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“Libros marcados” de Antonia Torres: la poética de la hija CULTURA|OPINIÓN

“Libros marcados” de Antonia Torres: la poética de la hija

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Hace falta en la crítica y academia de nuestro país abrir las ventanas a nuevas zonas de la realidad, a otras literaturas que escapan un poco a cierto canon hegemónico, por cierto, marcadamente metropolitano y en ocasiones algo reiterativo. En esa dimensión, la novela de Antonia Torres propone un manojo de recuerdos que en su ritmo certero delimitan una narrativa que debería leerse con atención y espíritu indagatorio. Una literatura prolija y orfebre, una narradora que escribe negro sobre blanco, la poética de la hija y su inabarcable ensoñación.


Creo que fue Stefan Zweig quien dijo que urgía alimentar la memoria de los fantasmas con nuestra propia sangre. Una sentencia planteada con la cabalidad de las evocaciones más punzantes y cuyo ejercicio implicaría invocar (o convocar) voces que el pasado aun no borra en la neblina de los días, ni siquiera el recuerdo (como en las viejas fotografías) que se va esfumando tras el paso de la muerte.

En este caso, “Libros marcados” de Antonia Torres instala un subjetivo, una óptica, un recodo que transita desde la infancia hasta la adultez en torno a la figura del padre, el entrañable poeta Jorge Torres Ulloa que transitó las lluviosas calles valdivianas, con su voz escéptica, pero fraterna y que hoy las palabras de su hija convierten en esa suerte de fantasma tutelar que aún custodia los decires y sentires de toda una época.

Padre e hija descubren el oficio de la poesía a bordo de una añosa bicicleta Oxford azul deambulando por una ciudad invernal vigilada por la dictadura militar. Es un Chile escoltado por los guardianes del autoritarismo y la bicicleta una especie de cámara donde la niñez y la adultez registran esa urbe sureña en que la sospecha inserta su afilado estilete.

¿Qué son los recuerdos en la prosa de Antonia Torres? Sin duda, algo más que remembranza y recordación. Es una reconstrucción (casi cinematográfica) de rostros que ingresan y se despiden, de certezas que de pronto se fragilizan ante el peso de la realidad, de escenas donde el padre- siempre histrión ante la adversidad- sazona lo grisáceo de los días y el flagelo de su enfermedad renal, con ese precioso obsequio que es la vitalidad creativa, ese raro amuleto que su hija trasunta y despliega en sus páginas. Por esa casa valdiviana aparecen personajes como Jorge Teillier, Raúl Zurita, Diamela Eltit, Rosabetty Muñoz, Maha Vial y en todos ellos se traduce un halo, una presencia donde lo poético no es evanescente ni metafísico, sino profundamente material y vivencial.

Pese a que la memoria (esa construcción que siempre se está forjando) es cardinal en el libro de Antonia Torres, la autora no cede a la tentación del memorialista y reitera la tentativa del novelista, del fabulador, del creador de ficciones. “Libros marcados” se desliza con giros y sobresaltos en una temporalidad siempre viajera, desde la infancia más desnuda hasta la conciencia de la adultez, desde la dictadura militar chilena hasta la democracia pactada, desde la experiencia originaria de la escritura hasta tristes ateneos regionales. Y la realidad literalmente se agarra a las páginas como tabla de náufrago.

Es un libro donde padre e hija comparten el oficio del escepticismo. También muchas veces se ha pensado que las dos patrias de todo escritor son su pasado y su idioma. En el caso de este libro, subsiste a pesar de la noche histórica, un sentido de futuridad.

Sin embargo, como se avizora en los poemas de juventud de Jorge Torres, el poeta, pese a la desconfianza en la comunicación y el lenguaje, busca permanentemente el abrazo de la primavera y se cuestiona acerca de los amigos que llegarán a su funeral, cansados, con ropas de lana y paraguas, ansiosos de acabar pronto el trámite funerario y abrazar esa estación en la que ya él se encuentra fundido con la tierra negra y húmeda.

Por sus páginas veremos al poeta dirigiendo una obra teatral en alemán, “Los físicos” de Friedrich Dürrenmatt, en que los fantasmas de la locura y la conmoción parecen atravesar los limbos de un idioma e insertarse en el invierno de los sentimientos más complejos y contradictorios, hasta dar cuenta de un estado de vigilancia que pervive.

Y por cierto la muerte, esa advertencia que el poeta-padre avizora desde el comienzo hasta el fin y que la hija- escritora va eslabonando a través de los años, en calidad de sobreviviente de una época oscura que da cabida a otros momentos, otros instantes, nuevas visiones y ámbitos donde le toca transitar. La muerte que es nodriza y ángel vengador sobrevuela siempre este transitar novelesco.

La prosa de Antonia Torres es precisa y pulcra, por momentos destila humor negro y en ocasiones parece albergar la raíz secreta de una melancolía muy genuina y contemplativa, al punto que sus personajes conmueven y quedan fijados en el iris del lector.

Hace falta en la crítica y academia de nuestro país abrir las ventanas a nuevas zonas de la realidad, a otras literaturas que escapan un poco a cierto canon hegemónico, por cierto, marcadamente metropolitano y en ocasiones algo reiterativo. En esa dimensión, la novela de Antonia Torres propone un manojo de recuerdos que en su ritmo certero delimitan una narrativa que debería leerse con atención y espíritu indagatorio. Una literatura prolija y orfebre, una narradora que escribe negro sobre blanco, la poética de la hija y su inabarcable ensoñación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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