
En octubre de 1973, cuando la represión campeaba, el escritor retornó a Los Ángeles, la tierra de su familia paterna, la misma la ciudad en la que vivió entre 1965 y 1968. En medio de las detenciones y el toque de queda, se reunió con amigos, vecinos y compañeros de curso.
“En 1973, volví a Los Ángeles, capital de la provincia de Biobío”, contó en un artículo del libro “Entre Paréntesis”. Sin embargo, inmediatamente a continuación relata un suceso ocurrido en la ciudad: “… me dijeron que el único homosexual del pueblo, cuyo nombre he olvidado pero que no por ésas era el único, lo había ido a buscar un grupo de soldados, clientes suyos de toda la vida, se lo habían llevado a la orilla de un río y lo habían matado. A partir de ese momento Los Ángeles estaba liberado de maricones. Ahora todos eran valientes, nadie lloraba, todos eran puros corazones”.
Si bien el escritor olvida el nombre de ese homosexual asesinado, ese párrafo sintetiza uno crimen de odio homofóbico que ha quedado completamente relegado al olvido.
Aunque Bolaño no lo recordara, la víctima es Jorge Robles Robles cuyo delito fue ser gay. De hecho, en la ciudad de Los Ángeles era muy conocido pero no precisamente por su nombre, sino que por su apodo: el “Maricón Jorge”. O “Jorgito”, como le decían de una manera más condescendiente.
A Jorge lo asesinaron por ser homosexual, por no ocultar su orientación sexual, por hacerla evidente donde quiera que fuera o con quien fuera que estuviera. Pero no se conformaron sólo con dispararle las balas que le truncaran su vida. Su cadáver fue hecho desaparecer. Hasta la fecha, no se tiene antecedente alguno que permita saber en qué lugar están sus restos. Se tiene la sospecha, como sucedió con varios detenidos desaparecidos de la zona de Los Ángeles, que fue enterrado ilegalmente en un fundo cercano a la ciudad. O que lo lanzaron al río Biobío, como lo hicieron con muchos opositores políticos después de asesinarlos de un tiro en la nuca.
Sin embargo, en la infame operación “Retiro de Televisores” ordenada a fines de los ’70 por Pinochet, los restos de decenas de víctimas fueron exhumados para ser quemados. Quizás estuvieron los restos de Jorge Robles.
Su asesinato y desaparición no fueron un caso único. Hubo decenas de obreros y campesinos de Los Ángeles y de localidades cercanas, como Laja y San Rosendo, que fueron detenidos, torturados, asesinados y enterrados en fosas clandestinas entre septiembre y octubre de 1973. O en Santa Bárbara y Mulchén, con verdaderas “Caravanas de la muerte” formadas por militares y civiles. Entre todas las víctimas fatales, suman cerca de 120.
Jorge Robles no tuvo ni militancia ni cercanía evidente con los partidos de izquierda. No fue ni socialista, ni comunista ni del MIR, aunque se decía que no era de derecha. Es más, su familia asegura que tampoco tuvo participación alguna en el frenesí político de esos años, no estuvo en concentraciones ni participó de manifestaciones, no era de Allende ni de Frei ni de Alessandri, que no fue de izquierda, ni de centro ni derecha, pese a que en el país se vivía una época de particular efervescencia, polarización y compromiso político.
De los responsables del crimen, tampoco se tiene pista alguna. El pacto de silencio de los militares involucrados de violaciones a los derechos humanos ha sido una barrera infranqueable para saber qué ocurrió con los detenidos desaparecidos. De no mediar un puñado de confesiones y los testimonios de los sobrevivientes de las torturas, poco y nada se sabría. Pero el caso de Jorge es peor porque no se tiene ninguna certeza de nada.
Solo versiones que fue apresado por una patrulla militar del Regimiento de Montaña Nro. 17 “Los Ángeles” que recorría las calles a diario para controlar el cumplimiento del toque de queda, que se iniciaba a las seis de la tarde. De ahí en más su pista de pierde de manera absoluta.
Jorge era conocido en la ciudad. Por su porte, por sus modos, por su histrionismo, por su voz fuerte, todo lo que lo convertía en un verdadero personaje en la ciudad, que contrastaba de manera brutal con una sociedad angelina extremadamente opaca y muy conservadora. La fuerte raigambre agrícola de la zona, manifestada por siglos de inquilinaje, una suerte de vasallaje moderno, definían la ubicación dentro de la escala social.
