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Eduardo Labarca, periodista y escritor: “La especie humana va al precipicio”
En “Pésima memoria, antes de antes y después de después”, Eduardo Labarca publica su autobiografía, una obra híbrida que mezcla recuerdos, ensayo y ficción. A sus 87 años, reflexiona sobre la humanidad, el periodismo y su propia vida.
Eduardo Labarca no es un escritor que busque endulzar el pasado ni construir una imagen heroica de sí mismo. A finales de 2024 publicó Pésima memoria, antes de antes y después de después (Editorial Catalonia, 2024), una autobiografía donde relata su vida, ideas, pensamientos y recuerdos.
Su más reciente publicación, que él mismo define como su “canto del cisne”, es una mezcla de recuerdos, ensayo y ficción, donde expone su visión de la humanidad. “No es un libro para contar mi vida, sino que para presentar mi visión de la humanidad”, aclara desde el inicio.
Eduardo Labarca dice que se despide de la literatura con una obra que busca dejar huella, aunque sin grandes pretensiones: “¿Habrá alguien que tenga interés en la vida insignificante de un ser insignificante que soy yo dentro de un planeta insignificante?”, se pregunta.
Con una mezcla de recuerdos, reflexión y escepticismo sobre el futuro, Labarca invita a un diálogo en el que el humor y la tragedia conviven. “Este libro es mi despedida”, confiesa, dejando en sus páginas el legado de una vida dedicada a contar historias y analizar el mundo.
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A sus 87 años, observa el presente con escepticismo: “La especie humana va al precipicio”, dice, recordando que cuando nació, en 1938, la población mundial era de dos mil millones y hoy supera los ocho mil.
“El ser humano es genial, somos geniales, hemos hecho lo que nos rodea, el mundo en que estamos es genial, cada tornillo que hemos hecho, cada avión, cada edificio, pero, ahora se habla de economía circular y el ser humano es incapaz de tener una economía circular. Nosotros vamos para adelante y todos los gobiernos quieren desarrollo, crecimiento y en las elecciones que hay ahora incluso le están ganando gente como Trump o Milei que niegan, no les interesa la naturaleza, solo el provecho inmediato”, asegura.
Con el mismo tono crítico, revisa su vida, desde su relación con Salvador Allende hasta su detención en 1973, pasando por su trabajo en Radio Moscú y su encuentro con Gabriel García Márquez en un clóset de hotel.
Sobre el periodismo actual, no duda en señalar sus continuidades y crisis: “A los medios se les ha criticado siempre”, dice, recordando la polarización mediática que ya existía en los tiempos de la Unidad Popular.
“Yo la huella que quisiera dejar es la de mi visión de la humanidad”, señala, dejando claro que este libro no busca ser una autobiografía complaciente, sino un análisis de nuestra especie y su destino incierto.
Revisa un extracto del libro a continuación:
¿Cuántos segundos tarda una vida, la mía, en desfilar completa dentro de mi cuerpo, o es mi cuerpo el que desfila dentro de mi vida? No son las escenas de una mini o megaserie de TV, es una presencia compacta, todos los tiempos, todos los acontecimientos a la vez, y yo en acción dentro de todas ellos. Para desentrañar esta mezcla sólida de muchos pasados, todos los pasados de mi vida en un solo segundo, hoy, después de que me sacaran la escafandra y me ahogara definitivamente, tendría que aplicar la fórmula E = mc2 de Einstein o la ecuación de Schrodinger sobre la mecánica cuántica H<(U,M,z). Mi vida en un segundo y mi cuerpo sometido a las torturas de los chinos, las cosquillas refinadas y la gota de agua que cae… tic… toc… en el cuero cabelludo de mi coronilla y me hace enloquecer: ¿dónde estoy, dónde estaba?
