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Lo que el ojo escucha: sobre “La nostalgia del desastre” de Constanza Michelson CULTURA|OPINIÓN

Lo que el ojo escucha: sobre “La nostalgia del desastre” de Constanza Michelson

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Javier Agüero Águila
Por : Javier Agüero Águila Dr. en Filosofía. Universidad Católica del Maule
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Constanza podría ser una soldado de la resistencia argelina, una guerrera mapuche, un poema echado a la tormenta sin puntos cardinales cuando todo se quiebra o tal vez un espejo escondido en un lugar recóndito que todavía nadie descubre, un espejo en el que aun nadie se ve.


  1. Una tragedia más

Este libro podría ser una novela familiar. Otra, como tantas. Una historia más que se recupera en lo áspero de un recuerdo que no se sabe a ciencia cierta si fue eso o una formación del inconsciente para que las pulsiones se distribuyan a lo largo de una vida dando cumplimiento, así, al esquema psíquico que deberá hacerle frente a “lo real” y a la realidad (que no son lo mismo); esquema que le pone cara al minuto a minuto de una existencia que busca frenéticamente el ángulo para entrarle a la yugular y que infringe navajazos, muchas veces, más profundos que aquel recuerdo que nunca es original, ni completamente cierto ni absolutamente nítido, pero sí fundante.

El origen de un recuerdo es inhallable, pero sí sabemos que es el aliento del tiempo del yo, la paciencia y la desesperación. El recuerdo es la furia de los dioses que no se agota, no se consume; tampoco se reproduce como mecánica celular sino que persiste, habita ahí, sigue, se metaboliza y muta adhiriéndose con capacidad increíble a cada momento de la vida; el recuerdo deviene espectro y una Smith & Wesson calibre 40; gloria y ruina, forma y suplemento, nomadismo o fijación: intento de destitución permanente de la bestia que, sin embargo, nos abraza.

Entonces este libro no es una novela familiar más, no es una tragedia más ni tampoco el relato de un dolor que no tendría por qué ser más intenso que otros. Este libro pone en escena y deja a la intemperie a quien lo escribe; es una (re)develación; “desposesión del yo” (al decir de Judith Butler) que estremece y hace temblar desde su primera letra. Es la narración de lo inenarrable, la representación de lo irrepresentable; el color del trauma o la textura de un síntoma; el recorrido por los bordes de un mundo que parecía suturado por la sublimidad y el horror que archiva la infancia y consigna –como sea, pero consigna– la memoria. Es la secuela sin precuela de una escritora-personaje que humaniza su nostalgia y su desastre, no para canonizarlos ni hacer flamear la bandera de una trizadura, al menos no solamente, sino para enrostrarnos que la vida arranca con un inciso, con una hendidura fabulosa (en el sentido de fábula), temporalmente bizarra y en la que la metafísica de la presencia, del logos-recuerdo, se desajusta dando paso a eso, a “la cosa” que zapatea y continúa.

Este es el relato de un grito que no fue porque quedó atascado en la garganta de “la niña”, de una pistola que cuyos ecos jubilosos y pálidos deambulan en el quirófano de un miedo persecutorio y securitario a la vez; dolor que nos acecha, pero al cual nos aferramos para continuar. Es, ante todo, una confesión y un manual loco de cómo mirar a los ojos del monstruo.

  1. Vibrato.

La palabra vibrato aparece dos veces en el libro. Al principio, en la parte llamada “Ver”, se dice: “Esa ‘cosa’ –que también es la mirada de la hermana– es el detalle que le falta al recuerdo, su vibrato”. Y hacia el final, en el que puede ser el epílogo llamado “Oír”, se lee: “¿Acaso obligada a ver puedes entonces cerrar los oídos? Así archivas la escena, pero sin el vibrato. O sea, le quitas el cuerpo. ¿Pero entonces el sonido se pierde o se va a alguna parte? ¿El horror tiene su propio timbre?”