Por lo mismo, se recelaba de todo lo diferente y Jorge era demasiado atípico, muy diferente; se hacía sorna de su condición sexual, se cuchicheaba a sus espaldas, pero se le toleraba muy a regañadientes.
Su detención, asesinato y desaparición fueron parte de los comentarios en sordina en las tumultuosas semanas después del Golpe de Estado, un rumor en voz baja que se transmitía de boca en boca. “Mataron al Maricón Jorge, sí, lo mataron. Fueron a los milicos”, se decía susurrando en octubre de 1973 cuando Roberto Bolaño, un veinteañero volvía a la ciudad de Los Ángeles.
Ciertamente que Jorge no fue la única víctima. La represión se cebó contra obreros y campesinos cuyas detenciones y desapariciones remecieron la zona. El epicentro de la represión fue el Regimiento Reforzado Nro. 3 “Los Ángeles”, en el sector norte de la ciudad. En sus caballerizas se montó un campo de concentración cercado con alambradas electrificadas para frenar cualquier intento de fuga de los presos políticos. A un costado estuvo la peluquería, usada como sala de torturas. Estuvo a cargo del teniente Walter Klug que durante años evadió a la justicia por los crímenes. Muchos de esos presos fueron ejecutados y hechos desaparecer, o sometidos a bestiales sesiones de torturas por los efectivos de la sección de inteligencia militar. Entre ellos destacaba un civil, Juan Patricio Abarzúa Cáceres, que delató a los dirigentes estudiantiles, participó en las detenciones y allanamientos.
La muerte y desaparición de Jorge Robles están consideradas como violación a los derechos humanos en el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (conocida como comisión Rettig). En el documento presentado en 1991 por el ex Presidente Patricio Aylwin, se consigna la siguiente narración de los hechos: “El 18 de octubre fue detenido en su domicilio, por agentes de Investigaciones, Jorge ROBLES ROBLES (sic), 43 años, comerciante. Trasladado al cuartel policial. Testimonios allegados a la Comisión señalan que fue liberado cuando regía el toque de queda, siendo muerto por militares y sepultado en un fundo cercano a Los Angeles. Hasta la fecha se desconoce su paradero”, señala el informe.
A continuación, concluye: “Estando acreditada su detención por agentes del Estado y su permanencia en un recinto policial, a esta Comisión le asiste la convicción que la desaparición de Jorge Robles constituye una violación de los derechos humanos de responsabilidad del Estado por acción de sus agentes”.
El informe no explicita que Jorge Robles fuera gay ni que su orientación sexual fuera la razón de su captura, asesinato y desaparición.
En esos años, tal como lo señala el propio Bolaño, Jorge era el gay del pueblo. Y no pasaba desapercibido. No era para menos con su estatura, muy por sobre la media. Medía 1,86 de altura. Además, era robusto, de facciones gruesas y gestos delicados. Siempre vistiendo de negro, siempre usando ostentosos anillos de oro, siempre excesivo.
Por las calles de la ciudad de Los Ángeles, a donde quiera que fuera, solía estar acompañado una cohorte de empleados suyos. La Enriqueta, el Lalo, el Iván o El Palmenio eran empleados del local nocturno de Jorge. Un recinto situado en la calle Camilo Rodríguez, muy cerca del regimiento, a menos de dos cuadras. Una boite, un boliche, uno de los varios de la Villa Hermosa. No era un prostíbulo en el sentido estricto, aunque sí había comercio sexual. Era, básicamente, un bar gay cuyos parroquianos se emborrachaban y bailaban, y presenciaban los espectáculos de los travestis y trans, como la misma Enriqueta, una de las mayores atracciones de la noche angelina. Su clientela era de lo más variopinta, varios atraídos por la curiosidad de conocer ese submundo. Muchos frecuentaban sus salones, desde políticos, latifundistas, empleados públicos, militares, policías hasta simples obreros que reunían unos pocos pesos para estar ahí.
Después del Golpe de Estado, el recinto de la calle Camilo Rodríguez siguió funcionando pero el riguroso toque de queda, que se iniciaba a las 6 de la tarde en los primeros meses, lo obligó a operar a media máquina, solo para atender a la clientela de carabineros y militares que, con sus identificaciones y salvoconductos, podían desplazarse con toda tranquilidad por las calles desiertas de la ciudad. Con la muerte y desaparición de Jorge, el local cerró para siempre.