En mi llegada a París a los ocho años en familia… Mi primer recuerdo: los agujeros de las balas, huellas de la Liberación de la ciudad que tatúan muchos edificios como la catedral de Notre Dame, en cuya explanada llovieron los disparos de francotiradores alemanes contra los jefes militares aliados. Los generales estadounidenses, ingleses y franceses se tiraron al suelo mientras solo uno, el más alto, siguió avanzando a pie con un cigarrillo en la boca: el general De Gaulle imponía su carácter. Los niños franceses comienzan a comer de nuevo y nosotros, alojados en un hotel familiar cerca de Montmartre, recibimos las estampillas de racionamiento que incluyen para los menores —mi hermana, mi hermano y yo— una ración de leche agria y aguachenta que no siempre aparece. Para conseguir comida mi madre aprende la jerga parisina del marché noir —mercado negro que los españoles llaman “estraperlo”, contracción estrambótica de los apellidos de los estafadores Strauss y Perlowitz— controlado por las concierges, porteras españolas o portuguesas, lo que facilita la comunicación.
En el consulado de Chile, la principal labor de mi padre consiste en repatriar a costa del fisco con pasaporte chileno a connacionales de origen alemán que hablan el castellano con acento germánico, provenientes en su mayoría del sur de Chile. En las horas triunfales de Hitler prefirieron la ciudadanía de sus ancestros y viajaron a combatir en las tropas del Führer, soñando con vestir el uniforme alemán el día de la victoria en Europa, preludio de la conquista nazi de Chile y el mundo. A la hora de la derrota, los altivos teutones criollos se acuerdan de que algún día han sido chilenos, desertan de sus unidades, queman el uniforme, llegan por cualquier medio a París, se presentan en el consulado con ojos lagrimeantes, llenan un formulario y regresan a su patria sudamericana con pasaje pagado y la cola aria entre las piernas.
El aterrizaje en un colegio sin saber ni una puta palabra del idioma es una experiencia seca que han vivido y seguirán viviendo millones de niños en el planeta migratorio de nuestro siglo XXI y del siglo siguiente… si es que alcanzamos —si es que mis descendientes alcanzan— a llegar al s. XXII. A la salida de la escuelita pública solo para hombres paso a juntarme con mi padre un par de cuadras más allá en la sede diplomática y consular de Chile, en el bulevar de la Tour-Maubourg, la misma casona donde treinta años más tarde manifestantes chilenos y franceses, entre ellos una hija y un hijo míos, protestarán contra la dictadura instalada en nuestro país. En esa escuela pública soy el bicho raro, las primeras semanas me angustio por no entender una jota de lo que dicen el profesor y mis compañeros, pero pronto voy agarrando palabras, especialmente en los juegos de los recreos. Escucho que el profe suelta un sonoro “vataplás” y el alumno regresa a su asiento, y cuando me toca a mí obedezco sin chistar y tardaré más de un año en descifrar la orden: “Va à ta place”: vete a tu puesto. En mi mente permanece una imagen terrible: la saña con que ese maestro de delantal gris golpea por cualquier motivo a sus alumnos, incluso la patada feroz que le da a uno en el estómago. Cierto día mi vecino de banco, Rémy, estornuda y sus mocos purulentos se esparcen en el cuaderno que tiene abierto mientras el monstruo se acerca escudriñándolo todo. Mi compañero y yo nos aterrorizamos y Rémy se acerca el cuaderno a la boca y engulle de un lengüetazo sus mocos verdosos… el tirano sigue de largo y aquí no ha pasado nada.
En el telón de fondo parisino sigo oyendo en boca de los adultos de mi familia y sus amigos castellanohablantes las palabras nuevas “existencialismo”, “Sartre”, “Simone de Beauvoir”… Y al pasear en familia por una calle de París, alguien muestra la puerta de la “cave”, cueva donde canta por las noches la musa existencialista Juliette Gréco, que, ese alguien insiste, vive con un negro, y aunque no sé qué cara puede tener la tal Juliette, mi imaginación se dispara como si la estuviera viendo al oír que no se peina ni se lava nunca la cabeza, sin saber entonces que un día la Greco será expulsada de Chile por nuestro tirano. El tema de los negros salta a cada rato porque en París y sus alrededores siguen acantonadas fuerzas militares de EE.UU. y esos soldados, negros muchos de ellos, se pasean muy orondos del brazo de rubitas francesas. Vemos a los chilenos que andan por París, allí veo a la Margot —Margot Duhalde—, heroína de guerra que me hipnotiza con sus historias. Alta y sólida de cuerpo, viste un uniforme perteneciente a no sé qué país cuando cuenta que en Chile fue piloto precoz (no diré “pilota precoza”, al diablo el lenguaje de género) y que durante la guerra se incorporó alternadamente a la aviación de De Gaulle y a la RAF británica, para la cual piloteó aviones de sesenta tipos diferentes esquivando los tiros de las baterías alemanas. Con la boca reproduce el ronroneo de los cohetes V2 que Alemania lanza hacia Inglaterra cargados de explosivos y el pavoroso silencio cuando el motor deja de sonar y nadie sabe si el proyectil, precursor de los misiles balísticos y las naves espaciales, le caerá encima. De regreso en Chile, la Margot será jefa de la torre de control de la FACH durante cuarenta años y un día la Casa de Moneda imprimirá su rostro en una estampilla de correos de $ 1.000.