Vibrato, del latín vibrare, es un término musical que da cuenta de las alteraciones del sonido, su agudeza o su gravedad. Pero al mismo tiempo es un añadido al sonido propiamente tal. El vibrato se suma, se adhiere y se distribuye como fuerza suplementaria en lo que sea que se exprese. En este sentido, Michelson le da a la palabra una intensidad tal que, como casi todo el libro, remueve. Lo irrepresentable, “la cosa” que descansa desesperada en la mirada de la hermana podemos entenderla como el punto que corta-la-lengua; vibramos ahí donde no hay lenguaje, temblamos ahí donde no hay razón que procese un estímulo indescifrable y en desmadre. La lengua se corta y la mirada habla.

Se trataría de un habla desconocida, muda, increíblemente muda, desestructurada en tanto jerarquía y orden de palabras; habla que no se escucha, ni suena, pero vibra, se incorpora y emerge desde las insondables fosas del yo cuando no da con el hilo, la hebra o la trama de lo que se ve, desencadenando entonces a través de sus ojos una oleada de horrores; gentío amorfo, psicodélico, i-rrazonable que viene a ser el injerto del sentido que quedó fisurado por la violencia y que, de ahí en más, vibrará desde la orilla espectral de un dolor inclasificable.

Y creo que la pregunta de Constanza acerca de si el dolor tiene su propio timbre, se puede responder, se firma, sí, tiene uno, pero es resto diluido en el éter de un recuerdo tan sado como masoquista; el timbre del dolor no se escucha, quedó fosilizado en los ojos de “la niña” y la mirada de la hermana. No hay lengua, solo ojos.

Se corta la lengua

Solo a modo de paréntesis, inquieta que un libro empiece y termine invocando a dos sentidos: la vista y la audición, “Ver” y “Oír”. Y es que el recuerdo, como Constanza Michelson lo escribe, muchas veces no se registra como imagen, sino como sonido (aunque se trate de un sonido que no fue, que quedó en potencia, suspendido en el letargo traumático de lo indecible, entonces terrible y significativo). Pero también lo podemos pensar al revés, es decir, el recuerdo es solo una imagen que carece de sonido alguno. Tal vez el oído también, y siguiendo a Jaques Derrida en esta línea, habla, se querella desde su lenguaje que solo oye; tal vez, insistimos en el “tal vez”, el oído es el que todo lo guarda; un oído que no escucha, sino que recepciona, almacena. El oído no escucharía el sonido, sino que es el sonido quien es el espejo del oído que se manifiesta.

Como sea, vibrato: fantasma, espectro, resto, revenant, injerto, suplemento, “prótesis del origen” … ausencia de soberanía.

  1. Ruina

“Después de un acontecimiento –del ¡pum!– queda un resto: una ruina activa”. Escribe la autora en la parte que titula “Lo que queda: ruinas, también árboles” (bello título).

Y lo primero aquí es la manera en que Constanza Michelson trabaja el horror mismo. Éste deviene una ruina pero no una que está ahí, inmóvil, sin voltaje, esterilizada o como una pura piocha conmemorativa de lo que alguna vez tuvo su esplendor. Se trata de una ruina dinámica, en despliegue, casi orgullosa de ser ruina; ruina arruinada y ruinosa que se agencia desde algún lugar del inconsciente, igual, a modo de árbol, mar, juegos infantiles, pistolas.

Como lo escribe con fineza Jacques Derrida en Memorias de ciego:

La ruina no ocurre como un accidente a un monumento ayer intacto. En el comienzo está la ruina. Ruina es lo que le ocurre aquí a la imagen desde la primera mirada. Ruina es el autorretrato, este rostro mirado como memoria de sí, lo que resta o vuelve como un espectro desde que a la primera mirada sobre sí, una figuración se eclipsa

El pensamiento de la ruina se emparenta con la Nostalgia del desastre. Se trataría de sacar a la ruina misma del sentido común que la fetichiza como una zona donde lo que reina es la decadencia, la fealdad, la expresión última y degradada de lo que alguna vez tuvo forma, que estuvo delineado y cuyas posibles manifestaciones estuvieron siempre coordinadas. Al principio hay ruina, y toda consideración en torno a las posibilidades de un presente representado ocupando un espacio, parte de esta suerte de desastre original y craquelado que es la ruina propiamente tal.

