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Ni lógico ni aceptable: el nuevo menosprecio de Sebastián Edwards, ahora por la ciencia básica CULTURA|CIENCIA

Ni lógico ni aceptable: el nuevo menosprecio de Sebastián Edwards, ahora por la ciencia básica

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Pablo Astudillo Besnier
Por : Pablo Astudillo Besnier Ingeniero en biotecnología molecular de la Universidad de Chile, Doctor en Ciencias Biológicas, Pontificia Universidad Católica de Chile.
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El menosprecio por la ciencia básica, incluso frente a una eventual escasez de recursos, no es ni lógico ni aceptable: niega un aspecto fundamental de la naturaleza humana.


“Declaré que para recuperar el dinamismo y avanzar en prosperidad y bienestar social, Chile necesitaba pasar a un nuevo estadio de desarrollo. Ello requería un fuerte aumento del número de trabajadores/as con educación superior especializada y técnica. Agregué que para exportar servicios de alto valor agregado precisábamos más científicos aplicados, más ingenieros, más diseñadores, más arquitectos. Hasta ahí, creo, todo bien, lógico y aceptable”.

Esta fue la frase con la que Sebastián Edwards comienza su defensa, en una columna publicada en La Tercera hace algunos días, ante las innumerables críticas que enfrentó por sus declaraciones respecto a las humanidades. Bastante se ha dicho respecto a las humanidades mismas, con réplicas espléndidas de diversos intelectuales, por lo que no ahondaré al respecto en esta columna. Sin embargo, esta vez Sebastián Edwards agregó otra idea controversial a su polémica original, al decretar que si lo que quiere un país es pasar a un nuevo estado de desarrollo y exportar servicios de alto valor agregado, requiere más científicos aplicados.

Vaya menosprecio a la ciencia básica.

Hace algunos años escribí un trabajo en el que describo esta línea de pensamiento como un nuevo “dogma” (un “conjunto de creencias de carácter indiscutible y obligado para los seguidores de cualquier religión”, en palabras de la Real Academia Española), según el cual la única forma en la que la ciencia puede contribuir al desarrollo es mediante la investigación aplicada. Así, la ciencia básica sería mera satisfacción individual, inútil para el deseado propósito de “pasar a un nuevo estadio de desarrollo”, y por ende no debería ser promovida con fuerza, y menos priorizada mediante políticas públicas, como por ejemplo Becas Chile.

¿Cuáles son los problemas con esta línea de pensamiento? Partamos por uno fundamental: la idea de que el desarrollo, en especial el económico, requiere solo de ciencia aplicada. Esta idea, que por desgracia se ha popularizado en años —quizás décadas— recientes, no resiste un escrutinio cuidadoso. En las historias de innovación, aquellas que mueven la aguja productiva de las naciones, es frecuente encontrar un papel protagónico para la ciencia básica y para la curiosidad científica.

Y si bien el camino que lleva del conocimiento a las “aplicaciones” dista de ser lineal y predecible, y si bien ocurre que las propias aplicaciones dan lugar a nuevas preguntas científicas, a menudo se requiere de conocimiento básico sobre aspectos fundamentales de nuestro universo para resolver desafíos concretos; del mismo modo, a menudo las aplicaciones surgen como consecuencias imprevistas de una pregunta científica resuelta por científicos curiosos y que estaban lejos de pensar en sus potenciales aplicaciones.

El segundo problema con la columna de Edwards radica, en mi opinión, en una confusión respecto a los propósitos originales del programa Becas Chile. La Ministra de Educación de la época, Mónica Jiménez, señalaba el año 2008 que “si lo que queremos es insertar a nuestro país en el contexto internacional, nuestro principal desafío es aportar al desarrollo con conocimiento, innovación tecnológica y equidad social. Desde esta perspectiva, este sistema sienta las bases para una política de desarrollo integral de formación de capital humano avanzado, que permitirá al país concretar este anhelo”.

Así, el conocimiento (al que contribuye con más fuerza la investigación básica que la aplicada) tiene la misma relevancia que la innovación, y esta, a su vez, la misma relevancia que la equidad social. Todos estos objetivos requieren, desde luego, a las humanidades, pero también a la ciencia básica en su totalidad, en todas las áreas del saber.

Vale la pena finalizar con otra frase de la columna de Edwards: “Desafortunadamente, hay una restricción de presupuesto. Gobernar es priorizar. Si queremos más becas en ciencias aplicadas, los fondos tienen que sacarse de algún lugar”.

Es difícil no estar de acuerdo con la premisa sobre la priorización en el uso de los recursos, pero es necesario poner las cifras involucradas en perspectiva. Es de suficiente conocimiento público la baja inversión en ciencia en el país, pero las cifras son alarmantes: el gasto en I+D per cápita nacional es tres a cuatro veces inferior al de países con un PIB per cápita similar. Es decir, no es que estemos mal en comparación con Singapur o Finlandia: estamos mal en comparación con prácticamente todos los países relativamente desarrollados. En buen chileno, seguimos haciendo ciencia “con el vuelto del pan”. Siendo este el escenario, hablar de “priorizar” al referirse a la ciencia chilena, y en especial a la ciencia básica, es sencillamente una burla. ¿Qué más se puede priorizar, en un país que destina menos del 0,4% del PIB a la I+D?

En definitiva, cabe preguntarse si esta obstinación por menospreciar la ciencia básica y motivada por curiosidad, tan extendida entre ciertos economistas en nuestro país, no debería incluirse dentro de las mismas “ideologías” que el propio Edwards denuncia con tanta indignación. Ideas que, parafraseando a Edwards, impiden la libre exploración del mundo que nos rodea; ideas que están detrás de esfuerzos por poner la “innovación, productividad y competitividad” (o los “desafíos y misiones”) por encima de la generación de conocimiento fundamental sobre nuestro universo, nuestra historia, nuestra cultura o nuestro futuro. En definitiva, un dogma que, como ya han comenzado a advertir algunos autores e incluso algunos estudios, han fracasado incluso en su propósito original, a saber, la generación de más innovaciones e ideas disruptivas.

El menosprecio por la ciencia básica, incluso frente a una eventual escasez de recursos, no es ni lógico ni aceptable: niega un aspecto fundamental de la naturaleza humana —formularse preguntas sobre nosotros mismos y el mundo que nos rodea— y, de paso, nos da un disparo en los pies en nuestro afán de empujar a nuestra sociedad a un “nuevo estadio de desarrollo”.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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