Hombre de muchas capas, descendiente de croatas, casado dos veces, padre de tres hijos, escritor, dramaturgo, guionista y director de cine, escribiste novelas, cuentos (también infantiles). Apurabas la vida, sediento, hambriento, y la cosecha fue abundante.
Sólo tú te podías morir dos veces. Una de mentira, otra de verdad.
En marzo de 2023, por medio de una cuenta falsa del entonces ministro de cultura Jaime de Aguirre se informaba que el escritor Antonio Skármeta había fallecido. Pero, poco después, apareciste en un video, sonriente: “Querida familia, queridos hijos, queridas amigas, queridos amigos… aquí estoy yo, Antonio. Saludos, besitos y espero que todos estén muy bien”. Se trataba, claro, de una macabra broma creada por el italiano Tommaso Debenedetti, el llamado “rey de las fake news”.
La segunda vez, el 15 de octubre pasado, la Universidad de Chile informaba en un comunicado que el Premio Nacional de Literatura 2014, o sea tú, habías fallecido a los 83 años.
“Fue un largo proceso que empezó hace años con Alzheimer y terminó en una muerte natural”, dijo tu hijo Fabián. Uno de tus amigos cercanos recuerda que tuviste dos operaciones. “La segunda le afectó bastante más que la primera y su salud fue decayendo paulatinamente, no de golpe. Murió muy tranquilo, sin dolores y en su cama”.
Como todas las malas noticias, la tuya se replicó en instantes -ahora se dice “viralizar”- y cundió el asombro, el pesar, la pena. La reacción del Presidente Gabriel Boric no tardó y en las redes sociales escribió: “”Gracias maestro por la vida vivida. Por los cuentos, las novelas y el teatro. Por el compromiso político. Por el show de los libros que amplió las fronteras de la literatura. Por soñar que la nieva ardía en el Chile que te dolió tanto.”
Ese martes 15 muchos subieron al escenario del Teatro Nacional de Santiago a despedirte. La escritora Alia Trabucco Zerán no pudo callar. “No hay una palabra para los amigos que pierden a un amigo. Está la viudez, la orfandad, pero el vacío en la mesa de mis padres, en el puesto de Antonio, no tiene un nombre. Jugaban póker verano tras verano, invierno tras invierno, mientras se llenaban de canas sus cabezas, pero el humor permanecía intacto. Fueron, son, amigos de toda la vida. Antonio en los setentas, en los ochentas, en los noventas. Antonio en Alemania, en Tongoy, en Chiloé. Antonio sano, bailando en las fiestas de año nuevo. Antonio enfermo, callado, con repentinas chispas de sí mismo…”.
Otros se enteraron desde más lejos. Al dramaturgo y guionista Jaime Miranda lo sorprendió en su casa de la región del Maule, a orillas del río Lircay.
“Lo escuché en la radio. Me pilló en la cocina a medio camino con una paila de huevos revueltos en la mano. Me detuve, miré hacia la radio como acusando el flash, sin embargo, confieso que quedé como dubitativo, no me sorprendió tanto”.
Sus encuentros con Skármeta siempre fueron fortuitos, “casi de allegado a alguien que en verdad era su amigo”. Los escenarios, variados: Alemania, París, Chile. Te recuerda “siempre contento, riéndose con esos ojos achinados, su bigote de brocha gorda, cachetoncito, entrador, afable, simpático, acogedor”.
Hombre de muchas capas, descendiente de croatas, casado dos veces, padre de tres hijos, escritor, dramaturgo, guionista y director de cine, escribiste novelas, cuentos (también infantiles). Apurabas la vida, sediento, hambriento, y la cosecha fue abundante. Los premios y los reconocimientos del mundo se fueron acumulando en medio de un estruendo de aplausos como telón de fondo. Junto a Isabel Allende y Roberto Bolaño, lograste el reconocimiento internacional. Formabas parte de la generación de los poetas y escritores chilenos Poli Délano, Oscar Hahn y Claudio Bertoni. Adorabas a Shakespeare y admirabas a Neruda, Mistral, Enrique Lihn, Vicente Huidobro, Manuel Rojas, Tellier.
