Este texto es parte del libro “Chile, antes y después. Un país transformado de golpe” (UTEM-USACH), lanzado esta semana en la UTEM. Entre los 18 testimonios también están Diamela Eltit, Sofía Prats, Mónica González, Roberto Celedón, Osvaldo Puccio, Soledad Bianchi, Jacques Chonchol y Luis Alarcón.
Nací en Santiago el 26 de abril de1944, pero debí nacer en Valparaíso, donde vivía mi familia, de manera que, si me enorgullezco de ser Ciudadano Ilustre de Valparaíso, nunca podré tener el honor de ser Hijo Ilustre de la ciudad.
Viví toda mi infancia en una población naval de Las Salinas, en Viña del Mar, donde mi padre trabajaba como oficial civil de la Armada. Mis amigos fueron los otros niños del lugar y no nos portábamos especialmente bien. Actuábamos en pandilla, lo mismo que en el colegio, y eso me costó una muy justa expulsión de este. Fui a dar al Seminario San Rafael de Valparaíso, un colegio episcopal donde tuvieron más paciencia conmigo, porque seguí portándome mal. Pero en ese colegio, además de clases y deportes, había un grupo de teatro y academias literaria, de historia, de ciencias. Todo ese ambiente me hizo muy bien.
La política y el debate eran importantes en mi familia, si bien no en gran medida. En el colegio y luego en la universidad sí había mucho debate de ideas, algo que me vino igualmente bien. En el colegio mantuve un diario mural que fue censurado un par de veces y en la Escuela de Derecho de la entonces Sede de Valparaíso de la Universidad de Chile -hoy Universidad de Valparaíso- encontré una diversidad de personas e ideas que fue muy formativa. Entré por primera vez a esa Escuela a los 18 años y salí a los 78. Pasé allí toda una vida, primero de estudiante y luego como profesor, y en sus salas de clase tuve mis más entrañables y felices experiencias laborales.
A fines de los años ‘60 del siglo pasado, Chile era un país interesante, atractivo, entretenido. Eso al menos para un joven que vivía en buenas condiciones materiales de existencia y que tenía inquietudes políticas, sociales y culturales. La derecha política venía a la baja y se alzaban figuras mucho más atractivas, como Eduardo Frei Montalva, Radomiro Tomic y el propio Salvador Allende. Pero la cosa duró poco. Nos fuimos a las manos por pisar el palito de la lógica del conflicto a cualquier precio.
Tuve muy poca vinculación directa con la política en los años previos al golpe, casi nada. Nunca milité en un partido político y tampoco lo hago ahora. Aclaro que tampoco me he contagiado con la fiebre actual de fundar nuevos partidos. Llegaremos fácilmente a los treinta y todos tocados por un cierto mesianismo y redentorismo que no me interpreta para nada.
Poco antes del golpe hice algún acercamiento con lo que entonces se llamaba Izquierda Cristiana, porque me sentía ambas cosas: cristiano y de izquierda. A poco andar me di cuenta de que lo mío era un liberalismo de izquierda, es decir, un liberalismo social, igualitario, con conciencia de la justicia social, muy alejado de lo que hoy se llama neoliberalismo.
Creo que me titulé como abogado recién en 1970. Me demoré en hacerlo, porque dejé pendiente por más de un año el informe que había que rendir después de la práctica profesional. Pura dejación no más. Dejación y también gusto por el periodismo. Junto con dos amigos de la universidad habíamos sido admitidos en la sala de redacción del entonces diario La Unión de Valparaíso, y esa fue una experiencia extraordinaria y muy absorbente. Escribíamos columnas, reportajes, editoriales y hasta las cartas al director que no llegaban al diario en gran cantidad.
Empecé en ese mismo tiempo mi actividad académica, primero como ayudante segundo, luego como ayudante primero, enseguida como profesor y más tarde como profesor titular. En esos años, la carrera académica era una prueba de fondo, o de medio fondo, mientras que hoy se ha transformado en una carrera de 100 metros planos.
Vi venir, como todos, o como casi todos, el golpe. Todos fuimos viendo cómo se iban cerrando una a una las puertas de salida para una crisis política muy honda. Ni el Gobierno cedía ni tampoco lo hacía la oposición. Creo que el presidente Allende reaccionó tarde con la idea de convocar a un plebiscito: los uniformados adelantaron la fecha del golpe y dejaron caer bombas sobre La Moneda. En cuanto a la oposición, creo que sus líderes fueron lo suficientemente ingenuos como para creer que un golpe de Estado los repondría a ellos prontamente en el poder.
Cuando sucedió, trabajaba como subdirector del Canal de Televisión de la Universidad Católica de Valparaíso y tenía también un curso en mi Escuela de Derecho. El 11 de septiembre de 1973, debía viajar desde Viña a Santiago, pero un vecino con la cara tiznada, apostado en la calle junto a marineros armados, me compelió a que volviera a la casa. “Se está desgranando el choclo”, dijo, y me puse a deambular por la ciudad, enteramente desconcertado y con la clara intuición de que la toma del poder por las Fuerzas Armadas sería por largo tiempo. Un rato antes, mi madre, con quien vivía entonces mi soltería, escuchó la radio y habló de un golpe de Estado. Ver más tarde por televisión el bombardeo de La Moneda me resultó tan brutal como a cualquiera. Al enterarme de lo que pasaba, sentí una profunda desazón y temor.
