El libro da cuenta de una historia literaria y cultural de una época. Conocemos y recordamos a escritores y escritoras. Palpamos el pulso de una época a partir de la violencia, la escritura, la memoria. Leemos la derrota no como un cierre, sino qué como una posibilidad, como una alternativa.
Dilucidemos algunos nudos del entramado crítico. El concepto de generación o pensar una historia de la literatura desde las generaciones literarias no encuentra una recepción del todo positiva o masiva en la actualidad. Por cierto, el modelo que trabajó sobre todo Cedomil Goic no se replica sostenidamente en los estudios literarios chilenos, ya que estos privilegian momentos históricos o debates teóricos que agrupan corpus heterogéneo de autores y autoras que pertenecen a diversas generaciones. En lo personal, me gusta mucho el trabajo generacional que hace José Promis para ordenar la narrativa chilena del siglo XX y, considero que es un buen método de corte para leer ciertas épocas.
Si pensamos un modelo rígido, habría que sostener que la generación que nace entre 1950 y 1964 sería la generación de 1987, cuya gestación se da entre 1980 y 1994 y su vigencia entre 1995 y 2009. Claramente no calza y me parece que como modelo debe responder a otros aspectos más relevantes como los que se plantean en este libro, donde hito es el golpe de militar. Pienso en Eric Hobsbawm, para quien los siglos nos cierran en una fecha determinada, digamos 2000, para ciertos historiadores el siglo XX termina con la caída del muro de Berlín, si pensamos en Chile bien podríamos decir que termina con la detención de Pinochet en Londres. Lo podemos discutir. Digo esto para pensar que la categoría de generación si bien tiene una matriz clara es necesario repensarla para poder abrir otros debates.
Este libro, Un ajuste de cuentas GNN 80, viene a presentar una conciliación, un acuerdo entre el modelo generacional y quienes empezaron a escribir en periodos cruzados del modelo de Goic. Llama la atención el interés por situarse en un modelo canónico, sin embargo, al proponer sus propias reglas logra evidenciar la paradoja de ser una generación invisibilizada y luego nombrarse como NN ―con el referente y rótulo de Nueva narrativa―, incluso, pensando en la idea de náufragos que Ramón Díaz Eterovic me ha comentado hace algunos meses o la de huerfanía que articula Rodrigo Cánovas. Roberto Rivera explica el referente NN de esta generación, “Como una alusión a los desaparecidos y de los años 80 porque son los años en que este grupo de escritores comienza a publicar y a ocupar los espacios de la crítica” (53).
El ajuste de cuentas de este libro apunta a llenar un vacío frente a los escasos estudios referidos en torno a la GNN 80 y a erigirse como testimonio de una época, según Miguel de Loyola. Un primer consenso en este libro entiende a la generación como un grupo de escritores y escritoras que empieza a escribir y publicar en los 70 y 80, por ende, que comparte edades similares, y sobre todo la experiencia de la dictadura, al ofrecer una producción literaria heterogénea. En ese sentido, resulta más que necesario leer o releer a muchos de estos escritores escritoras atendiendo a las tonalidades con los que empiezan a urdir el entramado literario y narrativo de la época.
Como sostengo en el título de esta presentación, este grupo busca narrar la violencia. Pienso en El narrador de Walter Benjamin, cuando recuerda a los soldados que llegan después de la guerra a sus pueblos en un estado de mudez, por lo que el gesto de la literatura, y la experiencia de la violencia, es romper con el silencio para volver a contar, para volver a narrar. Pienso en las antologías Contando el cuento (1986) y Andar con cuentos (1992) de Ramón Díaz Eterovic y Diego Muñoz Valenzuela, ambas con la bajada de nueva narrativa, cuyo objetivo fue presentar una muestra del trabajo cuentística de los narradores pertenecientes a aquella generación que comenzó a escribir regularmente después del golpe militar de 1973. Escritores y escritoras presentes en este libro, una generación que, para Jorge Calvo, ve caer a compañeros y piensa “contar aquello que había sucedido” en sus vidas (76). Calvo recuerda el silencio y la desolación de los días previos a 1980.