Por ser gay, no hubo abogado que quisiera asumir la representación de la familia de Robles. Por lo mismo, no hubo recursos de amparo a su favor. En ese tiempo, ni siquiera hubo denuncias por presunta desgracia ni nada parecido. Muchos menos hubo una investigación en la justicia que pretendiera saber qué sucedió con el “maricón Jorge” después que fuera llevado al cuartel de Investigaciones para una declaración anodina ni quiénes fueron los responsables de su muerte.
A diferencia de muchos casos en que las víctimas tuvieron representación especializada ante los tribunales de justicia, a Jorge Robles solo lo buscó su familia, básicamente su mamá y las hermanas.
Su homosexualidad era un estigma, un lastre demasiado pesado que frenó cualquier intención de hacer justicia con él, de querer saber dónde quedaron sus restos, de tener un lugar donde ir a cumplir con el rito de la muerte como es ir a dejarle flores.
Ese atisbo de tolerancia que le permitía a Jorge pasearse por las calles con su cohorte de amigos y regentar un local gay, se acabó de manera definitiva con el golpe de Estado e hizo tabla rasa con todo lo que no fuera lo oficial, lo que lo ciñera a los dogmas morales del régimen. En suma, hizo desaparecer todo lo que fuera diferente.
Por diez años y hasta la fecha de su muerte, Uberlinda Carrasco esperó todos los días a que su hijo Jorge apareciera por el umbral de la puerta para compartir un mate. Él le dijo que apenas se terminara el trámite en la Policía de Investigaciones, estaría de vuelta.
Esa mañana del jueves 18 de octubre de 1973, una patrulla integrada por carabineros y detectives llegó muy temprano a la casa de Jorge Robles en la calle Camilo Rodríguez, casi al llegar a Néstor del Río, en el barrio Villa Hermosa.
Le dijeron que lo llevarían a la unidad policial de la primera cuadra de la calle O’Higgins para que prestara declaraciones sobre un prófugo de la justicia que tiempo antes habría estado en su local. El operativo no fue violento. Incluso, le dieron tiempo para se vistiera (aún estaba en pijama) aunque le dijeron que no era necesario que se pusiera los anillos que habitualmente ostentaba en sus manos.
En esa fresca mañana de octubre, Jorge se subió al vehículo policial.
Su hermana Luisa lloró cuando los policías irrumpieron en la propiedad. Tuvo un mal presentimiento, pensó que algo podían hacerle, que algo malo podía sucederle.
Ella recordaba perfectamente lo ocurrido semanas antes en la misma Villa Hermosa cuando varios vecinos fueron detenidos. En la mañana del 16 de septiembre de 1973, cinco de ellos fueron sacados violentamente de sus hogares por carabineros que se movilizaban en una camioneta color verde petróleo, que fue requisada al Servicio Agrícola y Ganadero (SAG).
Con un listado de nombres escrito por Patricio Abarzúa, uno a uno, los fueron sacando violentamente de sus casas, los llevaron directamente al regimiento mientras allanaban sus casas por armas y material subversivo que nunca encontraron. Primer fueron por Ejidio Roespier Acuña Pacheco (24 años), padre de tres hijos y obrero forestal. Después fue el contador Juan Guillermo Chamorro Arévalo (23), propietario de una librería, y su padre José Chamorro Baeza (quien fue liberado horas más tarde). Su vivienda fue prácticamente desmantelada buscando armas que no existían. Lo mismo sucedió con el profesor de educación básica en la Escuela Nº1 de Los Angeles, Juan Isaías Heredia Olivares (41), que fue violentamente sacado de su hogar frente a su mujer, sus tres hijos aún pequeños y numerosos testigos. Con Heriberto Rivera Barra (47 años), padre de seis hijos, fueron especialmente brutales. Estaba postrado en cama debido a un TEC cuando fue obligado a subirse al vehículo. Semidesnudo, sin pantalones ni zapatos. Cuando la familia inició el recorrido para saber el lugar de su detención, les negaron la información, les dijeron que no estaba preso e insinuaron que quizás escapó a Argentina. Distinto fue el caso de José Luis Tito Villagrán Villagrán (53 años), un funcionario del Ejército en retiro que devino en un zapatero remendón. Fue arrestado con los demás vecinos pero al día siguiente su familia lo encontró en el hospital de la ciudad, con heridas a bala y cuchillazos en el rostro. Murió en esa misma jornada. De todos ellos, fue el único que tiene un lugar definido en el cementerio general. Los demás son parte de la nómina de detenidos desaparecidos.
