El estudio a larga distancia de las estrellas nos ha proporcionado las herramientas necesarias para enfrentar problemas terrestres tan serios como la contaminación ambiental, la alimentación y las amenazas a la salud pública.
Los dependientes de tiendas de especias poseen un don increíble. Con solo observar un polvo pueden identificarlo y saber si es bicarbonato de sodio, polvo para hornear, benzoato sódico o cualquier otro ingrediente. En contraste, algunos simples mortales no podemos distinguir entre la sal y el azúcar, lo que conlleva consecuencias culinarias lamentables.
¿Cómo podemos determinar la composición de algo si no contamos con el don mencionado? La respuesta es simple: necesitamos experimentar. Podemos evaluar su textura, olerlo y, si nos atrevemos, incluso saborearlo. Además, podríamos incorporarlo en diversas recetas para verificar su impacto en el pan, en el punto de cocción de la carne o en su capacidad para crear explosiones gastronómicas.
El enfoque experimental descrito antes no difiere mucho de lo que se ha hecho durante milenios para estudiar las composiciones químicas. Se experimentó con todo tipo de materiales, no pocos peligrosos. Entre los pioneros, algunos sufrieron quemaduras, envenenamiento, intoxicación, asfixia e incluso muerte por radiación. Fue un conocimiento experimental duramente ganado.
Dependíamos de la experimentación directa para determinar la composición de las cosas. La posibilidad de estudiar las distantes estrellas parecía inalcanzable. En 1830, el filósofo Auguste Comte expresó su pesimismo al afirmar que nunca podríamos determinar la composición química de los astros.
Por suerte para todos, Comte se equivocaba.
Como suele suceder en la ciencia, la ayuda llegó desde un área aparentemente no relacionada.
En 1665, Isaac Newton realizó sus famosos experimentos de óptica. Hizo pasar un rayo de luz solar a través de un prisma, reproduciendo el espectro visible del arcoiris.
Posteriormente, en 1800, William Herschel descubrió una forma de luz invisible para el ojo humano, revelada por su calor. Repitió el experimento de Newton colocando termómetros en los distintos colores. Así descubrió que se registraba calor más allá del rojo, donde aparentemente no llegaba luz. Llamó a esta luz invisible “rayos calóricos”, un término inmortalizado por H.G. Wells en su novela La guerra de los mundos.
El descubrimiento de Herschel, lo que hoy llamamos radiación infrarroja, fue solo el primer paso. Luego llegaron las microondas, ondas de radio, radiación ultravioleta y los rayos X y gamma. Nuestro arcoiris de siete colores se expandió hasta conformar lo que ahora conocemos como el “espectro electromagnético”.
En 1814, Joseph Fraunhofer descubrió líneas oscuras en el espectro solar. Parecía que la luz de esos colores era absorbida.
Por otro lado, Thomas Melvill, desde 1752, había observado algo peculiar al quemar sales. El espectro de estas no era un continuo de colores, sino una serie de bandas brillantes específicas.
Hoy llamamos “espectro de absorción” a aquel con bandas oscuras y “espectro de emisión” a aquel formado por bandas específicas. Un espectro sin bandas oscuras se denomina “espectro continuo”.
Todos sabemos que una imagen dice más que mil palabras, pero la magnitud de la información contenida en los espectros supera ampliamente esta máxima. La luz tiene diversos mecanismos de emisión.
La emisión térmica es el resultado de los dinámicos cambios de velocidad de las partículas cargadas en un cuerpo. Los objetos más cálidos albergan partículas con velocidades medias significativamente mayores, generando cambios de velocidad más intensos y energéticos que los objetos más fríos. Todos ellos terminan emitiendo luz en un espectro continuo que abarca todos los colores, aunque con distintas intensidades relativas dependiendo de su temperatura.
Existe otro mecanismo igualmente fascinante que emite luz en cantidades específicas de energía. Cuando los electrones realizan transiciones de una órbita a otra, pueden ganar o perder energía en magnitudes precisas. Esto resulta en absorciones y emisiones de luz en colores particulares.
Como cada elemento y cada compuesto tienen distinta cantidad de protones y neutrones en sus núcleos, los niveles orbitales de sus electrones tienen energías particulares. Es como si las colecciones de órbitas de cada elemento fueran escaleras con escalones de distinto tamaño. Entonces, para subir o bajar cada escalera necesitaríamos dar pasos de longitudes características.
Esto hace que las transiciones electrónicas formen un espectro discreto y distintivo. Cada conjunto de líneas de emisión es como un código de barras que revela los elementos presentes en la sustancia emisora.
Cecilia Payne, armada con su conocimiento sobre líneas espectrales, abordó el desafío de determinar la composición estelar. En 1925, presentó sus resultados en su tesis doctoral, considerada hasta hoy la mejor tesis en la historia de la astrofísica.
Payne determinó que el hidrógeno es el elemento dominante en la atmósfera de las estrellas. Enumeró los elementos detectados y estableció una relación entre los espectros de las estrellas y sus temperaturas superficiales. Gracias a la espectroscopía, Payne hizo posible lo que cien años antes Comte consideraba inalcanzable: conocer la composición química de las estrellas.
Hoy en día, los métodos desarrollados para estudiar las estrellas nos ayudan a enfrentar los problemas terrestres más apremiantes.
La espectroscopía nos permite detectar contaminantes en el aire, el agua y el suelo.
Podemos identificar sustancias tóxicas en el cuerpo humano mediante análisis de antidopaje, hacer pruebas de calidad e inocuidad de los alimentos y realizar estudios de tejidos con fines diagnósticos no invasivos.
En resumen, el estudio a larga distancia de las estrellas nos ha proporcionado las herramientas necesarias para enfrentar problemas terrestres tan serios como la contaminación ambiental, la alimentación y las amenazas a la salud pública.
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