En su libro Alegorías de la derrota. La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo, Idelver Avelarsostiene que la fecha del ocaso del boom, “situada, por consenso crítico, alrededor de 1972 o 1973, emblemáticamente coincide, no por casualidad, con la caída del gran proyecto social alternativo latinoamericano de aquel momento, la Unidad Popular de Salvador Allende” (11). Para José Leandro Urbina esta generación, su generación, “empezó a escribir, a mediados de los años sesenta, a la sombra del Boom de la literatura latinoamericana” (61): “Liquidado por el golpe militar, muchos de los que participamos en la lucha política del lado del proyecto socialista chileno, fuimos eliminados del escenario cultural de diferentes maneras y con mayor o menor violencia” (62). Los que recién escribían “entran en un período de confusión grave”, una parálisis que les impide determinar el “valor real que tenía la escritura frente a la tragedia desencadenada por los militares” (62). No había realismo mágico y la “realidad devoraba a la ficción, la masticaba y la escupía” (62).
En su cuento “El ojo Silva”, Roberto Bolaño, nos habla de Mauricio Silva, el Ojo, quien siempre intentó escapar de la violencia. Dice el narrador: “de la verdadera violencia, no se puede escapar al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los 50, los que rondábamos los 20 años cuando murió Salvador Allende”. Narrar la derrota y la violencia será entonces el principal objetivo de este grupo que busca ajustar cuentas, asumo, con el olvido de la crítica y de las nuevas generaciones. En esa línea, “en el contexto de la transición democrática chilena”, Cristián Montes Capó, señala dos grandes dificultades que rodean a la “actividad de narrar”, una “integrar el pasado con el presente” y otra, “lograr elaborar colectivamente el duelo”, lo que desemboca en la expectativa en torno a la aparición de una literatura testimonial, expectativa que no se cumple, “puesto que a partir de los años 90 se genera una narrativa difícil de clasificar, dada la variedad de las escrituras, poéticas y retóricas involucradas” (15). Por su parte, Jaime Collyer, el golpe militar sorprende a esta generación, en plena adolescencia o al final de esta. Al crecer y madurar en este contexto esta generación se parece a otras como a la de Juan Marsé y Vázquez Montalbán de la España franquista; la de los compañeros de Coetzee en Sudáfrica. “Al momento en que debíamos haber comenzado a publicar nuestras primeras narraciones, que la dictadura imponía el cerrojo abrumador de la censura” (39).
“La tradición literaria”, sostiene Miguel de Loyola, “pesa en las nuevas generaciones, sobre todo cuando se cree o se tiene la esperanza de ir avanzando poco a poco a través del tiempo” (11), sin embargo, la GNN-80, continúa De Loyola, “perdió el contacto con sus ancestros más cercanos, quedando en gran parte al garete, diezmada y condenada al sálvese quien pueda en medio de la historia y la inmensidad del océano de la creación narrativa” (11). En esta generación, comenta Diego Muñoz Valenzuela, la escritura en sus inicios “carece de un espacio preferente para la alegría. La calle, los espacios abiertos, han sido clausurados, y en ellos se han borrado los mensajes de los muros, se han impuesto la vigilancia…” (25). Sonia González, por su parte, rescata la “sensación de incertidumbre, no solo no sabíamos si íbamos a seguir vivos sino cómo íbamos a salir de ahí o, en otros términos, como era el país en el que íbamos a despertar cuando acabara la pesadilla” (69).
Ana María del Río nos ofrece una certera síntesis con varios “rasgos dactilares” de esta generación. 1. Expresa la realidad “siendo invisible para los que no saben los meandros del lenguaje ni de manejo de metáfora, alegoría o metonimia” (48); 2. En su novelística, “predominan los personajes jóvenes, rebeldes, muchos aún en su etapa adolescente, siempre en lucha contra un mundo de mayores” (48); 3. “La metáfora se convierte en un espacio de denuncia” (48); 4. Las novelas “tratan sobre restos, jirones, coágulos, espacios marginales destruidos por la represión y la injusticia generalizada, pedazos, restos de personas, etc. Predominan los seres desaparecidos, los ausentes, que conviven con los vivientes a semejanzas de un apocalipsis nada de zombie y con mucho de verdadero” (49). 5. Sus personajes “asumen una identidad bifurcada o escindida” (49). 6. Predomina una narración poética. 7. Predomina el tema de la idea, la ausencia, el exilio, la desaparición, el miedo, la desesperanza, el alejamiento (50). 8. Por último, surge la metáfora recurrente de una familia dictatorial que se proyecta como metáfora de la dictadura del país (50).
Además de los temas ya abordados, surgen otros puntos de fuga divergentes y convergentes como el campo cultural, los géneros y estilos, la memoria, el exilio, la derrota, la utopía y el estallido social.