Jorge Robles no fue solo al vehículo policial. Como las veces en que salía a la calle a caminar en la ciudad, con él se subieron Iván, Lalo y Enriqueta. Al irse, Jorge le dijo a su madre Uberlinda que volvería más tarde y que lo esperara con el mate preparado. Los cuatro llegaron al cuartel de la Policía de Investigaciones que estaba por calle O’Higgins, dos cuadras al sur de la plaza de armas de la ciudad.
Se hizo tarde cuando concluyeron los interrogatorios para saber la ubicación de un sospechoso de haber participado en un asesinato perpetrado varios años antes. Supuestamente, ese homicida se ocultó en la boite de Jorge, en la Villa Hermosa. Cuando terminaron los interrogatorios, ya estaba rigiendo el toque de queda impuesto por la dictadura, que despoblaba completamente la ciudad por el temor a las patrullas militares.
A cada uno de ellos se le indicó que debían volverse por determinadas calles para que no fueran apresados o baleados en los patrullajes. A la casa de la calle Camilo Rodríguez fueron llegando de a poco. Primero Iván, después Lalo y Enriqueta. Jorge fue el único que nunca volvió.
La sociedad de Los Ángeles siempre ha sido muy conservadora. Una impronta marcada por su origen agrario, de grandes latifundistas y de un numeroso inquilinaje, cruzado por una historia violenta debido a que fue la frontera de la corona española (y el estado chileno después) con la nación mapuche. Malocas y malones fueron parte de la vida hasta bien avanzando de siglo XIX.
Pese a ese conservadurismo, la existencia de boites o burdeles era aceptado socialmente. Nadie se hacía mayor asunto, aunque algunos reclamaran contra semejante acto de pecado y libertinaje. En Los Ángeles, la mayoría de los burdeles se situó en el sector norte. En la Villa Hermosa hubo varios locales de ese tipo, incluso separados a veces por unas pocas casas entre sí. Ilustrativo es que en sus inicios – a fines del siglo XIX – el barrio fue conocido como Villa Alegre por sus chinganas y bares, hasta que fue rebautizado como Villa Hermosa en los albores del siglo siguiente, al consolidarse su uso habitacional.
Después de la crisis económica de los años 30, los burdeles se multiplicaron en la ciudad (y en el país), de la mano de la masiva migración del campo a las ciudades. Muchas jóvenes no tuvieron más opción que sobrevivir ejerciendo el comercio sexual.
A mediados de los años 50, los burdeles ya eran un negocio próspero. En Los Ángeles, “El Zepelín” fue uno de los mayores referentes. Tenía amplios y cómodos salones con buena y abundantes alternativas de comida y tragos. Un campanillero anunciaba la llegada de los visitantes. También un pianista y, particularmente en los fines de semana, una orquesta se encargaba de amenizar las veladas para los parroquianos permanentes y eventuales. Al fondo, estaban las piezas de las anfitrionas y, hacia el final, las habitaciones del personal del servicio.
Funcionaba de lunes a domingo, en jornadas que parecían no terminar. No obstante, vio el final de sus días a fines de los años ’60 cuando falleció su dueña, Estela Bórquez. Por cierto, ha quedado en el olvido que ella no solo regentó ese local sino que también fue una de las mayores colaboradoras en los primeros años de funcionamiento de la filial Los Angeles del Hogar de Cristo.
Bórquez fue una de las más reconocidas representantes de la bohemia local que tuvo su epicentro en la cuadra 8 de la calle Mendoza, al norte de la ciudad, con recintos de la más diversa factura, algunos muy refinados, otros verdaderos antros. A ella se suman personajes icónicos como El Rubén, o Las Camaronas; y a lugares como La Cabaña, El Club de la Medianoche, el Gato Brujo, Alicia La Pobre, Alicia La Rica, Las Coyundas o El Ambassador. También estuvieron La Vaca Blanca y el “199” (porque quedaba en la calle Néstor del Río 199).
El local de Jorge Robles fue el primero para homosexuales. A mediados de los 60 se instaló en calle Janequeo. Después se ubicó en la Villa Hermosa. Ahí él también tenía su casa habitación. En ese mismo lugar recibió a una de sus hermanas cuando ella enviudó y quedó con sus tres hijas pequeñas. Jorge se hizo cargo de ese grupo familiar, las alimentó y las vistió, se preocupó de sus sobrinas hasta que ese 16 de octubre de 1973 no llegó.