Cuando llegamos a París, Marguerite, la secretaria del consulado de Chile que habla perfecto español, es un gran apoyo para mi padre y mi familia, y ella me lleva a la escuela del barrio a matricularme. Ha estado dos años en un campo de concentración nazi, acusada de pertenecer a la Resistencia. Nos habla del sadismo de las guardianas alemanas, que se paseaban con sus hijos de la mano entre las prisioneras y echaban sal en las heridas de las moribundas. Con admiración recuerda a las prisioneras rusas, siempre solidarias, y con desprecio a las polacas, que colaboraban con los carceleros y se acostaban con ellos. De unos cuarenta años y una cabellera incipientemente canosa, Marguerite muere en forma inesperada. La noticia es terrible: se ha suicidado.
Parisinos veteranos son Cuto y Anita Urrutia, su mujer brava, hija de un general chileno. Desde antes de la guerra cantaban a dúo en castellano y en francés en variados escenarios, y en la posguerra lo siguen haciendo, acompañándose con sendas guitarras bajo el nombre artístico de “Ana y Juan del Real”. Durante la Ocupación viven sus vacas flacas, muy flacas, con poco o nada que comer por negarse a cantar a los boches, militares 116 alemanes, algo a lo que no le hacen asco los grandes chansonniers Maurice Chevalier y Charles Trenet. Chillanejo, Cuto tiene el rostro cruzado por una cicatriz desde la mejilla a la garganta como consecuencia de un accidente automovilístico. Es hermano del poeta Aliro Oyarzún, autor de El barco amarillo, que Neruda recita de memoria:
Por los mares tercos
derivando va el barco amarillo.
En sus negros lienzos,
en el mástil se enrosca el delirio…
Pero tratándose de Neruda, Cuto, de nombre completo Ángel Custodio Oyarzún, habla pestes. Dice que es un salaud y que él lo tuvo contra la baranda del Sena y estuvo a punto de arrojar al río al miserable. ¿Cuándo?, ¿por qué? Ni siquiera el profesor Loyola, gigante nerudiano, sabrá explicarme el misterio. También anda por París el pintor Goyo de la Fuente, que ha sido ayudante de Siqueiros cuando pintaba el mural de la Escuela México de Chillán. En Francia las divisas extranjeras se transan en la bolsa negra, para escapar del miserable cambio oficial. Goyo cuenta que en un viaje le pagaron cien magníficos dólares por un retrato y que los traía escondidos en un calcetín con el propósito de canjearlos “por ahí” para sobrevivir varios meses, pero un aduanero le ordenó que se sacara los zapatos y luego le dijo: “Les chaussettes aussi”. Se sacó primero el calcetín vacío y ante una nueva exigencia se fue sacando en cámara lenta el que contenía el billete. Ese día Gregorio de la Fuente vivió la peor vergüenza de su vida, se quedó sin capital y se jubiló como contrabandista.