Ésta ya estuvo ahí, inmemorialmente, como antecedente espiritual, alquímico incluso (¿Cuál es aquella extraña alquimia que hizo de la ruina un recuerdo que se muestra en su forma?); ruina que se colude con el fantasma que acecha el presente de la imagen presionándola y haciéndole sentir que no siempre fue precisión y expresión.

  1. Secreto

“Como una verdad científica, pero sin la vanidad del descubrimiento. Una verdad grado cero. El mundo, así, carece de secreto, y como todo lo que sacrifica su secreto, se vuelve tedioso, pero de un modo mórbido”. Esto lo escribe Michelson también al principio del libro. Un mundo sin secreto es un mundo aburrido (lo aburrido, el aburrimiento, tema eje de esta obra; la repetición de lo mismo, las horas muertas, las fobias y los excesos. Quizás, pensar en aquello que Cristina de Peretti define como lo iterable, en sus palabras: “la diferencia en la repetición”. Por ahí, a lo mejor, habría una salida al infierno de lo mismo que nos arroja al páramo de lo puramente sensorial.); habrá que resguardar el secreto entonces, a toda costa, porque el secreto es algo mucho más allá del simple silencio frente algo. Y la autora de Nostalgia del desastre, al contar la historia de “la niña”, también hace público un secreto, y esta es toda la posibilidad del secreto, no ser, justo, secreto.

Ahora, no se trata aquí de querer distorsionar ni descubrir el secreto de alguien (u obligar su revelación). O al decir de Blanchot en La comunidad inconfesable “el secreto no se encuentra directamente buscando en el bosque donde hubiera debido realizarse el sacrificio de una víctima”. “La niña”, en este sentido, al no poder ser definida, imposible en su conceptualización, al guardar finalmente un secreto que no puede ser revelado y el cual solo ella puede resguardar, nos hace preguntar ¿es que realmente queremos descubrir este secreto? ¿llevar adelante una suerte de arqueología voluntarista para que, en nombre de una cierta hermenéutica (siempre arbitraria) se nos permita delimitar y cercar el recuerdo? Pensamos que no hay sentido en una empresa como ésta. “La niña” es en sí un secreto que debe permanecer secreto, alejado de cualquier intento totalitario que pretenda arrebatárselo.

 

Lo que permanece secreto, nuevamente, como secreto, pero de lo que sin embargo podemos dar testimonio, obedece a una doble operación de “ocultación-desocultacion”. Es aquí donde se juega, pensamos, nuestra apuesta sobre el pensar a la niña protagonista de La Nostalgia del Desastre como celadora de un secreto que a la vez que íntimo e irrevelable, también es absolutamente público y político, y es en esta publicidad que se expresa, también, su carácter subversivo, legitimándose como un secreto con fuerza deconstructiva que puede desmantelar lo que cierta tradición (la herencia) ha definido como “normal”, es decir: la subordinación de la mujer, su llamado a callar. Y esto no lo leo en clave feminista, necesariamente, sino de simple constatación histórica. La mujer ha estado constreñida a callar. Así, el secreto permite pasar de la subordinación a la subversión, justamente, se insiste, por su double bind: el de ser absolutamente íntimo y cerrado para quien quiera adueñársele y, con la misma intensidad, completamente público, publicitado, publicitario y arrojado al mundo de lo político.