Cuando Jorge no llegó, su mamá comenzó a buscarlo. Ella y sus dos hijas – hermanas de Jorge – hicieron el mismo recorrido de cientos de familias que buscaban a sus parientes detenidos desaparecidos por la dictadura. Primero fue al cuartel de la Policía de Investigaciones. Nada. Después fue en Carabineros. Tampoco. Fueron al regimiento, que estaba a unas pocas cuadras de la casa, y lo mismo: nada. Nadie sabía nada, no lo habían visto, no tenían registro de su detención.
Solo hubo rumores por montones. Fueron a Concepción, a los centros de detención del estadio regional, de las comisarías de Carabineros, de la Base Naval, de la isla Quiriquina. Después más lejos: a Chillán, a Temuco, incluso a Santiago.
Cada pista no era gratuita, tenía un precio que se debía pagar. Sin embargo, se aferraban a lo único que les proporcionaba una esperanza. “Nos cuentan que lo vieron en Temuco pero la persona que sabe quiere algún dinero para decirle en qué parte está”, les decían. Y las mujeres pagaban porque no tenían otra opción. Les ocurrió varias veces. Nunca supieran nada, solo rumores, comentarios sin destino, llenos de morbo porque buscaban al “Maricón Jorge”, un paria social.
Cuando se acabó el dinero, debieron echar mano a las joyas, a los muebles, a los espejos, a los electrodomésticos que estaban en la casa del hijo desaparecido. Poco a poco, la casa quedó desprovista de lo mínimo para ser llamada casa. Solo paredes y habitaciones vacías. La propiedad se terminó vendiendo, una vez que se asumió la muerte presunta de Jorge.
La familia, después de varios años de búsqueda infructuosa, llegó a dos grandes conclusiones. La primera es que lo mataron por ser homosexual, que no hubo ninguna otra razón. No hubo razones políticas para detenerlo. Lo segundo es que, a partir de los datos más o menos fiables y concordantes, se tiene la certeza que una vez culminado el interrogatorio, una patrulla militar lo capturó mientras volvía a la casa en horario de toque de queda para tomar mate con su madre. En el comidillo quedó la idea que algunos de sus captores fueron clientes suyos en el burdel, tal como lo relató el propio Bolaño en su breve texto.
El caso de Jorge Robles fue muy particular. Porque cuando se apresaba a alguien por infringir el toque de queda, la norma era llevarlo a alguno de los varios centros de detención que funcionaron en Los Angeles, como el regimiento, el cuartel de Carabineros, la cárcel pública o el gimnasio Iansa. Si tenía requerimientos de la justicia, era llevado a la unidad de la Policía de investigaciones. Jorge no fue visto en ninguno de esos lugares, no se le vio ingresar a ningún recinto. Lo habrían visto, era muy conocido, era imposible que pasara desapercibido, que nadie lo reconociera, dice la familia.
Unos de las versiones indica que fue conducido al puente sobre el río Biobío (a unos 20 kilómetros al poniente de la ciudad), aunque otras versiones dicen que fue en el puente de río Laja (30 kilómetros al norte), frente a las cascadas. Ahí lo habrían ejecutado de un tiro en la cabeza para que su cadáver fuera arrastrado por el torrente que suele ser más poderoso en septiembre, debido al agua proveniente de los deshielos cordilleranos. Esa modalidad de ejecución fue muy usada por los agentes represores. Su cuerpo lo habrían hallado flotando, lo llevaron como NN a la morgue del hospital para ser sacado de ahí y enterrarlo en el fundo La Mona, unos 15 kilómetros al norte de la ciudad. En ese lugar también acabaron otros detenidos desaparecidos. Sin embargo, en 1979, efectivos del Ejército desenterraron los cadáveres para no dejar evidencia de semejante brutalidad, aunque hubo algunos fragmentos óseos que quedaron diseminados en el terreno. Como los de César Flores Baeza (30 años), funcionario de la Corporación de la Reforma Agraria (CORA) y militante del Partido Socialista, quien se presentó de manera voluntaria al cuartel de la Policía de Investigaciones en Los Ángeles días después del Golpe. Su familia esperaba que su detención durara unos días para que después lo liberaran. Sin embargo, durante su cautiverio fue torturado, ejecutado y hecho desaparecer. Desde el primer momento, América Baeza, madre de César Flores (“el Conejo Flores”), inició su búsqueda, siendo perseguida, acosada y amenazada, más aún cuando lideró la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos de Los Ángeles. Pasaron 34 años para que el Servicio Médico Legal (SML) le entregara una urna de tamaño pequeño, sellada y con vidrio. En su interior, un fragmento de rótula y 10 tubos de laboratorio con osamentas pulverizadas. Aunque estos restos fueron hallados en 1990, las labores de identificación recién se hicieron en 2014. Las pruebas de ADN mitocondrial confirmaron que esos vestigios óseos eran los de César Flores. También esa vez fueron confirmados los restos de otros cuatro detenidos desaparecidos, entre los cuales el de un adolescente de 16 años.