Campo cultural. Diego Muñoz Valenzuela destaca el inicio de la labor creativa de este grupo “bajo el clima represivo” (23), del golpe de Estado de 1973. Tanto él como otros autores y autoras, subrayan el rol destacado de la gestión cultural, un trabajo y práctica de colectivos literarios, la autoedición, concursos, publicaciones, movimientos de resistencia, espacios culturales clandestinos, lecturas, teatro revistas, instancias colectivas universitarias, que se erigen como “una forma de resistencia”, y pone como referencia la figura censora de la DINACOS. Roberto Rivera Vicencio identifica “talleres permitidos como los de Mariana Callejas y Enrique Lafourcade y muy después el taller de Martín Cerda, y posteriormente el de José Donoso” (54). Remarca la idea de heterogeneidad, con diversas “vertientes formativas”, como la de José Leandro Urbina en Buenos Aires y Canadá, la de Diamela Eltit con el CADA, la de Ostornol “con un estilo más bien clásico” (55), la de quienes van y vienen del exilio exterior, como Collyer o interior como Ana María del Río. “La Generación NN 80 “sale de escena sin una queja, no hay espacio, y mejor sin llorar como en política, porque precisamente es política” (59). En tanto, José Leandro Urbina valora el espacio de las editoriales independientes recientes en el rescate de ciertos escritores y escritoras. Sonia González no deja de lado las condiciones profesionales o poco profesionales del grupo, con “profesiones vicarias”, sin contratos de edición y menos la posibilidad de asistir a escuelas creativas o talleres.
Literaturas, géneros y estilos. Jaime Collyer reconoce en este grupo “la aproximación deliberada al tema de la exclusión y discriminación de la mujer y la temática homosexual” (43). Junto a Roberto Rivera destacan a Pía Barros, y a Juan Pablo Sutherland y a Pedro Lemebel. Muñoz Valenzuela releva el carácter disímil de los autores de esta generación, tanto en estilos como en temáticas e influencias. Habla de una “positiva pluralidad” y de una configuración que “no constituye continuidad de una tradición, sino más bien expresa una discontinuidad” (26). Sobresale “una literatura del cuerpo liderada por mujeres que declaran tempranamente su feminismo”, se consolida el microcuento o minificción, resurge la literatura fantástica y ciencia ficción, se constata la “siempre creciente presencia de la novela negra o neo policial” (26).
Exilio e insilio. Ostornol establece dos fenómenos en la narrativa chilena post golpe. Uno, el de la diáspora, con énfasis en la temática del exilio, y que va de la mano con una cierta internacionalización y profesionalización de los escritores: Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Antonio Skármeta. El otro grupo, al interior del país, se erige como una literatura sometida a condiciones difíciles de producción y distribución de libros, con carencias de diversos motivos. (32). Urbina pone atención a las redes que se crearon en el exterior: “Los espacios y culturas en que nos tocó vivir, las diferentes circunstancias que enfrentamos crearon una diversidad difícil de empaquetar” (64). Sin embargo, según el escritor, hay una “serie de resentimientos, de desprecio y desinterés evidente por los de afuera que impidieron una conexión más profunda entre los que suponía compartíamos un piso ideológico más o menos común” (64).
La memoria, sin dudas, se erige como un tema central en este libro. La escritura de este tiempo, para Antonio Ostornol, se enfrentaba a la “imposibilidad de la palabra” (33), una escritura fragmentaria, relatos múltiples, verdades a medias, orfandad en todas partes, desamparo (33). Ostornol parafrasea a Marco Antonio de la Parra, quien matiza la definición de memoria: “Vivir sin memoria es como vivir sin cabeza; pero tampoco se puede vivir solo del recuerdo; el recuerdo es la perpetuidad del dolor; hay que saber olvidar. La familia (El País) acuerda olvidar. Olvidar para siempre, es claudicar del futuro” (35).
Entre la derrota y la utopía. Para Roberto Rivera. “La derrota de los NN 80 es completa, nadie se salva, salvo los dos o tres que el sistema aún no envía al olvido y que sostienen la estrategia” (59). Sin embargo, este presente abriría una posibilidad de redención, que Muñoz Valenzuela espera aprovechar de forma colectiva. Señala: “pienso que alcanzamos a vivir y escribir este nuevo capítulo de la historia. Es lo que nos ha tocado desde la partida misma; un destino trágico que clausura un sueño, que vuelve a surgir de las cenizas, y así la rueda parte de nuevo. Ahí vamos, diría un novelista” (27). Para Antonio Ostornol, la experiencia de esta generación es vivida como proceso por esta generación, con un tema central: “la memoria como relato de una comunidad” (30), como utopía, pero también como un “campo en disputa” (31).
