La astronomía es una ciencia tan fascinante que, casi sin quererlo, nos encontramos estudiando eventos fortuitos de arqueología extrasolar que nos permiten conocer lo que ocurre en los encuentros entre sistemas planetarios.
Detrás de ese título, tan sorprendente como sugerente, hay cerca de un año de investigación de una fascinante roca espacial que sobrevoló Finlandia en forma de bola de fuego hace justo un año: el 23 de octubre de 2022. Prepublicada en el repositorio ArXiv, nuestra investigación aparecerá en breve en la prestigiosa revista Icarus.
Todo empezó cuando Jaakko Visuri, coautor del trabajo y encargado de la explotación científica de la la red finlandesa Ursa, me pidió opinión al poco de detectarse la bola de fuego, bautizada como FH1. Lo analizamos en mi grupo de investigación del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC) con sumo cariño porque, después de varias décadas detectando bólidos meteóricos, nuestros colegas finlandeses habían identificado el primer meteroide hiperbólico sobre Finlandia.
Nos correspondía dar un dictamen experto e independiente para conocer el origen de esa pequeña roca de pocos centímetros, que alcanzó la Tierra desde una órbita hiperbólica (es decir, una órbita abierta con una excentricidad mayor a 1) e incidió con una trayectoria casi rasante, produciendo lo que se conoce como un bólido rozador.
Cabe decir que este tipo de eventos dan más razón de ser al enorme esfuerzo del proyecto de ciencia ciudadana de la Red SPMN-CSIC, nacido hace 27 años. Gracias a él podemos catalogar, con apoyo de astrónomos profesionales y aficionados, los grandes bólidos registrados sobre España. Llevábamos años buscando la detección de un evento similar.
La colaboración entre nuestras redes de bólidos viene de lejos, por la excelente labor del predecesor de Visuri, el especialista Esko Lyytinen. Con él codescubrimos que algunos asteroides próximos a la Tierra pueden originar proyectiles no exentos de riesgo durante encuentros cercanos con nuestro planeta.
Esta vez teníamos otro objeto de estudio fascinante: una roca cuya órbita, a priori, parecía indicar que procedía del espacio interestelar.
Desde hace varias décadas queríamos identificar un bólido que hubiera alcanzado la Tierra claramente desde una órbita hiperbólica. Pero dada la alta velocidad y brevedad esperada para estos bruscos encuentros, no resultaba tarea fácil.
Afortunadamente, los registros en vídeo de los astrónomos aficionados finlandeses integrantes de la red Ursa no dejaban lugar a dudas. Gracias a esas filmaciones obtuvimos medidas precisas que revelaron que ese meteoroide entró en la atmósfera terrestre con una velocidad ligeramente hiperbólica, de 73,7 km/s.
Algunas de las imágenes de ese bólido, con una luminosidad similar a la de Venus, son particularmente preciosas: parecen surgir, por simple perspectiva, del capricho místico de una aurora boreal. La fortuna estaba de nuestro lado.
Hasta hace poco no conocíamos a ciencia cierta la existencia de proyectiles hiperbólicos que hubieran alcanzado la Tierra. La escasa evidencia existente provenía de algunos objetos identificados por nuestro grupo de investigación en el debatido catálogo de impactos de meteoroides detectados por los satélites espías de Estados Unidos.
Conocido por el acrónimo del centro de estudio de cuerpos menores, Center for Near Earth Objects Studies (CNEOS), dicho catálogo no facilita un rango de error para determinar el radiante –región de la bóveda celeste de la que parece surgir cada uno de esos bólidos– ni su velocidad, por lo que se desconoce el error cometido en la determinación de la órbita. Eso ha desatado la controversia sobre su uso, particularmente especulativo cuando se sugirió la llegada de un proyectil de composición anómala y origen extraterrestre: el conocido evento IM2.
En nuestro estudio previo, donde descubrimos la naturaleza hiperbólica de la órbita de esa roca, apuntamos a que no era inusual, sino probablemente una aleación de hierro y níquel que caracteriza a los meteoritos metálicos.
En el nuevo trabajo hemos comparado el bólido finlandés FH1 con otros bólidos que alcanzaron la Tierra desde órbitas hiperbólicas, catalogados en la base de datos CNEOS.