Vladimir Urrutia preside la Fundación Vanguardista Divergente (Fuvadi), organización que hace una década realiza acciones de defensa y promoción de los derechos humanos de las personas de la diversidad afectivo-sexual en la Región del Biobío. Asegura que el caso no admite duda alguna: fue un crimen de odio, un asesinato homofóbico.
“No hubo un móvil político, no hubo ninguna razón para que fuera apresado, además que tampoco nada justifica que lo asesinaran de manera tan alevosa”, afirma con convicción.
Es que, de acuerdo a sus registros, dentro de las víctimas de la represión, la orientación sexual no es un elemento que fuera tomado en cuenta en su momento. Solo se consigna un caso en Arica en que un funcionario del Ejército fue sorprendido teniendo relaciones sexuales con un hombre. En el mismo lugar el hombre fue asesinado pero, salvo por el testimonio de un sargento en retiro que presenció el crimen, no se tiene referencia alguna de la víctima. “En el caso de Jorge Robles fue demasiado evidente el motivo. Él era muy conocido en la ciudad, era un verdadero personaje, no pasaba desapercibido para la gente por su porte, sus modos y porque fue el primero que se atrevió a romper los enormes prejuicios de su tiempo para mostrar su orientación sexual”, indica.
Más aún porque regentaba una boite que “fue la primera que hubo alguna vez en la ciudad dirigida principalmente a la comunidad gay. Tenía espectáculos con travestis, transformistas o drag queen, como se les llama ahora”.
“En los ’70, la homosexualidad era un delito, una enfermedad, una perversión de los más terrible pero en ese tiempo se toleraba, como también se toleraba el comercio sexual, pero con la dictadura no solo hubo un quiebre democrático brutal. De alguna u otra manera, quisieron eliminar no solo a los opositores políticos, sino que todo eso que consideraban sucio o pecaminoso. La historia del mundo tiene muchos ejemplos en que las dictaduras no solo arremeten contra los opositores políticos, sino que también reprime a las minorías. En Chile sucedió así de la misma manera”, reflexiona Urrutia.
“Por ser gay, lo mataron. Pero el drama no quedó solo ahí. Por ser gay nadie lo buscó, salvo su familia, pese a que muchos pudieron haber visto lo que pasó y haber ayudado a dar algo de paz a los parientes de Jorge. Por ser gay, no hubo ni siquiera un intento de hacer justicia”, añade.
A su juicio, ese tipo de crímenes ha sido invisibilizado, “no ha habido un esfuerzo para saber quiénes fueron, muchas veces por el estigma que pesa sobre las familias sobrevivientes. En dictadura hubo persecución, hubo detenidos y asesinados que eran parte de la comunidad LGTBIQA+”.
Vladimir Urrutia plantea la importancia de relevar casos de esa envergadura: “en tiempo de fascismo y dictadura, nuestra comunidad corre un riesgo inminente porque se nos quiere eliminar. Eso nos impulsa a seguir combatiendo el odio que se genera desde la de privación sociocultural o lisa y llanamente ignorancia. Tenemos legítimo temor que si se vive algo similar, nuevamente no harán nada por mí ni por ninguno de nosotros debido a nuestra condición por ser gay, lesbiana o trans”.
La familia de Jorge Robles tiene una pequeña esperanza. El 30 de agosto de este 2023, en el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, el Presidente Gabriel Boric firmó el decreto que crea el Plan Nacional de Búsqueda. La intención es “esclarecer las circunstancias de desaparición y/o muerte de las personas víctimas de desaparición forzada, de manera sistemática y permanente, de conformidad con las obligaciones del Estado de Chile y los estándares internacionales”.
Los parientes esperan que, por primera vez, se rompan los pactos de silencio, que los testigos de la detención, asesinato y desaparición de Jorge Robles – cuyo delito fue ser gay – puedan aportar los antecedentes que permitan saber dónde está su cadáver para que su familia pueda – por fin después de medio siglo- ir a dejarle una flor al cementerio.
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