Por ahí anda también Fernando Bellet, descendiente de franceses, conocido como “el Burro”, que se vino de Chile a pelear en la patria de sus antepasados contra los alemanes. El Burro Bellet entró en el París insurrecto el día de la Liberación a bordo de un tanque de la división del general Leclerc, formada en gran parte por republicanos españoles que fueron más veloces que la infantería estadounidense que llegó a la zaga. Actor aficionado, el Burro se destacó en Chile en papeles terroríficos gracias a su corpachón, su rostro inmutable y su mirada intensa, y se cuenta que cuando moría en una escena era capaz de caer de bruces sin protegerse con las manos. Instalado en Francia trabaja de camarógrafo y se casa con una nieta de Georges Méliès, precursor del cine francés, y adapta su nombre a Fernando Bellet-Méliès.
Mi padre y mi madre cargan con una docena de frases de francés aprendidas en la escuela y muy pronto los hijos los dejamos atrás y nos familiarizamos con las expresiones propias de ese tiempo. Avant guerre — antes de la guerra—, término omnipresente repetido por los parisinos con un chispazo en los ojos en homenaje al paraíso perdido que la guerra se llevó. Si se habla de comida, avant guerre sí que se comía bien; si se quiebra un florero, se trata de un objeto de avant guerre irremplazable; cuando un fumador recoge colillas en la calle, cosa frecuente, se insiste en que avant guerre nadie necesitaba hacerlo, y la tarde en que se ve pasar a una mujer garbosa y elegante, nadie duda de que su vestido sea de avant guerre. De los boches, los ocupantes alemanes, se cuentan mil historias: que eran prepotentes, abusadores, maleducados, que no saludaban ni daban las gracias. Los resistants, miembros de la Resistencia, son alabados como héroes, especialmente los que combatieron y murieron en la Liberación de París, mientras que los collabos —colaboradores con los alemanes— son unánimemente denigrados incluso por aquellos que agacharon mansamente la testuz ante el invasor. Un día escucho a un aseador polaco de nuestro hotel llegado a Francia avant guerre, cuando explica a mi padre que “durante la Ocupación había diez por ciento de résistants, diez por ciento de collabos, y el 80 % restante couraient après le saucisson”; es decir, se dedicaban a conseguir algo para echarle a la olla. Ese algo solía ser la rutabaga, una planta de hojas y tubérculos poco apetitosos que a muchos había librado del hambre y que a nuestra llegada a Francia nadie quiere volver a comer. Otro término que está en todas las bocas es “J-3” —les Ji-Trois—, jóvenes beneficiarios de las estampillas de racionamiento número 3 que se asignan a los adolescentes y veinteañeros signados con la letra J. La fama de los J-3, en realidad mala fama, proviene de la aparición de una generación de jóvenes irrespetuosos, borrachines, pendencieros, protagonistas de robos y asaltos violentos, incluso a mano armada. Moralistas de todos los colores pontifican sobre el auge de la delincuencia juvenil debido a la pérdida de los valores de avant guerre y, como en todas partes, el público exige mano dura.
¿Por qué París y sus imágenes se agolpaban en mis pulmones moribundos? Yo ya no era animal ni persona, solo una bolsa inerte que una bomba conectada a mi tráquea inflaba y desinflaba en forma cadenciosa. Hay una muerte suave y agradable en buena compañía, una muerte instantánea en accidente, la muerte patriótica en el frente de guerra, la muerte liberadora del suicida. Triste es la muerte en soledad del viejo abandonado, la del secuestrado hecho desaparecer. Mi muerte ha sido una muerte acompañada, me han acompañado un barítono y una soprano sin rostro vestidos de blanco y unas manos que accionaban instrumentos. Solo manos y aparatos, sin palabras de consuelo ni cariño, con instrucciones que trato de obedecer e intervenciones en mi cuerpo según el protocolo del Ministerio de Salud. Muerte sin despedida, salto al vacío, a la nada, ¿existe la nada? Algunos afirman que la muerte es un archivo con las imágenes de toda una vida, eso quisiera yo. Tal vez París es mi primer encuentro con lo desconocido e inaugura el viaje, así como esta muerte ha sido el encuentro final con el misterio. Pero París insiste, es mi primer París, el París infantil del entusiasmo y el deslumbramiento, porque habrá otro París sin nada de glamur, el del exilio gris, la pobreza, la crisis, el descalabro personal. Dentro de mi muerte me alegra que sea el París aquel… el de la canción.
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