Como lector, elijo entender «Piel de ciudad» como una crisis de conciencia ante la imposición de la mezquindad como piedra de tope en las relaciones humanas del Chile actual. Es un tema complicado de narrar, la podredumbre intelectual y ética que trasunta no simboliza nada.
El mayor desafío con «Piel de ciudad», la reeditada novela de Máximo G. Sáez, es descifrar su trasfondo, ya que prácticamente es una escritura sin argumento. Las escenas, reflexiones, anécdotas del protagonista (evidente alter ego del autor y por eso no tiene nombre o al menos no es necesario memorizarlo) se descomponen, retuercen y disgregan. Generalmente el lector se hace una imagen al avanzar algunos líneas y luego rápidamente la pierde, porque el quid del asunto no es contar una historia, sino desenvolver un mare magnum de sensaciones, impresiones, divagaciones y fantasías semiconscientes, con una redacción trepidante, en que poco importa la verosimilitud. Quizás esta opción se debe al tema, la mala conciencia del Chile de los Noventa, el escenario de la supuesta «acción», en que asistimos al triunfo absoluto de la apariencia por sobre la substancia; el modismo por encima del verbo; el «cómo voy yo ahí» imponiéndose a la amistad.
La escritura hermética o antisistema es abundante en Chile, desde «El obsceno pájaro de la noche», de José Donoso, al libro «A fuego eterno condenados», de Roberto Rivera. Por otro lado, «Piel de ciudad» tiene una dimensión de «novela río», aunque sea breve. Quizás con Juan Emar en la memoria, el de la novela «Umbral», con su traducción a palabras hasta del menor detalle… Otra influencia fácilmente identificable es la «corriente de la subconsciencia» (mal llamada «de la conciencia»), en su caso de carácter pop, con muchas referencias a la cultura de consumo rápido o desechable, espejo de la vida social chilena de las décadas recientes. En ese sentido, hallamos ecos de los Novísimos de los Sesenta, la generación de Antonio Skármeta, el Mono Olivárez e incluso, más atrás, de Poli Délano.
Con todo este bagaje nos sumergimos desde el primer párrafo en un relato detallista, especialmente de los procesos psicológicos del narrador, más que del ambiente o el contexto. Los párrafos son largos, casi de la extensión de cada capítulo, aunque a medida que nos internamos en el relato, la metodología cambia. Incluso en la segunda mitad encontramos párrafos breves o medios, con una redacción más tradicional. O bien otras formas de relatar, como cartas, guiones, teatro, etcétera.
Al parecer, la intención era probarlo todo, llegar hasta las últimas consecuencias de la experimentación. La embriaguez que produce esta mixtura estilística se justifica con cierta borrachera de la historia, con algunas escenas de drogas y tomateras, pero asimismo la descripción de la marginalidad (por ejemplo, las «locas pobres») contribuye con su colorido y extraña estética a profundizar en la hibridez de esta narración totalizadora.
Esta preocupación por la forma y el rupturismo se debe, creo, al carácter juvenil de este libro. En la época en que fue escrito se quería romper los moldes y comprobar que uno podía manejar todas las técnicas. No era raro que los libros fuesen misceláneos, hasta el día de hoy se observa que los autores mezclan los géneros en sus novelas y cuentos. Por eso, «Piel de ciudad» se revela gradualmente como una crónica, refiriéndose a personas y hechos reales del underground postdictadura: el submundo de los bares y discos gay, los prostíbulos, los artistas del hambre de Santiago, etcétera.
Desde luego, el escritor juega con el mito y se sospecha que muchas situaciones no son reales o que las versiones de las mismas son innumerables y cada cual escoge la que más le conviene. Todo se mezcla hasta el delirio, la escritura pretende ser tan mestiza como el mundo que retrata y por eso nada es concluyente. Pasa revista a esto y aquello con gran velocidad, sin una estructura disciplinada, si hasta se podría leer cada capítulo por separado.
Haciendo memoria, me viene a la mente la obsesión de no pocos escritores —a fines de los Ochenta, en los Noventa y Dos Mil— por la «CIUDAD». Se la nombraba así, con mayúsculas, como si fuera una entelequia y su verdadera identidad estribase en sus «márgenes» y uno de estos últimos era «el cuerpo». Fue el esnobismo es su grado sumo, convertido en una pseudoideología. Alimentó el imaginario de al menos dos generaciones de artistas o supuestos artistas y sus comparsas.
En el libro en cuestión se sugiere que era una evasión, pero no aclara bien de qué. La literatura era confusa y a la vez convencional. Con una ingenuidad digna de mejor causa, todo el mundo aspiraba a ser famoso sin siquiera proponer un tema. No había o no se permitía hablar de otra cosa que no fuera «uno mismo». Fue un culto a la superficialidad del ego, a la frivolidad.
Y el resultado, naturalmente, fue la autocensura. Mientras nos convertíamos en lo que odiábamos, en unos sucios neoliberales, perdíamos todos los escrúpulos. Cualquier cosa podía ser una historia y entonces había que tomar nota hasta de las ideas más supinas. Pero no se llegaba al fondo de las cosas. De nada, en realidad, y sobre todo del remordimiento de haber sucumbido tan fácilmente a los «nuevos tiempos». La novela es ilustrativa de este trance mental de mirar hacia otro lado, como si en ese «otro lado» hubiese algo interesante, aunque fuera una pura «pintada de monos», por usar una expresión juvenil de entonces.
Como lector, elijo entender «Piel de ciudad» como una crisis de conciencia ante la imposición de la mezquindad como piedra de tope en las relaciones humanas del Chile actual. Es un tema complicado de narrar, la podredumbre intelectual y ética que trasunta no simboliza nada. El vacío es un tema imposible de escribir, especialmente cuando se está atrapado entre sus cuatro paredes. En esta formidable dificultad radica el mérito de esta curiosa y radical novela, y de su autor.