Deberíamos esperar que las órbitas de esos visitantes interestelares ocurriesen al azar. Sin embargo, nuestro trabajo muestra que cuatro de los meteoroides interestelares de CNEOS proceden de órbitas relativamente cercanas al plano de la eclíptica –plano imaginario definido por la Tierra en su movimiento anual alrededor del Sol– y desde su radiante en la bóveda celeste que se encuentra en la constelación de Géminis.
Es tan sumamente improbable que esto ocurra al azar que despertó nuestras sospechas y nos llevó a investigar escenarios más plausibles. Por ejemplo, podría ser que esos proyectiles procedieran de nuestro sistema solar y que existieran imprecisiones en la medición de su velocidad de llegada a la Tierra. O que se hubieran producido fruto de la aceleración proporcionada por encuentros con planetas u otros cuerpos.
En nuestro artículo planteamos la hipótesis de que los impactadores hiperbólicos sean cuerpos celestes nativos de nuestra nebulosa solar, perturbados por encuentros con objetos masivos. Más precisamente, proponemos que la trayectoria tanto de IM2 como de FH1 se alinean en tiempo y dirección con el sobrevuelo de una estrella binaria, conocida como Scholz, que cruzó la región más externa de nuestro sistema solar, la nube de Oort, hace solo unos 70 000 años. Esa estrella de masa baja –unas 165 veces la del planeta Júpiter– fue catalogada por el telescopio espacial infrarrojo Wide-field Infrared Survey Explorer (WISE) como WISE J072003.20-084651.2.
El encuentro con otras estrellas siempre ha sido considerado precursor de oleadas de cuerpos helados almacenados en esas recónditas regiones. Sin embargo, todo depende de lo cerca del Sol que las estrellas atraviesen el sistema solar. En el caso que nos ocupa, Scholz lo hizo a unos 82 kilómetros por segundo y a unas 68 000 veces la distancia media de la Tierra al Sol. Dada esa alta velocidad y la relativa proximidad, encontramos plausible que pequeños cuerpos de la nube de Oort, o incluso de la nube externa de esa estrella binaria, pudiesen ser inyectados hacia la Tierra.
Esta explicación resolvería con elegancia la procedencia de la mayoría de rocas llegadas hasta la fecha a nuestro planeta con velocidades ligeramente hiperbólicas. Tales objetos probablemente se encontrarían en la nube de Oort, siendo impulsados gravitatoriamente hacia esa región distante como consecuencia de la dispersión gravitatoria que los planetas gigantes causaron en pequeños cuerpos de nuestro sistema planetario, en un modelo dinámico conocido como el gran viraje o Grand Tack. Este paradigma, que nos permite comprender la estructura actual de nuestro sistema planetario, fue propuesto por el equipo del famoso dinamicista italiano Alessandro Morbidelli.
De ese modo, tanto asteroides como cometas y pequeñas rocas serían impulsadas hacia órbitas de muy largo período ubicadas en la nube de Oort. Esos objetos en órbitas muy distantes al Sol podrían adquirir un exceso de velocidad a partir de perturbaciones gravitacionales relativamente pequeñas, generadas por el paso de estrellas como Scholz. No habría necesidad de encuentros muy cercanos, mientras estuviesen orientados en la dirección apropiada y en el momento justo.
Sabemos que objetos de origen interestelar más grandes, como 1I/Oumuamua’ o 2I/Borisov, pueden sobrevivir períodos de tiempo lo suficientemente grandes para alcanzar de manera fortuita otros sistemas planetarios diferentes a los que los formaron. Sin embargo, eso no parece ocurrir con tanta eficacia a las rocas de pocos metros como las que producen esos bólidos hiperbólicos. Eso explicaría por qué los proyectiles interestelares que causan bólidos resultan tan poco comunes.
Porque, de algún modo, es muy posible que las rocas impulsadas en esos estadios formativos de los sistemas planetarios hacia el espacio interestelar acaben siendo destruidas por procesos físicos (radiación cósmica, cambios de temperatura, erosión causada por colisiones…) antes de alcanzar otros sistemas estelares.
Cualquiera que sea la razón, ejemplifica que la astronomía es una ciencia tan fascinante que, casi sin quererlo, nos encontramos estudiando eventos fortuitos de arqueología extrasolar que nos permiten conocer lo que ocurre en los encuentros entre sistemas planetarios. Estas pistas parecen fundamentales para establecer criterios que nos permitan identificar meteoritos llegados desde otros entornos de nuestra galaxia. Por ello seguiremos escudriñando el firmamento y captando bólidos a la espera de recuperar un verdadero mensajero interestelar.
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