De contextura gruesa, macizo, pero de alma ligera. Un niño habitaba en ti: de mirada traviesa, curiosidad insaciable, un humor agudo, sarcástico, gozador y halagador. Si hubieses tenido que reencarnarte -dijiste una vez- habrías querido ser una mariposa. Te encantaba la comida japonesa y la chilena, la música (los boleros, el jazz), las carreras de caballos los sábados. Amabas nadar en el mar, un lago, una piscina. Tenías la costumbre de no probar ningún trago o vino antes de las 19:30 horas. Dicen.
Viviste una vida plena, de búsqueda incesante, dejaste atrás una obra diversa y contundente. Saltaste al estrellato con tu novela Ardiente paciencia -traducida a más de 30 idiomas- adaptada como obra de teatro e, incluso, a una ópera. Al cine llegó como El cartero de Neruda y, luego bajo el nombre Il Postino, una producción italiana que recibió cinco nominaciones al Premio Óscar.
¿Te acuerdas, Antonio? Claro que te acuerdas. Dicen que tenías una memoria privilegiada.
Abrazaste la palabra y la imagen con igual pasión. Fuiste un importante gestor cultural que abriste espacios en la televisión chilena. Inolvidable el episodio en que en El show de los libros de TVN leíste la Oda al Gato de Neruda mientras un felino anónimo se enroscaba una y otra vez alrededor de tu cuello. Gran programa, tú lo conducías, duró diez años y fue exportado a América Latina y Europa. Ya que estamos en esto, también dejaste tu huella en los escritores jóvenes. A tu regreso a Chile, a fines de los 80, fundaste el taller literario Heinrich Böll en el Instituto Goethe de Santiago. A tus selectos alumnos, veinteañeros, los trataba de “colegas” y los empujaba no sólo a soltar la mano con la escritura sino a emplear la inteligencia crítica. Muchos de ellos son parte hoy de una generación de talentosos y exitosos escritores y escritoras.
Enrique Inda, amigo cercano tuyo, arquitecto y productor de espectáculos musicales nacionales e internacionales, recuerda que te conoció en enero del 2006. Ese año había traído a Chile a Toquinho para dar un concierto en Viña del Mar. Días antes recibió una llamada de tu esposa, la escultora alemana Nora Preperski, para quienes no la conocen. Le confidenció a Enrique que estabas interesado en conocer al artista brasileño. “Los invité al concierto, les presenté a Toquinho, los invité a almorzar al día siguiente al restaurante El Chiringuito de Zapallar. Se sumó al grupo Germana Ferrari, entonces viuda de Roberto Matta. Fue un almuerzo espléndido. Antonio quedó contactado con Toquinho y a partir de ahí construimos una hermosa amistad que perduró hasta el día de su muerte.”
– Una semana antes de morir fuimos a comer a su casa-remata. Estaba sumamente delgado, frágil, pero siempre sonriente.
Inda asegura que tenías amigos “por todas partes”. “Era muy querido y admirado. Se rodeaba con gente que le mereciera confianza, que fueran personas francas, sin dobleces. No era capaz de odiar a nadie. De hecho, nunca lo escuché hablar mal de alguien.” Escritores, actores y actrices, músicos, artistas plásticos, muchos renombrados, llegaban, infaltablemente, para tu cumpleaños, organizados, claro, por tu mujer, eximia cocinera, impecable anfitriona. Dicen. Una de sus amigas, la fotógrafa Ana María López, integraba lo que ella llama “el núcleo duro, los privilegiados de siempre”. Asegura que siempre transmitías encanto. Te fascinaba proponer juegos durante las comidas. Los acertijos eran tu especialidad. Jugar póker te divertía mucho. Y agrega: “Pero él adoraba sobre todas las cosas a su Norita, su musa inspiradora, su asistente, su gran amor. Ella lo cuidó y regaloneó hasta el final. Eran una pareja extraordinaria.”