 

  1. Constanza

“Lo que sea que exprese —incluso destrucción y ruina— la imagen artística es por definición una encarnación de esperanza, está inspirada por la fe”. Escribe Andrei Tarkovsky en sus diarios (Time Within Time: The Diaries 1970-1986).

Entonces cómo no pensar –también vibrar y temblar, vibrato y tempo del movimiento– que en el texto de Constanza, en el que si bien no veo un intento por ensayar la típica “catarsis” que, partiendo por el dolor y el miedo más puro, terminará en la emancipación de todas sus cadenas y traumas habiendo cumplido con una suerte de proceso terapéutico folclórico, tradicional, en el que, descubriendo sus fantasmas y mirando a los ojos de la violencia, se reafirmará en su mismidad y, así, deshacerse de las parálisis que ataban su yo a lo ominoso. No, no va por ahí.

Lo que Tarkovsky quiere decir, es que aunque todo termine aún peor de lo que empezó, siempre la creación será una acto de fe, un impulso de vida y no de muerte (o bien un aliento que se anime a atravesar la muerte misma). No se trata del resultado, aquí no hay síntesis o condensación, sino el arrojo de una niña que se lee y se siente desde su “mujer” actual apelando a lo que tiene a la mano y a lo que, también, es su talento y su revuelta: la escritura, el arte. La fe no tiene que ver con el hecho de que seremos absueltos, redimidos, expiados o salvados, sino con que tomamos el camino de la creación, aunque en eso se nos vaya la vida.

Entonces Constanza podría ser una soldado de la resistencia argelina, una guerrera mapuche, un poema echado a la tormenta sin puntos cardinales cuando todo se quiebra o tal vez un espejo escondido en un lugar recóndito que todavía nadie descubre, un espejo en el que aun nadie se ve; un espejo en espera de ser llenado por el reflejo de algo, o de alguien. O puede que en una buena pasada del destino sea el hijo rehabilitado de William Burrough que, en un mundo lateral, contó siempre con su padre y no se reventó de alcohol muriendo a los 34 años, evitando el destino taquillero pero subalterno de ser el hijo de una estrella beatnik; un padre siendo sin la pistola en la mano. Y podría ser entonces ella, la niña, Constanza, la bala dorada de la que habla cerrando el libro y que repercute en su inconsciente y en su rutina martillando. Más allá de si hubo o no un disparo.

¿Y esto no es mejor? ¿Tal vez una bala realmente disparada y un sonido efectivamente ensordecedor sea menos ominoso que una pistola que solo amenazó, cobardemente y que reunió en torno a ese no-disparo todo lo indestinado y la irreverencia de una existencia que, en la zozobra de un silencio o en la escritura brutal de un libro, aún espera el bombazo que redima y ahuyente las alucinaciones? Y me pregunto, con la angustia fija, aquí, en este momento que escribo y pensando que puedo ser un gran canalla por solo planteármelo, si acaso no es mejor ser un disparo bien puesto que una bala pasada.

Pero me quedo con ella; con la niña que es Constanza y que en el asombro terrible de un nacimiento sigue mirando con los mismos ojos el devenir de un mundo tan real como extravagante. Ella, que comenzó a escribir sin escribir en el momento exacto en que la infancia se le incendiaba con un disparo que fue o no, abriéndose de aquí en más a su propia e íntima guerra fría. “¿Cómo puedo empezar algo nuevo con todo el ayer que hay en mí?” (Escribía Leonard Cohen). Una niña judía, una Ana Frank de nuestro tiempo, o una Violeta Parra o un anónimo niño del Sename que sobrevivió para contar y recordar que la violencia puede ser la partera de la historia –como lo decía Marx– y que hoy, acá o allá, brillando en la luz pública o vibrando en secreto el resto traumático que la hace llorar vive, no sé si sueña, pero vive, tiembla y se recupera una y otra vez en el pulso inextricable de la escritura y el amor a las palabras y las cosas, a la vida y se sostiene, como dirá Derrida, ebria de goce ininterrumpido

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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