Mi familia era más bien partidaria del golpe, pero no nos fracturamos por eso. Vivíamos cuatro hermanos con nuestra madre viuda y el quiebre institucional del país, que pudo producir discusiones entre nosotros, nunca nos alejó a unos de otros. Aun tratándose de algo tan fuerte como una dictadura, las ideas políticas de las personas no deben ser nunca el motivo principal de los afectos y desafectos.
Conservé mi trabajo en la televisión hasta 1974 y aceleré mi partida al Doctorado en Derecho en Madrid, ese mismo año. Tuve la suerte de conseguir una beca del entonces Instituto de Cultura Hispánica y apoyo de mi propia universidad. Estar en España, cuando allá se iba producir en breve la muerte de Franco y el inicio de la transición a la democracia, fue toda una experiencia como observador. Me dio ánimos también y la esperanza de que algún día tendríamos en Chile una transición a la democracia, sin saber que para eso tendrían que transcurrir 17 años.
En España viví el tiempo justo para regresar con el grado de doctor bajo el brazo, pero también con el temor de si sería aceptado o no en la universidad. De hecho, unas pocas horas que tenía al partir en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile me fueron quitadas, pero no la jornada que conservé en la Sede de Valparaíso de la institución, esto último gracias al apoyo que tuve del decano Ítalo Paolinelli Monti y del director de la Escuela, Mario Contreras Rojas.
Tras el golpe y con la dictadura, la enseñanza del derecho se vio seriamente afectada. Lo que no se vio afectado fueron mis ideas políticas a favor de la democracia y los derechos fundamentales. Pero tengo que ser franco: hasta antes del golpe no dedicaba más de dos clases al tema de los derechos humanos, y a partir de ese momento fui dedicándole progresivamente más y más sesiones. Un día ingresó a mi sala de clases el vicerrector de la Sede de Valparaíso y se sentó a escuchar en primera fila. Menos mal que ese día estaba explicando a los estudiantes un tema tan abstruso como la estructura lógica de la norma jurídica. ¿Cómo pude seguir en la universidad? Hubo personas que me dieron su apoyo para ello. Sin ese apoyo no sé lo que habría sido de mí.
En los años posteriores al golpe, sobre todo en los setenta, recuerdo a Chile como una pesadilla. Una larga pesadilla. Además de atropellar las libertades, una dictadura tiene siempre algo muy grosero. Sus cabezas suelen ser tipos ordinarios, civiles y militares, que se manifiestan como se expresaron aquí tipos como Pinochet y el almirante Merino. Maniqueísmo a todo dar, además. Partidarios y enemigos. Patriotas y antipatriotas. Humanos y humanoides. Nada puede ser más parecido que un dictador a otro dictador. Justifican sus tropelías apelando siempre a un enemigo externo -sea la seguridad nacional, el imperialismo norteamericano o el comunismo internacional- y hacen creer a la gente que se vive en un permanente estado de guerra, donde ellos son el bando bueno y los opositores, el bando malo. Hay algo grotesco en toda dictadura.
La dictadura nos dividió, es claro, y todavía, aunque menos, nos continúan dividiendo. La muerte, la desaparición de personas, la tortura, el exilio, la persecución laboral: todo eso deja profundas y persistentes heridas en las personas y funestas huellas en una sociedad.
Difícil decir cuánto, pero el golpe y la dictadura están latentes y patentes en la vida de nuestro país y en nuestros habitantes. Las dictaduras marcan las sociedades a fuego y es muy difícil superar sus efectos perniciosos. Llevamos 42 años sin reemplazar la Constitución de la dictadura militar chilena. ¿No es eso demasiado tiempo? Las constituciones de las dictaduras no se reforman, se reemplazan.
Ni las personas ni las sociedades son muy proclives a aprender de las malas experiencias. Sin embargo, algo habremos aprendido, me imagino, al menos a darnos cuenta de que los conflictos políticos no se pueden estirar hasta el punto de poner en riesgo la democracia como forma de gobierno y los derechos fundamentales de las personas. Los conflictos son inseparables de la vida en común, pero hay que saber gestionarlos para que no se resuelvan en aplicación de la ley del más fuerte, y el más fuerte es siempre aquel que tiene las armas y el suficiente poder de fuego para desarmar o aniquilar a los demás. Hay que apartarse de la lógica del conflicto a cualquier precio, porque el precio que pagó Chile con 17 años de dictadura fue enorme. Enorme. Demasiado.
No tengo ya cursos universitarios a mi cargo, sin perjuicio de lo cual puedo dar una clase, aquí o allá, por invitación de otros profesores. Dedico mi tiempo a lo que más me gusta -leer y escribir- y a frecuentar el hipódromo viñamarino, aunque no ya con la pasión de otros tiempos. Veo cine también, como siempre, pero en las plataformas, porque la programación de nuestras salas de cine es canallesca.
La política me ha interesado siempre como saber y no como una actividad a la que dedicarse. Sólo lo he hecho en dos ocasiones: en los años que durante el Gobierno de Ricardo Lagos fui asesor cultural de la Presidencia y en el año que pasé en la Convención Constitucional . No tengo madera de político activo ni tampoco las virtudes ni los defectos que se necesitan para desempeñarse en ese campo. La política es una antigua actividad humana que tiene que ver con el poder -con ganarlo, ejercerlo, conservarlo, incrementarlo y recuperarlo cuando se lo hubiere perdido- y debe ser que yo no tengo mucho sentido ni gusto por el poder.