Después de licenciarte en Filosofía y Letras en la Universidad de Chile, viajaste a Nueva York con una beca Fullbright para obtener una maestría en literatura en la Universidad de Columbia. Trabajaste como traductor de diversas obras literaria y te graduaste en 1966 con una tesis sobre Cortázar. Décadas después contarías que en esa época en NY nada de lo que escribías interesaba a los editores. Más aún, dijiste, se sentía como el guionista de «King Kong», a quien el productor le decía: “esto es muy bueno, pero deja al gorila fuera.”
No sé por qué te cuento todo esto, Antonio. Quizás porque no quiero que te olvides de nada cuando escribas tus Memorias. Deseabas hacerlo más adelante, pero se te acabó el tiempo. En fin.
Regresaste a fines de los ‘60. En esos años publicaste tu primera colección de cuentos “El entusiasmo”, “Desnudo en el tejado” y tu novela “Soñé que la nieve ardía”. Y en 1970 visitaste Cuba, después de ganar el Premio Casa Las Américas. En una entrevista con el periodista Fernando Villagrán en el espacio Off the Record, recordaste que “era el momento de la apertura completa a todas las experiencias. Yo era un admirador un poco sui géneris porque tenía otra pata que no estaba inserta en el ámbito izquierdista. A mí me gustaba mucho el rock, la música pop, el cine decadente, una literatura carente de toda rápida movilidad social. (…) Viví ese momento con la extravagancia de un escritor, que siempre es un bicho un poco raro en cualquier contexto político. Un escritor siempre es pulga de otro perro”.
Y, claro, llegó el Golpe. Tenías 33 años y militabas en el MAPU. Un año antes el cineasta alemán Peter Lilienthal había filmado la película La Victoria con tu guión y la cámara de Silvio Caiozzi. Te exiliaste con el cineasta Raúl Ruiz (había tenido un papel modesto en el film). Viviste un año en Buenos Aires, publicaste tu tercer libro de cuentos “Tiro Libre”. Te fuiste a Berlín Occidental y ahí te quedaste quince largos años. Conociste a Nora, te enamoraste, se casaron y tuvieron a Fabián.
La migración y el exilio serían temas recurrentes en tu vida y en tu obra. Pese al destierro, fueron tiempos fecundos. Desplegaste toda tu creatividad literaria, profundizaste tu relación con el cine, una de tus grandes pasiones, y fuiste profesor de guión cinematográfico en la Academia Alemana de Cine y Televisión. Incesante, transformaste diversas novelas tuyas a guiones y películas, tales como “Soñé que la nieve ardía”, “No pasó nada”, “La insurrección”, “Ardiente paciencia” y el cuento “El ciclista del San Cristóbal”, siempre con la colaboración de Lilienthal.
Dicen que colaboraste en muchas iniciativas de solidaridad con exiliados chilenos y también con otros creadores, intelectuales, que seguían acá. Lo cierto es que fuiste un referente cultural que hizo un gran aporte en acercar la cultura a la gente. Reacio a los dogmas, las formalidades, lo pomposo, promoviste la imaginación, la audacia, sin ese temor al ridículo, tan chileno. Recuperada la democracia, durante un rato le tomaste la mano a la diplomacia y te desempeñaste como embajador de Chile en Berlín -tu lugar de exilio- durante el gobierno de Ricardo Lagos. Sugirió tu nombre el ex canciller Heraldo Muñoz, quien dice que hiciste “una excelente labor, marcada por un perfil cultural y su llegada a los medios locales”.
Se vieron a menudo cuando él era embajador ante Naciones Unidas. Recuerda que te introdujo al restaurante Il Postino, que celebra tu famosa novela y película. “No podía creerlo cuando fuimos a almorzar allá, cerca del edificio de la ONU, decorado con escenas del film en sus paredes. Le presenté al maitre d’ y sugerí un descuento. Hubo muchos elogios, sin descuento. Después, Antonio se transformó en un cliente regular del restaurante”.
Cuando Villagrán te preguntó en esa entrevista, “si asumimos que el cielo existe, ¿cómo quisieras que te recibieran?”, tú contestaste:
– Bienvenidos, la estadía aquí es gratis, pero limitada.