Estallido social. Un comentario transversal de este libro es octubre del 2019. Para Jaime Collyer el estallido social deja en evidencia “el carácter decepcionante de la transición conservacionista” (40). Resulta interesante la progresión que hila, al pensar el momento germinal y militante en dictadura con el momento de cooptación en tiempos de la concertación, lo que “marca la evolución temprana y lo que es en realidad el salto a la madurez de nuestra generación, el paso de la etapa escolar y universitaria a la adultez como autores” (41). Ana María del Río, en tanto, señala que estamos viviendo ahora una situación muy parecida a la que vivió la generación NN: “hay restricción de libertades, hay temor de salir a la calle”, hay tensión entre un estado de injusticia social y un poder desconectado socialmente de las necesidades de la gente. A la vez, hay creación individual solitaria y de alta calidad: “Creo que la generación NN” ha experimentado un revival especular, en que el individuo ha sido por primera vez en décadas, capaz de erguirse contra un poder institucionalizado…” (51). Jorge Calvo afirma que el 18 de octubre de 2019 “estalla el mundo. Estalla exactamente por las mismas razones agremiadas en la literatura de los escritores de la GNN-80”. En la réplica al texto Jorge Calvo, Sonia González repara en esta comparación, remarca la semejanza entre el 18 de octubre y el 11 de septiembre, dejando a un lado la del 5 de octubre de 1988, en donde hay un actor ausente, el pueblo. Y me permito agregar, el lema de la campaña presidencial de Patricio Aylwin era “Gana la gente”, lo que coincide con una década que, pensando en Diamela Eltit, viene a blanquear la memoria. En los 90, no hay pueblo, pero hay gente, hay consumidores, hay clientes, en rigor, la consumación del modelo neoliberal. En 2019, reaparece el pueblo, pero ojo, después avanza la masa, una escena de la cual también debemos hacernos cargo.
La esperanza. Hace unos meses publiqué un artículo, no crean que los he olvidado, en el que leo a Ramón Díaz Eterovic y a Ana María del Río. Un artículo que oscila entre la esperanza y la desesperanza de los 80 en el cine y la literatura. Lo comento para enfatizar esa luz de esperanza que se deja escapara en este libro. Sonia González nos recuerda que, a pesar de la derrota, tenían esperanza, la que define como algo peligroso y que sustenta en un poema de Jaime Pinos, para quién la esperanza es” la gran falsificación de la generación de sus padres”, “La derrota es un estigma que se hereda, los hijos de los perdedores saben bien que la esperanza tiene un alto precio, saben que hay que cuidarse de ella” (70). A contrapelo de lo que afirma Pinos, Sonia González afirma que “nos seguimos aferrando a la esperanza”: “Quedará lo que quiere, un cúmulo de historias de muchachos que enfrentaron la dictadura, mujeres que resistieron en el olvido jóvenes que aprendieron a luchar, torturadores, mártires, viejos que desaparecen de sus propias cabezas y de su memoria, es decir, fantasmas de nosotros mismos” (73).
El secreto mejor guardado. Bernardo González realiza una síntesis en torno a los escritores de la generación de los 80, “quienes debieron levantarse de la derrota y hacerse a pulso, artesanalmente, fundando, a pesar de los pesares, la estética de la llaga abierta, de la cicatriz; literalmente, debieron respirar por la herida. Fue tan brutal el golpe que El País quedó mudo y hubo que empezar a balbucear con gestos más que en conceptos en que la piel era la página en blanco” (87). La generación NN, continúa, “la del Roneo, la de las Catacumbas” es “es el secreto mejor guardado de la literatura chilena. Ya era hora de darlo a conocer en su integridad a Chile y al resto del mundo. Manos a la obra” (89).
Palabras finales. El libro da cuenta de una historia literaria y cultural de una época. Conocemos y recordamos a escritores y escritoras. Palpamos el pulso de una época a partir de la violencia, la escritura, la memoria. Leemos la derrota no como un cierre, sino qué como una posibilidad, como una alternativa, esa que levanta la literatura en tiempos de crisis cuando narra la violencia y rompe la mudez.